Reina tal desorden en la
distribución de la sopa y de la bebida en Birkenau que cuando me
llega el turno de tender la escudilla ya no queda nada.
Llevo
varios días sin beber. Estoy sedienta; tengo los labios cubiertos de
grietas, la lengua hinchada, los sentidos entumecidos por completo.
Me habría abalanzado sobre cualquier charco de agua si mis
compañeras no hubiesen estado allí para impedírmelo. Las pupilas
se dilatan, la mirada se extravía, te toman por loco.
Debí
de perder el sentido porque no recuerdo más que la sensación de que
la vida volvía a mí.
Sentí
unas gotas de agua. ¿De dónde venía el agua? Lo supe algo más
tarde. Unas compañeras desconocidas vinieron en mi ayuda y obraron a
tiempo el milagro de procurarme esas gotas. En mi memoria no tienen
nombre ni rostro. No sé si están vivas o muertas. Sólo sé que les
debo la vida.
He
visto a compañeros agonizar de deshidratación.
Una
vez, sin darme cuenta, me choqué contra uno de esos esqueletos no
del todo muertos. Sintió el golpe y movió la pierna. Recuerdo
doloroso. No pude socorrerlo; era demasiado tarde. Yo, una vez más,
tuve suerte.
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