De
niña solía cazar mariposas de sangre marrón. Las coleccionaba en
un álbum gordo, destartalado. Estaba comido por las esquinas. Había
perdido el brillo y los dedos se pegaban en el lomo.
Me
sentaba sola en el desván y pasaba las páginas, contemplando las
alas disecadas junto a los cuerpos pintados con un rotulador negro.
Fue mi hermano quien me enseñó a coleccionarlas así, sin cuerpo,
para no tener que comprar cajones o cuadros, demasiado caros para
nosotros.
Siempre
me detenía en la cuarta página. Había cuatro mariposas de la misma
familia. La más pequeña, la de la esquina de abajo, era yo.
Los trigos azules, 2016.
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