La corrida de toros ha
terminado. Aún no se han ido las autoridades del balcón del
ayuntamiento y aún los mozos más jóvenes, los que todavía están
emparejados, no acabaron de empapar en sangre los pisos de esparto de
las alpargatas. Las alpargatas mojadas en sangre de toro duran una
eternidad; según dicen, cuando a la sangre de toro se mezcla algo de
sangre de torero, las alpargatas se vuelven duras como el hierro y ya
no se rompen jamás.
Hombres
ya maduros, casados y cargados de hijos, usan todavía el par de
alpargatas que empaparon en la sangre de Chepa del Escorial, aquel
novillero a quien un toro colorao mató, el verano del año de la
República, de cuarenta y tantas cornadas
sin volver la cabeza.
Los
mozos y las mozas, en dos grandes grupos aparte que se entremezclan
un poco por el borde, se miran con un mirar bovino, caluroso y
extraño. La charanga rompe a tocar el pasodoble Suspiros de España,
y las mozas, como a una señal, se ponen a bailar unas con otras.
Bailan moviendo el hombro a compás y arrastrando los pies. Sobre la
plaza comienza a levantarse una densa nube de polvo que huele a
churros, a sudor y a pachulí. Algunos mozos, más osados, rompen las
parejas de las mozas; hay unos momentos de incertidumbre, que duran
poco, cuando todavía no está claro quién va a bailar con quién.
Los mozos bailan con el pitillo en la boca y no hablan; llevan el
mirar perdido y la gorra de visera en la mano derecha, apoyada sobre
el lomo de la moza. Los forasteros, que siempre son más decididos,
hablan a veces.
-
Baila usted muy bien, joven
La
moza sonríe.
-
No; que me dejo llevar.
El
mozo hace un esfuerzo y vuelve al ataque. Antes ha mirado a los ojos
de la moza, que le huyen como dos liebres espantadas.
-
¿Cómo se llama usted?.
-
Es usted muy curioso...
El
mozo, aunque siempre recibe la misma respuesta, está unos instantes
sin saber qué decir.
-
No, joven; no es que sea curioso.
-
¿Entonces?.
-
Es que era para llamarla por su nombre. ¿No me dice usted cómo se
llama?.
La
banda ha arrancado con un vals, y la pareja, que no se suelta, sigue
la conversación:
-
Sí; ¿por qué no?. Me llamo Paquita, para servirle.
La
moza, después de su confesión, se azora
un poco y mira para los lados.
-
Oiga, que esto es un vals; no me agarre tan fuerte...
Al
vals sucede un pasodoble, y al pasodoble otro vals. Algunas veces, y
como para complacer a todos, la murga toca un fox de un ritmo
antiguo, veloz y entrecortado, como el volar de los vencejos.
Las
parejas tienen un gesto entre cansado y evadido y, si se parasen
un poco, notarían que les duelen los pies. La plaza está de bote en
bote con la gente de los tendidos, de los balcones, de los carros y
de las talanqueras volcadas, como un chocolate a la española, sobre
la arena. No puede darse un paso ni casi respirar. Suena la
campanilla de la rifa: - ¡A probar suerte! ¡A diez la tirada!-,
rechina el cornetín de las varietés: -¡La pareja de baile de París
sólo por un día!, grazna el viejo churrero tuerto su mercancía:
-¡Que aquí me dejo la vida, que queman, que queman! -, y un mendigo
adolescente enseña sus piernas flaquitas
a un corro de niños, pasmados y renegridos.
Mientras
viene cayendo, desde muy lejos, la noche, comienzan a encenderse las
tímidas bombillas de la plaza. Sobre el rugido ensordecedor del
pueblo en fiesta
se distinguen de cuando en cuando algunos compases de España cañí.
Si de repente, como por un milagro, se muriesen todos los que se
divierten, podría oírse sobre el extraño silencio el lamentarse
sin esperanza del pobre Horchatero Chico, que con una cornada en la
barriga, aun no se ha muerto. Horchatero Chico, vestido de luces y
moribundo, está echado sobre un jergón en el salón de sesiones del
ayuntamiento. Le rodean sus peones y un cura viejo; el médico dijo
que volvería.
Las
lucecillas rojas, y verdes, y amarillas, y azules de los tenderetes,
también comienzan a encenderse. Un perro escuálido se escabulle,
con una morcilla en la boca, por entre la gente, y dos carteristas
venidos de la capital operan sobre los mirones de una partida de
correlativa en el café Madrileño.
Los
mozos con éxito hablan, ya sin bailar, con la moza propicia.
-
Pues, si; yo soy de ahí abajo, de Collado.
La
moza coquetea como una princesa.
-
¡Huy, qué borrachos son los de su pueblo!
-
Los hay peores.
-
Pues también es verdad.
Un
grupo de chicas, cogidas del brazo, cantan coplas con la música del
¡Ay, qué tío!, y un grupo de quintos entona canciones patrióticas;
menos mal que todos son de infantería; si fuesen de armas distintas,
ya se habrían roto la cara a tortas.
Cae
la noche; las preguntas de los mozos adquieren un tinte casi picante.
-
Oiga, joven, ¿tiene usted novio?
La
moza se calla siempre; a veces, ofendida; en ocasiones, mimosa.
Un
borracho perora sin que nadie lo mire. Fuera de la plaza, el
vientecillo de la noche sube por las callejas.
Sobre
el sordo rumor del baile, casi a compás del pasodoble de Pan y
toros, las campanas de la parroquia doblan a muerto sin que nadie las
oiga.
Horchatero
Chico, natural de Colmenar,
soltero, de veinticuatro años de edad y de profesión matador de
reses bravas (novillos y toros), acaba de estirar la pata; vamos,
quiere decirse que acaba de entregar su alma a Dios.
-
Oiga, joven, ¿está usted comprometida?
La
joven dice que no con un hilo de voz emocionada.
-Entonces,
¿me permite usted que la trate de tú?
La
pareja, en el oscuro rincón, tiene las manos enlazadas con dulzura,
como las bucólicas parejas de los tapices.
Un
murciélago vuela, entontecido, a ras de los toldos de lona de los
puestos y de las barracas.
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