Por lo general, no nos besamos en público. Cecile, a pesar de todo
lo guay que es, los escotes que lleva y su fuerte carácter de
pelirroja, no deja de ser una rematada tímida. Y yo soy de esos que
se fijan mucho en todo lo que pasa a su alrededor y que nunca
consiguen olvidarse de dónde están. Pero la verdad es que aquella
mañana sí lo conseguí y de repente Cecile y yo nos encontramos
besándonos y abrazándonos sentados a la mesa de un café, como una
pareja de estudiantes de instituto que intenta hacerse con un poco de
intimidad en un lugar público.
Cuando Cecile se fue
al lavabo me terminé el café de un trago. El resto del tiempo lo
aproveché para arreglarme un poco la ropa y ordenar las ideas.
—Eres un hombre
con suerte —oí una voz con un fuerte acento de Texas a mi
mismísimo lado.
Volví la cabeza. En
la mesa contigua había un hombre mayor con una gorra de béisbol.
Todo ese rato que nos habíamos estado besando él había estado
allí, hubiese podido tocarnos con sólo alargar la mano, y nosotros
habíamos jadeado y gemido casi sobre su beicon y su huevo revuelto
sin tan siquiera darnos cuenta de su presencia. Resultaba realmente
desconcertante, pero no había manera de disculparse sin empeorar las
cosas todavía más. Así que me limité a sonreírle y a asentir con
la cabeza.
—No, de veras
—continuó el viejo—, es muy raro conseguir conservar el amor
después de casados. Normalmente, en cuanto la gente se casa, eso,
sencillamente, desaparece.
—Como usted ha
dicho —seguí sonriendo—, soy un hombre con suerte.
—Yo también —se
rió el viejo, y alzó la mano con la alianza de boda—, yo también.
Llevamos juntos cuarenta y dos años y ni tan siquiera hay asomo de
desaliento. Mira, por mi trabajo me veo obligado a volar muchísimo y
cada vez que me separo de ella, te lo digo, me entran ganas de
llorar.
—Cuarenta y dos
años —le dije dejando escapar un educado silbido de admiración—,
debe de ser una mujer muy especial.
—Sí —lo
corroboró el viejo.
Vi que dudaba si
sacar una foto o no y me sentí aliviado cuando renunció a la idea.
La situación se estaba volviendo cada vez más incómoda, a pesar de
que estaba más que claro que su intención era buena.
—Tengo tres reglas
—sonrió el viejo—, tres reglas de oro que me ayudan a mantener
vivo nuestro amor. ¿Quieres oírlas?
—Pues claro que
quiero —le dije, mientras le hacía señas a la camarera para que
me trajera otro café.
—Primera regla
—habló el viejo blandiendo un dedo en el aire—: todos los días
intento encontrar algo nuevo que me guste de ella, aunque sea un
detalle muy pequeño, ya sabes, la manera que tiene de contestar al
teléfono, la forma que tiene de elevar la voz cuando simula no
entender lo que digo y cosas por el estilo.
—¿Todos los días?
—me admiré yo—. ¡Eso tiene que ser muy difícil!
—No tanto —se
rio el viejo—, todo es ponerse a ello. Segunda regla: cada vez que
veo a nuestros hijos, y ahora también a nuestros nietos, me digo a
mí mismo que la mitad del amor que siento por ellos lo siento en
realidad por ella. Porque la mitad de ellos son ella. Y última regla
—siguió enumerando cuando Cecile, que ya volvía del lavabo, se
sentó a mi lado—: cuando vuelvo de un viaje siempre le traigo un
regalo a mi mujer. Aunque solamente me haya ido por un día.
Asentí con la
cabeza y le dije que lo recordaría. Cecile nos miraba a los dos algo
confusa porque yo no soy precisamente el tipo de persona que entabla
conversación en un sitio público con un desconocido, y el viejo,
que por lo visto se dio cuenta de ello, se puso de pie dispuesto a
marcharse. Se tocó el ala del sombrero y me dijo:
—No cambies.
A continuación le
hizo una pequeña reverencia a Cecile y se fue.
—¿Mi mujer? —se
rió por lo bajo Cecile haciendo una mueca—. ¿No cambies?
—Olvídalo —le
dije acariciándole la mano—, es que ha visto mi alianza de boda.
—Ah... —dijo
Cecile dándome un beso en la mejilla—, tenía un aspecto un poco
raro.
En el vuelo de
vuelta a Israel estuve solo, tres asientos para mí, pero como de
costumbre no pude dormir.
Pensé en el negocio
con esa compañía suiza con la que no estaba muy seguro de que fuera
a cuajar el acuerdo, y en la Play Station que le había comprado a
Roí con el mando inalámbrico y todo. Y al pensar en Roí intenté
recordar todo el rato que la mitad de mi amor por él era en realidad
por Mira, y después intenté pensar en algún detalle que me gustara
de ella, esa cara que pone como de indiferencia cuando me pesca en
una mentira. Hasta le compré un regalo en el Duty Free del avión,
un perfume francés nuevo que la joven y sonriente azafata dijo que
ahora todos compran y que incluso ella usa.
—Compruébalo tú
mismo —dijo la azafata y me tendió el bronceado dorso de la mano—,
¿no huele divino?
Y la verdad es que
la mano le olía maravillosamente bien.
Un hombre sin cabeza, 2011.
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