Su cabello eran tan negro y su piel tan blanca… Nunca había visto unas manos tan pálidas y delgadas. Las tenía cruzadas sobre el pecho, moviéndose al ritmo de su respiración. Había algo repelente en todo aquello, en él… Era su delgadez extrema, era su expresión de nada en la cara. Era como una máscara mortuoria hecha al muerto poco después de que se largara para siempre. Miré a Leo un poco más y empecé a moverlo.
Entonces abrió los ojos y de inmediato me enamoré de él.
Se incorporó, estiró las piernas en el enorme sofá, me miró y se puso de pie. O supuse que hizo todo eso, porque en realidad me fijaba en sus pupilas marrones, en el calor que desprendía su mirada; ese calor que hizo que le hiciese de inmediato un lugar en mi corazón.
Sé bien cómo suena todo esto. Pero no soy una colegiala, ni llevo un diario, y hace años que soy una especie de viejo cangrejo loco, muy loco… Hace mucho tiempo que alcancé la madurez emocional.
Pero él abrió los ojos y me enamoré a primera vista.
Harry hizo entonces las oportunas presentaciones.
-… Dorothy Endicott… Te oyó tocar la semana pasada en Detroit y deseaba conocerte… Dorothy, es Leo Winston…
Era muy alto y tenía una especie de tic, una cierta inclinación de la cabeza que hacía sin mover los ojos. No sé si dijo encantado o mucho gusto, da igual… Me miraba.
Lo hice todo mal. Me turbé. Reí como una boba. Dije algo acerca de lo mucho que le admiraba, y encima lo repetí varias veces.
Pero también hice bien una cosa. Miré atrás. Harry dijo que debíamos salir ya para no molestarle en exceso y, como la puerta estaba abierta, hacia allí que me fui… Harry me había prometido, además, entradas para el día siguiente, para asistir al concierto de piano de Leo, encima tenía que arreglar lo de los periódicos, las crónicas, todo eso, así que…
-¿Hay alguna razón por la que deba usted irse tan aprisa, miss Endicott? -me preguntó entonces Leo.
No había ninguna razón, le respondí. Así que quien se fue a hacer lo que tenía que hacer fue Harry, como el buen samaritano que era, y me quedé a charlar un rato con Leo Winston.
No recuerdo de qué hablamos. Es sólo en los cuentos donde la gente puede recordar conversaciones mantenidas mucho tiempo atrás, pura verborrea; es sólo en los cuentos donde la gente observa con total corrección las reglas de la gramática cuando refiere historias de mucho tiempo atrás, aunque sean una pura verborrea.
Sí, me quedé con que su nombre real era el de Leo Weinstein… Y que tenía treinta y un años… Y que estaba soltero… Y que le encantaban los gatos siameses… Y que una vez se había roto una pierna, esquiando en Saranac. Y que le gustaba beberse un Manhattan con vermut seco.
Fue entonces después de eso cuando comencé a hablar de mí misma… Luego (creo que podía leer en mis ojos más cosas de las que le dije) me preguntó si quería conocer a Mr. Steinway.
Dije que sí, claro. Y fuimos a otra habitación, separada por puertas corredizas. Allí estaba Mr. Steinway, todo negro y reluciente, sonriendo con sus dieciocho dientes.
-¿Le gustaría que Mr. Steinway tocara algo para usted? -me preguntó Leo.
Asentí, sintiendo que me subía un calor debido, sin duda, a los dos Manhattans que ya me había tomado acompañando a Leo; puede que fuese aquel calor de la inspiración del que hablaba él; no me había sentido así de bien desde que tenía trece años y estaba enamorada de Bill Prentice, aquel día en que me preguntó si quería verlo dar volatines.
Así que Leo se sentó y acarició a Mr. Steinway igual que acariciaba yo a Angkor, mi gatita siamesa. Y tocaron para mí. Tocaron la Appassionata y algunas cosas más de El Pájaro de Fuego, y cierta rareza exquisita de Prokofieff, y alguna cosa de los Scott, Cyril y Raymond… Supongo que Leo quiso demostrarme su versatilidad, o quizá aquel repertorio fue cosa de Mr. Steinway… En cualquier caso, quedé encantada y lo expresé enfáticamente.
