domingo, 3 de noviembre de 2019

Baile en la plaza. Camilo José Cela.

La corrida de toros ha terminado. Aún no se han ido las autoridades del balcón del ayuntamiento y aún los mozos más jóvenes, los que todavía están emparejados, no acabaron de empapar en sangre los pisos de esparto de las alpargatas. Las alpargatas mojadas en sangre de toro duran una eternidad; según dicen, cuando a la sangre de toro se mezcla algo de sangre de torero, las alpargatas se vuelven duras como el hierro y ya no se rompen jamás.
Hombres ya maduros, casados y cargados de hijos, usan todavía el par de alpargatas que empaparon en la sangre de Chepa del Escorial, aquel novillero a quien un toro colorao mató, el verano del año de la República, de cuarenta y tantas cornadas sin volver la cabeza.
Los mozos y las mozas, en dos grandes grupos aparte que se entremezclan un poco por el borde, se miran con un mirar bovino, caluroso y extraño. La charanga rompe a tocar el pasodoble Suspiros de España, y las mozas, como a una señal, se ponen a bailar unas con otras. Bailan moviendo el hombro a compás y arrastrando los pies. Sobre la plaza comienza a levantarse una densa nube de polvo que huele a churros, a sudor y a pachulí. Algunos mozos, más osados, rompen las parejas de las mozas; hay unos momentos de incertidumbre, que duran poco, cuando todavía no está claro quién va a bailar con quién. Los mozos bailan con el pitillo en la boca y no hablan; llevan el mirar perdido y la gorra de visera en la mano derecha, apoyada sobre el lomo de la moza. Los forasteros, que siempre son más decididos, hablan a veces.
- Baila usted muy bien, joven
La moza sonríe.
- No; que me dejo llevar.
El mozo hace un esfuerzo y vuelve al ataque. Antes ha mirado a los ojos de la moza, que le huyen como dos liebres espantadas.
- ¿Cómo se llama usted?.
- Es usted muy curioso...
El mozo, aunque siempre recibe la misma respuesta, está unos instantes sin saber qué decir.
- No, joven; no es que sea curioso.
- ¿Entonces?.
- Es que era para llamarla por su nombre. ¿No me dice usted cómo se llama?.
La banda ha arrancado con un vals, y la pareja, que no se suelta, sigue la conversación:
- Sí; ¿por qué no?. Me llamo Paquita, para servirle.
La moza, después de su confesión, se azora un poco y mira para los lados.
- Oiga, que esto es un vals; no me agarre tan fuerte...
Al vals sucede un pasodoble, y al pasodoble otro vals. Algunas veces, y como para complacer a todos, la murga toca un fox de un ritmo antiguo, veloz y entrecortado, como el volar de los vencejos.
Las parejas tienen un gesto entre cansado y evadido y, si se parasen un poco, notarían que les duelen los pies. La plaza está de bote en bote con la gente de los tendidos, de los balcones, de los carros y de las talanqueras volcadas, como un chocolate a la española, sobre la arena. No puede darse un paso ni casi respirar. Suena la campanilla de la rifa: - ¡A probar suerte! ¡A diez la tirada!-, rechina el cornetín de las varietés: -¡La pareja de baile de París sólo por un día!, grazna el viejo churrero tuerto su mercancía: -¡Que aquí me dejo la vida, que queman, que queman! -, y un mendigo adolescente enseña sus piernas flaquitas a un corro de niños, pasmados y renegridos.
Mientras viene cayendo, desde muy lejos, la noche, comienzan a encenderse las tímidas bombillas de la plaza. Sobre el rugido ensordecedor del pueblo en fiesta se distinguen de cuando en cuando algunos compases de España cañí. Si de repente, como por un milagro, se muriesen todos los que se divierten, podría oírse sobre el extraño silencio el lamentarse sin esperanza del pobre Horchatero Chico, que con una cornada en la barriga, aun no se ha muerto. Horchatero Chico, vestido de luces y moribundo, está echado sobre un jergón en el salón de sesiones del ayuntamiento. Le rodean sus peones y un cura viejo; el médico dijo que volvería.
Las lucecillas rojas, y verdes, y amarillas, y azules de los tenderetes, también comienzan a encenderse. Un perro escuálido se escabulle, con una morcilla en la boca, por entre la gente, y dos carteristas venidos de la capital operan sobre los mirones de una partida de correlativa en el café Madrileño.
Los mozos con éxito hablan, ya sin bailar, con la moza propicia.
- Pues, si; yo soy de ahí abajo, de Collado.
La moza coquetea como una princesa.
- ¡Huy, qué borrachos son los de su pueblo!
- Los hay peores.
- Pues también es verdad.
Un grupo de chicas, cogidas del brazo, cantan coplas con la música del ¡Ay, qué tío!, y un grupo de quintos entona canciones patrióticas; menos mal que todos son de infantería; si fuesen de armas distintas, ya se habrían roto la cara a tortas.
Cae la noche; las preguntas de los mozos adquieren un tinte casi picante.
- Oiga, joven, ¿tiene usted novio?
La moza se calla siempre; a veces, ofendida; en ocasiones, mimosa.
Un borracho perora sin que nadie lo mire. Fuera de la plaza, el vientecillo de la noche sube por las callejas.
Sobre el sordo rumor del baile, casi a compás del pasodoble de Pan y toros, las campanas de la parroquia doblan a muerto sin que nadie las oiga.
Horchatero Chico, natural de Colmenar, soltero, de veinticuatro años de edad y de profesión matador de reses bravas (novillos y toros), acaba de estirar la pata; vamos, quiere decirse que acaba de entregar su alma a Dios.
- Oiga, joven, ¿está usted comprometida?
La joven dice que no con un hilo de voz emocionada.
-Entonces, ¿me permite usted que la trate de tú?
La pareja, en el oscuro rincón, tiene las manos enlazadas con dulzura, como las bucólicas parejas de los tapices.
Un murciélago vuela, entontecido, a ras de los toldos de lona de los puestos y de las barracas.

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