Si hubieran conocido la
lengua de la ciudad, habrían podido preguntar quién hizo al hombre
blanco, de dónde salió la fuerza de los automóviles, cómo se
sostienen los aviones, por qué los dioses nos negaron el acero.
Pero
no conocían la lengua de la ciudad. Hablaban el viejo idioma de los
antepasados, que no habían sido pastores ni habían vivido en las
alturas de la sierra nevada de Santa Marta. Porque antes de los
cuatro siglos de persecución y de despojo, los abuelos de los
abuelos de los abuelos habían trabajado las tierras fértiles que
los nietos de los nietos de los nietos no habían podido conocer ni
siquiera de vista o de oídas.
De
modo que ahora ellos no podían hacer otro comentario que el que les
nacía, en chispas burlonas, de los ojos: miraban esas manos
pequeñitas de los hombres blancos, manos de lagartija, y pensaban:
esas manos no saben cazar, y pensaba: sólo pueden regalar regalos
hechos por otros.
Estaban
parados en una esquina de la capital, el jefe y tres de sus hombres,
sin miedo. No los sobresaltaba el vértigo del tráfico de las
máquinas y los transeúntes, ni temían que los edificios gigantes
pudieran desprenderse de las nubes y derrumbárseles encima.
Acariciaban con las yemas de los dedos sus collares de varias vueltas
de dientes y semillas, y no se dejaban impresionar por el estrépito
de las avenidas. Sus corazones se compadecían de los millones de
ciudadanos que les pasaban por encima y por debajo, por los costados
y por delante y por detrás, sobre piernas y sobre ruedas, a todo
vapor. “¿Qué sería de todos ustedes -preguntaban lentamente sus
corazones- si nosotros no hiciéramos salir el sol todos los días?”
Vagamundo y otros relatos, 1998.
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