-Me alegra mucho que aprecie usted como es debido a Mr. Setinway -dijo Leo-. Es muy sensible; comprenderá usted que sea para mí tan importante como un miembro de la familia; lleva conmigo mucho tiempo, unos once años… Fue un regalo de mi madre cuando debuté en el Carnegie.
Leo se levantó del piano para sentarse junto a mí; mientras tocaba me había sentado frente a él, de forma que podía verle los ojos. Acarició a Mr. Steinway y le dijo:
-Es hora de que te vayas a descansar un rato, antes de que vengan a buscarte.
-¿Qué ocurre? -pregunté-. ¿Está enfermo Mr. Steinway?
-No exactamente -dijo Leo, que no parecía asustado sino vital, lleno de energía hasta tal punto que me pregunto cómo podía haberme parecido muerto cuando lo vi descansando-. Quiero que esté esta noche en la sala de conciertos, mañana tocará conmigo… ¿Irá usted a vernos?
La única respuesta que se me ocurrió fue “estás loco, muchacho”, pero me reprimí. Aunque no me resultaba fácil reprimirme cuando estaba con Leo… Mucho menos cuando me miraba como en ese momento, con sus ojos hambrientos, repasando la tapa del piano con sus dedos, como antes había acariciado las teclas.
Creo que me he expresado claramente, no hace falta que diga nada más.
Cierto que fui más que clara la noche siguiente. Salimos, tras el concierto, Harry y su esposa, Leo y yo… Y pronto nos quedamos solos Leo y yo, y fuimos a su apartamento, y en aquel salón no había más luz que la de una vela, y ni siquiera estaba allí Mr. Steinway, con lo que el apartamento parecía vacío, él que era el dueño y señor de aquellas habitaciones. Contemplamos las estrellas sobre Central Park y luego nos miramos el reflejo que hacían en nuestras pupilas. No voy a compartir con nadie lo que nos dijimos y lo que hicimos.
Al día siguiente, después de leer los periódicos, salimos a dar un paseo por Central Park. Leo tenía que esperar a que le llevasen a Mr. Steinway al apartamento; se estaba muy bien en el parque a esas horas. Serán millones los que se hayan sentido tan a gusto como yo en el parque, a esas horas; pasear por Central Park en mayo y temprano es como poseerlo enteramente, sus árboles, los rayos del sol que lo bañan, tu propia risa que asciende despacio henchida de gozo por cada latido con que el corazón acoge y celebra cada momento de éxtasis. Pero…
-Creo que estarán a punto de llegar -dijo Leo echando un vistazo a su reloj-. Tengo que estar en el apartamento cuando lo traigan… Mr. Steinway es muy delicado.
Le tomé la mano.
-Vamos -dije.
Lo vi compungido. Era la primera vez que lo veía triste, cosa que me sorprendió, no me cuadraba con su carácter.
-Quizá sea mejor que no subas al apartamento, Dorothy -me dijo-. Tengo algo que hacer ahí arriba; tengo que ensayar un poco… No olvides que el próximo viernes toco en Boston, lo que quiere decir que debo ensayar al menos cuatro horas diarias. Mr. Steinway y yo nos hemos propuesto hacer un programa realmente difícil. Queremos interpretar el Concerto de Ravel, con la Sinfónica de Boston, y a Mr. Steinway se le atraganta un poco Ravel… Además, tiene que salir de viaje entes que yo, el miércoles, con lo que no disponemos de mucho tiempo para ensayar.
-¿Te llevas el piano a todas partes cuando estás de gira?
-Claro; desde que me lo regaló mi madre no toco en otro piano que no sea Mr. Steinway… Creo que a Mr. Steinway se le rompería el corazón si lo hiciera.
El corazón de Mr. Steinway…
Tenía un rival, por lo que parecía… Y me reí; ambos nos reímos de eso, y caminamos juntos hasta el edificio de apartamentos, él para subir al suyo y ensayar, yo para volver a casa desde allí… Y para dormir un rato y acaso soñar…
Le llamé por teléfono hacia las cinco de la tarde. No hubo respuesta. Esperé media hora y volví a marcar. Nada. Me monté en una especie de nube rosa, lo que viene a ser como decir que tomé un taxi, y floté hacia su apartamento.
