sábado, 20 de junio de 2020

La sed. Magda Hollander-Lafon.

Reina tal desorden en la distribución de la sopa y de la bebida en Birkenau que cuando me llega el turno de tender la escudilla ya no queda nada.

Llevo varios días sin beber. Estoy sedienta; tengo los labios cubiertos de grietas, la lengua hinchada, los sentidos entumecidos por completo. Me habría abalanzado sobre cualquier charco de agua si mis compañeras no hubiesen estado allí para impedírmelo. Las pupilas se dilatan, la mirada se extravía, te toman por loco.

Debí de perder el sentido porque no recuerdo más que la sensación de que la vida volvía a mí.

Sentí unas gotas de agua. ¿De dónde venía el agua? Lo supe algo más tarde. Unas compañeras desconocidas vinieron en mi ayuda y obraron a tiempo el milagro de procurarme esas gotas. En mi memoria no tienen nombre ni rostro. No sé si están vivas o muertas. Sólo sé que les debo la vida.

He visto a compañeros agonizar de deshidratación.

Una vez, sin darme cuenta, me choqué contra uno de esos esqueletos no del todo muertos. Sintió el golpe y movió la pierna. Recuerdo doloroso. No pude socorrerlo; era demasiado tarde. Yo, una vez más, tuve suerte.

Cuatro mendrugos de pan. 2012.

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