jueves, 7 de noviembre de 2019

Coleccionables. Manuel Espada.

Con el primer número de septiembre, el periódico traía el bracito rosado de un bebé. Me propuse acabar el coleccionable. Quería ser madre. “Nancy, no eres constante, nunca acabas nada, igual que mamá”, me dije a mí misma. El año pasado, mi madre empezó a encajar las piezas de un galeón, pero dejaron de editar la revista y tuvo que dejar el barco a mitad de hacer. Lo quemó. Ahora, su esqueleto carbonizado flota en la piscina. El año anterior intentó compilar todas las selecciones nacionales de fútbol del mundo, pero nos destrozaban el mobiliario con el balón y decidió cortarles los pies. Hace años tiró la toalla con la colección de árboles de la Amazonía. Se dejó llevar por la desidia, y taló los más importantes, aunque dejó algunas especies raras en las macetas. En el jardín ya había plantado a aquellos asquerosos zombis en cuyos brazos colgó, a modo de frutos, la colección de cabezas reducidas. Yo tengo la intención de construir mi bebé al completo. Ya le he colocado las piezas de la columna vertebral, le he puesto el otro bracito, el hígado, los pulmones y una pierna. Me hizo mucha ilusión encajar el cerebro en el cráneo y enroscar su cabeza pelona en el cuellito. Mi mamá decía que yo no tenía cerebro. “Cabeza hueca”, me llamaba. Pero yo nunca abandonaré a mi hijo en un armario, como hizo ella. Tuve que dispararle con uno de los tanques de la colección de la Segunda Guerra Mundial que había empezado el abuelo. Deberían haberla enterrado en un ataúd coleccionable, un féretro de piezas blancas ensambladas a mano cada domingo. Mañana llega el sexo de mi bebé con el suplemento de la prensa dominical. Si es niña, pintaré de rosa el sótano. Si es niño, pintaré el garaje de azul. Y viviremos felices aquí, en esta casa de muñecas inacabada, inconclusa, incompleta, como los fascículos de un coleccionable de septiembre.

 

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