Como de costumbre, una costumbre que tenía de su madre, que siempre dejaba las puertas de su casa abiertas, Leo no había cerrado con llave la suya. Así que pretendía aprovecharme de tal circunstancia para sorprenderle. Lo imaginé tocando, ensayando, inclinado con fervor sobre las teclas, absorto en su trabajo. Pero Mr. Setinway estaba mudo y la puerta corrediza de la habitación contigua sí que estaba cerrada… Miré a mi alrededor y me llevé un susto.
Leo estaba muerto otra vez.
Allí estaba, tirado en el sofá, con una palidez que se me antojó fosforescente en la penumbra. Tenía los ojos cerrados, tenía igualmente cerradas las orejas, su corazón parecía haberse cerrado definitivamente… Hasta que me incliné sobre él y besé sus labios con los míos, que ardían.
-¡Dorothy!
-El bello durmiente -le dije acariciando su cabello-. ¿Qué te ocurre, cariño? Pareces cansado, ¿has trabajado mucho? No quiero molestarte, teniendo en cuenta que…
Volvió a compungirse de nuevo.
-Perdona, quizá no debí despertarte -dije, y al momento me di cuenta de que aquello parecía una frase de serie B, pero qué importaba, era también una situación de película de serie B: el joven y brillante concertista de piano debatiéndose entre el amor y su carrera, interrumpido en su ensayo por una dulce muchachita…
Sí, estaba compungido; se frotó los ojos, se incorporó en el sofá, me tomó de los hombros como si la cámara se aprestase a recogernos en un primer plano y dijo:
-Doroty, hay algo de lo que tenemos que hablar.
Ahí estaba la parte de diálogo que faltaba, me dije… El discurso sobre qué ha de ir en primer lugar, si el arte o el amor; el discurso acerca de que el trabajo y el amor casan mal, no deben mezclarse… ni siquiera tras una noche tan gloriosa como lo fue la nuestra. Imaginé todo eso; me lo guionicé de golpe. Habia pergeñado unas perfectas líneas de diálogo, pero quedé a la espera de lo que me dijese.
Y habló, en efecto.
-Dorothy, ¿qué opinas acerca de la Ciencia Solar?
-Nunca he oído nada al respecto -respondí asombrada.
-No me extraña, no es algo precisamente popular; la parapsicología no tiene mucha aceptación… Pero es real, créelo… Quizá deba explicártelo todo desde el comienzo, así me comprenderás.
Y empezó a explicarse desde el principio, e hice cuanto me era posible por entenderle. Debió de hablar durante una hora y pico, sin que yo lo interrumpiera, pero la vedad es que de todo aquello que dijo me quedé con muy poco.
Era su madre quien estaba realmente interesada en la Ciencia Solar. Por lo que me pareció, las bases de dicha ciencia eran idénticas a las del yoga, o quizá a las de alguna de esas otras cosas que hay ahora que hablan de la salud mental a través de nuevos sistemas de pensamiento y todo eso, algo así… Su madre había muerto cuatro años atrás y desde entonces Leo se había interesado por esa historieta… Deduje que el estado de trance era algo fundamental en el sistema del que me hablaba, de ahí que se interesara más que nada en la concentración, en el entrenamiento para la mayor concentración y lograr a través de ella un estado de autocontrol perfecto… Según parecía, de acuerdo con los puntos básicos de la Ciencia Solar, a través de la concentración se podía acceder a un estado de anulación práctica de la vida, premisa indispensable para que uno pueda comunicarse en profundidad con los órganos de su cuerpo, hasta con las células, hasta con la estructura molecular atómica del organismo… Todo, porque cada molécula, por lo que parecía, posee una capacidad de vibración, lo que supone una frecuencia, que tiene vida autónoma. Así, la personalidad es un todo integral e integrador, algo por el estilo, que propicia la armonía a través de la cual puede establecerse la comunicación más verdadera.
Leo ensayaba con Mr. Steinway cuatro horas diarias. Y dedicaba otras dos horas a perfeccionar su entrenamiento según los presupuestos de la Ciencia Solar y las tesis del autocontrol. La verdad es que le admiraba. Por su manera de interpretar al piano. Por su carácter relajado. Por su serenidad… Pero en su largo discurso había aludido también a otro tiempo… ¿Qué podía pensar de eso?
¿Qué pensé de todo eso?
