Al segundo día, mientras regresaba a casa en el metro, sintió que en el vagón no había aire suficiente, o que estaba muy viciado, y tuvo que salir tres o cuatro estaciones antes de la suya. Era consciente, segundo a segundo, de su respiración, hasta el punto, aseguraba, de que si dejaba de pensar en ella, dejaba de respirar. Sobra decir que apenas dormía por miedo a asfixiarse y que empezó a utilizar por su cuenta y riesgo un broncodilatador del que se servía sin medida alguna. Su carta tenía un poder de sugestión increíble, pues mientras la leía yo mismo notaba que me faltaba el aire si dejaba de pensar en los movimientos de los pulmones. De otro lado, describía muy bien sus noches angustiosas en la cocina de su casa, observando atentamente su respiración y los números luminosos del microondas. Aunque su marido y sus hijos le preguntaban si le ocurría algo, ya que tenía cara de susto todo el rato, ella lo achacaba a las jaquecas.
Esa noche soñé que si no respondía a aquella carta agobiante, moriría asfixiado. Soy un poco supersticioso, de modo que decidí escribir a la mujer dándole unos consejos de trámite, para aliviar mi mala conciencia. Lo curioso es que mientras el bolígrafo se deslizaba por la cuartilla, mi respiración mejoraba de manera notable. Me pareció increíble que, habiendo respirado toda la vida, no me hubiera dado cuenta hasta aquel instante de lo importante que era hacerlo bien. El aire se había convertido de súbito en un producto de gourmet. A veces, me detenía a respirar como el que hace un alto en su trabajo para tomar una copa de cava con un montado de caviar.
Eché la carta al correo y ahí quedó la cosa. A los pocos días me olvidé de la mujer y volví a respirar de forma rutinaria. Pasados unos meses. recibí a través de la revista la carta de un hombre que se identificaba como el marido de aquella mujer. Me contaba que su esposa había muerto de un enfisema pulmonar y que al recoger sus cosas había visto mi carta entre sus pertenencias. Me agradecía los “consejos pulmonares” que le había dado a su mujer y me enviaba también, absurdamente, una fotografía de ella. Calculé que tendría unos treinta años. Su rostro era afilado y enormemente atractivo. Se trata de una foto de carné, con la marca de un sello, como si hubiera sido arrancada del pasaporte o de un documento semejante. La mujer estaba seria y tenía los labios entreabiertos en una expresión de ansiedad.
Lo suyo hubiera sido que me desprendiera de la fotografía, y de la carta, pero un movimiento supersticioso me obligó a guardarla en una caja donde meto las cosas que no me interesan, pero de las que me da miedo desprenderme. A veces, me venía a la memoria la expresión “consejos pulmonares” de aquel hombre y notaba en la boca un gusto raro, como el que siento en el mercado al pasar por delante de la casquería. Escribí varios artículos sobre la respiración pulmonar para ver si se me quitaba la idea de la cabeza y lo cierto es que con el tiempo me olvidé de la mujer, de su marido y de los pulmones.
Un año o dos más tarde, revisando papeles antiguos para hacer una limpia, tropecé con la fotografía de la mujer. No me atrevía a tirarla, pero tampoco quería dejarla en la caja de las cosas que asustan, de modo que le hice un hueco en el álbum familiar. Hace unos días mi mujer estaba ordenando las fotos de nuestro último viaje y descubrió la de la mujer que no respiraba bien. “Quién es esta”, preguntó. “No tengo ni idea”, dije. Tras contemplarla unos segundos, la dejó dentro del álbum, por si fuera alguien.
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