El
hombre escribía reconcentrado frente a la pantalla. Si los dos
muchachos que irrumpieron en el departamento hicieron algún ruido,
no lo advirtió. A tal punto, que dispusieron de varios minutos para
hurgar en los muebles de la sala. Estaban armados. Luego ingresaron
al escritorio pateando la puerta. El hombre se vio sorprendido e
intentó reaccionar. Recibió algunos golpes y se tranquilizó. Los
muchachos buscaban cosas de valor e insistían que dijera dónde
guardaba el dinero.
—Un
escritor no tiene dinero... —repetía él.
La
hija abrió la puerta con su llave y entró. Los hechos ocurrieron
abruptamente. Uno de los muchachos se asustó y le disparó al pecho.
Cayó redonda. El otro debió contener a golpes al hombre, pero sólo
pudo detenerlo con un culatazo de pistola en la nuca.
Dueños
de la situación, se dedicaron a revisar el cuarto minuciosamente.
Destruyeron todo. Finalmente, con las manos vacías, se marcharon.
Aturdido
y dolorido, con sus últimas fuerzas, el hombre se arrastró hasta la
mesa de trabajo, se estiró, tanteó el teclado y oprimió la tecla
«deshacer».
La
hija abrió la puerta con su llave y entró.
—Hola
papá, ¿cómo estás...? —preguntó.
—Bien
—dijo—; aquí, intentando escribir…
No hay comentarios:
Publicar un comentario