Honestamente, debo decir que nada… Admito que soy, como casi todo el mundo, de esas personas que oyen mucho pero escuchan poco, sobre todo cuando les hablan de percepciones extrasensoriales, telepatía, telequinesia y qué sé yo cuántas cosas más… Y admito igualmente que siempre había asociado todo eso, más que con los científicos, con los charlatanes y los cómicos, y con algunas viejas locas que echan las cartas y visten de manera estrafalaria.
Pero resultaba del todo diferente oír hablar a Leo de algo así, percibir la intensidad de sus convicciones, oírle decir con ardorosa fe que la meditación y el autocontrol eran justo lo que había preservado su salud mental después de la muerte de su madre.
Dije que le comprendía perfectamente; y que nunca me interpondría en sus esquemas de vida, y que todo lo que deseaba, sin más, era estar con él y atenderle en cualquier circunstancia y en todo momento en que precisara de mí, pues sólo quería ocupar un cierto lugar en su existencia. Lo dije así porque lo creía.
Lo creía incluso cuando apenas podía verle más de un ahora cada noche, antes de aquel concierto en Boston. Hice algunas intervenciones en televisión -Harry me había apalabrado varias audiciones, pero el cliente pospuso la emisión de las mismas hasta finales de mes- y eso me ayudó a pasar el tiempo.
Bien, fui a Boston, para asistir al concierto de Leo, que estuvo magnífico, imponente; regresamos juntos a Nueva York, sin hablar nada de la Ciencia Solar durante el viaje. En realidad no hablamos de nada, salvo de nosotros mismos.
Pero el domingo por la mañana fuimos tres de nuevo. Llegó Mr. Steinway.
Volví entonces a mi apartamento y allí estuve hasta después de almorzar. Salí a dar un paseo por Central Park, inmenso bajo el sol, y debo admitir que estaba tan radiante como el parque.
Estaba radiante, sí, hasta que subí al apartamento de Leo y oí a Mr. Steinway haciendo escalas, golpear varias notas, y tremolar a veces de manera excesivamente aguda… Pedí a Leo que descansara un poco.
De nuevo pareció compungido. Me pareció que dudaba entonces de su talento, como si no encontrase la manera de hacer una entrada deslumbrante.
-No te esperaba tan pronto -me dijo-. Estoy ensayando algo nuevo.
-Ya lo… oigo… ¿Y el resto?
-No pensemos en eso ahora… ¿Quieres que salgamos?
Lo dijo como si no hubiera reparado en mis zapatos nuevos, en el vestido que me había puesto, en mi sombrero también nuevo que había comprado en Mr. John precisamente para sorprenderle…
-No. La verdad es que lamento haberte interrumpido, cariño -le dije-. Sigue ensayando.
Leo agitó la cabeza en sentido negativo. No apartaba la vista de Mr. Steinway.
-¿Te molesta que esté aquí mientras ensayas? -pregunté.
Leo no levantó la vista.
-Será mejor que me vaya -dije.
-Sí, por favor -dijo Leo-. No es por mí, sino por Mr. Steinway; creo que no le gusta que estés aquí mientras ensaya.
No había más que decir. No había más que hacer.
-Espera un minuto -dije, sin embargo, fría y distante, si es que un enfado puede serlo-. ¿Esto tiene algo que ver con tu Ciencia Solar y pretendes decirme que Mr. Steinway es un ente vivo? Admito que no soy muy imaginativa, admito que quizá no me halle en posesión de ciertas percepciones, y que por eso puede que sea incapaz de compartir algunas cosas contigo… Pero me resulta difícil imaginar que Mr. Setinway tenga vida propia… Por lo que veo, por lo que aparentan los simples hechos, la realidad, no se trata más que de un piano… No creo que se le pueda comparar conmigo, por ejemplo.
-Dorotyh, por favor…
-¡Nada de por favor, Dorothy! Dorothy no dirá una sola palabra más en presencia de tu… íncubo, o lo que sea este piano… No quiero dar a Mr. Steinway la ocasión de que me responda como supondrá que me lo merezco. Por mi parte, puedes decirle a Mr. Steinway que se vaya a la…
El caso fue que me sacó del apartamento, me llevo al parque, paseamos al sol, me estrechó entre sus brazos. Todo estaba en paz allí; su voz era suave; cantaban los pájaros de tal manera que se me hacía un nudo en la garganta.
-La verdad es que tenías razón en lo que dijiste antes, cariño -me soltó Leo de repente-. Sé bien que resulta difícil entender ciertas cosas si no se conoce la Ciencia Solar y si no se está familiarizado con los fenómenos hiperquinésicos… Pero te aseguro que Mr. Steinway tiene vida propia, al menos en un sentido. Puedo comunicarme estrechamente con él y él se comunica igual de estrechamente conmigo.
-¿Quieres decir que le hablas, y que él también lo hace?
Se echó a reír de manera que me impacientó.
-Claro que no… Me refiero a una especie de comunicación vibrátil… Te aseguro que no soy un experto, pero te aseguro igualmente que hablo de ciencia, no de imaginación. ¿Alguna vez te has parado a pensar qué es un piano? Es una muy complicada urdimbre de sustancias materiales, el resultado de una operación perfectamente calculada para obtener un instrumento realmente único… Es, en cierto modo, algo comparable a la creación de una inteligencia artificial, una especie de robot musical. Para empezar, se puede hacer un piano con hasta doce clases distintas de madera, maderas de diferentes edades y condiciones. Hay pianos, pues, muy especiales, sensibles como animales; hay pianos en los que se combinan materiales tan nobles como la madera más delicada, el marfil, metales puros… Una combinación de elementos extraordinariamente compleja para lograr el todo armónico. Y cada una de esas materias nobles posee su propia vibración, que va construyendo con las demás la estructura vibrátil que le da su carácter último al piano… Una vibración que puede sentirse, llegarte muy hondo, estremecerte y revelarte secretos.
Lo escuchaba atentamente porque deseaba hallar sentido a todo lo que me decía; tenía que ver que todo era perfectamente normal, que no decía cosas propias de la insania. Y quería creer en lo que me decía, porque era Leo quien me lo decía.
-Una cosa más -anunció-, creo que lo más importante de todo es… Cuando se produce esa vibración que es un todo, las estructuras electrónicas se alteran. Se da entonces una secuencia que se graba en la estructura celular, impregnándola. Así, en el caso de que registres en una grabación partes distintas de una misma pieza, registradas a distintas velocidades, si las oyes después en dicha secuencia, descubrirás diferentes mensajes que constituyen, sin embargo, el todo armónico. Puede que no entiendas esos mensajes por separado, pero en la secuencia lógica de su escucha descubres perfectamente lo que te digo… Es así como podemos comunicarnos, mediante la vibración, con una vida que desde luego no es humana y de la que por lo general creemos que ni tiene pensamiento ni tiene sentimiento. En tanto los humanos desarrollamos nuestra mente a través del criterio, despreciamos otras formas de inteligencia y, por lo tanto, de vida. No podemos saber cuán inteligentes son, precisamente porque la mayor parte de nosotros, los humanos, ni siquiera nos detenemos un momento a considerar que las rocas y los árboles, cualquiera de las cosas materiales que contiene el universo, piensen, registren, comuniquen.. aunque en su propio nivel, claro… Eso es lo que me ha enseñado la Ciencia Solar; y es de ahí de donde obtuve el método para comprender esas otras manifestaciones de la inteligencia y comunicarme con ellas. Ya sé que no es fácil, cómo no voy a saberlo… Pero a través del autocontrol y del autoconocimiento que te procura la meditación he llegado a sentir, más que entender, esas manifestaciones vibrátiles de dicha inteligencia no precisamente humana. Es lógico, pues, que Mr. Steinway, que forma parte de mi vida, que es parte de mí mismo, en realidad, sea un sujeto propicio para experimentar lógicamente esas vías de comunicación. Creo que he tenido éxito en mis experimentos, aunque sólo parcialmente. Debo profundizar aún mucho más en mi comunicación con Mr. Steinway, y sé que no hay sólo una manera de hacerlo. ¿Recuerdas lo que dice la Biblia a propósito de predicar ante las piedras? Pues así es, eso es literalmente cierto.
Por supuesto que habló más, mucho más, y que dijo muchas, muchísimas palabras distintas. Pero conseguí quedarme con la idea. Me quedé muy bien con la idea. Leo no era del todo racional.
-Existe igualmente, cariño, un ente funcional -siguió diciendo-. Mr. Steinway tiene personalidad propia, una personalidad que además se desarrolla día a día gracias a mi capacidad, al menos en cierto grado, de comunicarme con él según sus propios códigos íntimos. Cuando ensayo, también lo hace Mr. Steinway. Cuando interpreto, también interpreta Mr. Steinway. En cierto sentido, Mr. Steinway, me atrevo a decirlo así, es quien toca; yo quizá sólo sea el mecanismo que dispara dicha operación. Sé que todo esto te parecerá increíble, Dorothy, pero no soy un imbécil que se inventa imbecilidades a propósito de Mr. Steinway cuando digo que hay cosas que no puede interpretar. Hay salas de concierto que no le gustan nada, te lo aseguro; y hay ciertas escalas que le desagradan profundamente, si pulso las teclas para hacerlas… Mr. Steinway es un artista temperamental, créeme… Pero es el mas grande. Y tengo que respetar, por ello, su individualidad y su talento… Dame la oportunidad, cariño, de intentar comunicarte con él; así sabremos qué lugar ocupas en nuestras vidas. Creo que Mr. Steinway podría llegar a sentir celos de ti, no sería tan raro, ¿no? Deja que Mr. Steinway perciba tus vibraciones como las siento yo, inténtalo al menos, dame esa oportunidad… Y no pienses que estoy loco, por favor. No es una alucinación, créeme. Confía en mí.
Hablé con determinación.
-De acuerdo, Leo. Te creo y confío en ti… Pero todo eso de lo que hablas es cosa tuya… Creo que no debemos volver a vernos hasta que… te pongas de acuerdo contigo mismo en algunas cosas.
Los finos tacones de mis zapatos golpeaban con fuerza el suelo. No intentó detenerme, si siquiera salió tras de mí. Una nube tapó el sol momentáneamente, volviéndolo turbio, incluso sucio. Turbio y sucio…
Fui a ver a Harry, por supuesto. No en vano también era el representante de Leo y debía, por ello, de conocerle bien. Pero la verdad es que apenas le conocía. Me di cuenta enseguida, por lo que evité cuidadosamente hacerle ciertos comentarios. Para Harry, Leo era una persona absolutamente normal…
-Salvo, ya sabes, con lo de su madre… La muerte de la vieja dama le dejó bastante hecho polvo, y ya sabes la importancia que tienen la madres de los artistas en el mundo del espectáculo… La vieja cuidó de todos los aspectos relacionados con los conciertos de su hijo durante muchos años, se preocupó de que no le faltase nada de lo que necesitaba para dedicarse sólo a tocar el piano… Pero creo que ya superó el trauma que le supuso la muerte de su madre, me parece que está bien… Leo es un gran tipo. Un tipo sensible… El año que viene hará una gira por Europa.. Allí creen que Salomon es mucho mejor que él, pero espera a que le oigan tocar en directo y verás…
Eso fue todo lo que conseguí de Harry, no era mucho. ¿O sí lo fue?
Fue suficiente, al menos, para darme en qué pensar mientras volvía a pie a mi apartamento. Pensaba en Leo Weinstein, claro, en el pianista que había sido un niño prodigio y aque ahora era un hombre prodigioso… Y pensaba también en su queridísima madre. Ella le había dado toda la protección, había velado por él, había cuidado de su arte, de que nada le faltara para que sólo tuviera que dedicarse al piano, había regulado uno a uno todos los detalles de la existencia de su hijo, de modo que dependiera por completo de ella. Y le había regalado a Mr. Setinway, por ser un buen chico.
Leo se hundió al morir ella. No me resultaba difícil imaginármelo entonces… Para recuperarse, hubo de unirse estrechamente al regalo que le había hecho su madre. Mr. Steinway estuvo allí para salvarle, Mr. Steinway ocupó el lugar de su madre. Mr. Steinway, desde luego, era mucho más que un piano, pero no por lo que Leo decía que lo era… Mr. Steinway era en realidad su madre. Una prolongación del complejo de Edipo, ¿no llaman así a eso?
Ahora todo estaba sometido al patrón correcto. Leo, yaciente en el sofá, semejando estar muerto, volvía al útero materno, por así decirlo. Leo, al comunicarse con las vibraciones de aquel objeto inanimado, no intentaba sino mantenerse en contacto con su madre a través de la tumba.
Así eran las cosas, no había nada que hacer, salvo aceptar o no la situación… Una especie de cordón umbilical de plata que lo unía con su madre, o con el piano… Al final el cordón formaba un nudo gordiano ante el que me sentía inerme.
Llegué a mi apartamento justo cuando tomaba mi decisión. Leo saldría de mi vida, salvo que…
Me estaba esperando en el portal.
Naturalmente, traté de mantener la frialdad, traté de ser lógica y proceder en consecuencia. Difícil hacerlo, en cualquier caso, cuando alguien te abraza y te besa, y te dice que eres lo único para él, y te promete que todo cambiará a partir de ahora, y que no puede vivir sin ti… Todo eso me dijo y sentí que era verdad. Y lo dijo además cuando el día ya declinaba y apuntaban las estrellas en el cielo, esplendorosas.
Debo ser muy concreta y exacta ahora. Es preciso que lo sea… Tengo que contar las cosas que sucedieron al día siguiente tal y como en verdad sucedieron cuando fui a su apartamento, a primera hora de la tarde.
La puerta estaba cerrada sin llave, como siempre, y entré. Era como entrar en mi casa. Hasta que vi que la puerta de la habitación contigua estaba cerrada, hasta que oí la música… Leo y Mr. Steinway estaban ensayando.
He dicho música, pero no lo era. En realidad eran voces humanas angustiadas, debatiéndose en una comunicación normal. Todo lo que puedo decir es que la música aparente del piano me llegaba, me poseía como una vibración, y empecé a comprender entonces algo de lo que Leo me había dicho.
Oí algo así, y lo sentí, como el barrito de los elefantes, como el rumor del viento en la noche, como el roce de las hojas y las ramas, como el choque de los aceros, como el graznido de las aves, como el tormento de las cuerdas de un instrumento cuando se rompen… Eran voces que no hablaban, era la animación de lo inanimado… Era Mr. Steinway perfectamente vivo.
Entonces abrí las puertas correderas y todo aquello cesó de golpe. Allí estaba Mr. Steinway solo.
Sí, estaba solo; tan cierto como vi el fondo de la habitación, sentado, a Leo con cara de muerto.
No había tenido tiempo de correr hasta el extremo de la habitación y sentarse, al percatarse de que yo abría la puerta. Eso era tan cierto como que no había compuesto él ese extraño allegro que tocaba Mr. Steinway cuando entré en el apartamento.
Me acerqué a Leo y lo agité. Volvió a la vida, una vez más. Y me eché en sus brazos, llorando, y le dije lo que acaba de oír.
-¿Lo ves? -me dijo-. Mr. Steinway tiene vida propia, sabía que lo entenderías al fin. Puede comunicarse. Tiene una personalidad perfectamente integrada… Al fin y al cabo, la comunicación siempre es cosa de dos. Mr. Steinway puede tomar de mí la energía que necesite. Cuando me ausento, cobra fuerza de esa energía que me toma, ¿lo ves?
Lo había visto, era cierto. E intentaba apartar de mí todo aquello, porque me aterrorizaba. Intenté igualmente que no me temblase la voz al hablar.
-Ven a la otra habitación, Leo, deprisa… Y no hagas preguntas.
No quería preguntas porque no quería decirle que me daba miedo hablar en presencia de Mr. Steinway. Podía oírlo todo. Y además estaba celoso.
Era lógico, por eso, que no quisiera que Mr. Steinway oyese lo que tenía que decirle a Leo.
-Tienes que apartarte de él, me da igual si tiene vida propia o si es que nos hemos vuelto locos los dos… Lo importante es que te apartes de él cuanto antes, ahora mismo. Vete… Vayámonos juntos.
Asintió, pero no me bastaba con que lo hiciera.
-¡Escúchame, Leo! Sólo te lo preguntaré una vez y tienes que responderme… ¿Quieres irte conmigo hoy mismo, ahora mismo? Si es así, haz la maleta, te espero en mi apartamento dentro de un ahora. Llamaré por teléfono a Harry y le diré cualquier cosa, ya se me ocurrirá algo… No disponemos de mucho tiempo. Sé bien que no tenemos tiempo que perder.
Leo me miraba y su cara parecía la de un muerto. Suspiré profundamente, temiendo que en cualquier momento se dejara sentir en la habitación de al lado aquella música… Entonces se clavaron sus ojos en los míos, y le volvió el color a las mejillas, y me sonrió, sonreímos los dos.
-Me reuniré contigo en veinte minutos, voy a hacer la maleta -dijo.
Me fui de allí rápido, tratando de mantener el control. Lo hice en la calle, hasta que reparé en la vibración de mis tacones… Y entonces sentí también la vibración del pavimento, y la vibración de las ondas telefónicas en el viento, y la de las luces de los semáforos… Una sensación del sonido más allá de los sonidos… Me poseían los sonidos de la ciudad, en terrible amalgama vibrátil. El asfalto era agónico y el cemento era melancólico. Y los árboles emitían un lamento tortuoso; y la vibración de un trozo de tela se multiplicaba en ondas de sonido que semejaban una marea devastadora. Me sentía envuelta por aquellas olas que me amenazaban con la pulsión de su vida.
Nada parecía distinto y a la vez había cambiado todo. El mundo estaba vivo. Las cosas estaban vivas. Por primera vez tuve esa sensación, que todo tenía vida propia; una sensación, además, de que las cosas pugnaban por sobrevivir. Y estaban vivos mis pasos en el portal del edificio de mi apartamento; y la balaustrada de la escalera era como una serpiente marrón, y la llave parecía lamentarse al entrar en la cerradura, y esta al penetrar en ella la lleve, y la cama se estremeció en un lamento cuando le puse encima la maleta para llenarla con mis cosas, y la ropa protestó igualmente cuando la metí allí bien prieta. Y el espejo temblaba con ondas de plata, y la barra de labios se quejó cuando la deslicé sobre mis labios, y no podría volver a comer nunca más, nunca más, porque entonces…
Pero me sobrepuse, hice lo que tenía que hacer. Eché un vistazo a mi reloj, concentrándome sólo en su tic-tac, sin pensar en que aquello era un lamento acerado, tratando de ver únicamente la hora y no las manecillas como brazos suplicantes en mitad del tormento.
Veinte minutos.
Pero ya habían pasado cuarenta minutos. Y aún no había telefoneado a Harry para decirle cualquier cosa (allí estaba el teléfono negro, su boca de baquelita, ocultos aquellos hilos que provocaban ondas en el aire). No le había llamado porque aún no había llegado Leo.
Me era tan necesario salir a la calle como la carne lo es para un oso, más aún… Y lo hice, imbuida de la sinfonía de sonidos vibrátiles a la que intentaba mantenerme ajena, para dirigirme al apartamento de Leo. Entré. Todo estaba oscuro.
Todo estaba oscuro,menos la dentadura de Mr. Steinway. Sus patas estaban húmedas. Me di cuenta de ello porque inopinadamente Mr. Steinway empezó a deslizarse lentamente hacia mí, a través de la habitación, mientras sonaba como antes y me decía mira, mira al suelo… Y allí vi tirado a Leo, muerto, realmente muerto esta vez. Mr. Steinway se había alzado al fin con el poder, con todo el poder. Con el poder de tocar como, cuando y lo que quisiera. Con el poder de vivir, con el poder de matar.
Sí, es verdad… Yo abrí la lata, y vertí el líquido inflamable, y encendí la llama; yo pegué fuego al piano para acabar de una vez por todas con aquella vibración, para callar de una vez por todas la voz de Mr. Steinway y el rechinar de sus dieciocho dientes. Yo prendí aquel fuego. Lo admito. Y admito que maté a Mr. Steinway. Claro que lo admito.
Pero yo no maté a Leo.
¿Por qué no les pregunta a ellos? Están un poco quemados, pero pueden responderles… Pregunten al sofá. Pregunten a la manta. Pregunten a los cuadros que hay en las paredes… Ellos les dirán qué pasó realmente. Ellos saben que soy inocente.
Háganlo; todo lo que tienen que demostrar es un poco de sensibilidad
para comunicase con las ondas vibrátiles. Eso es precisamente lo que
hago yo, ¿lo ven? Oigo y entiendo todo lo que dicen, incluso en esta
habitación… Puedo entender a la celda, a las paredes, a las
puertas, a los barrotes… No tengo más que decir. Si ustedes no me
creen, si no quieren ayudarme, váyanse… Déjenme tranquila
escuchando. Escuchando a los barrotes...
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