Y mientras los herrajes de los guardias de la puerta se estremecían y retumbaban sus sonoras armas, el rey les preguntó con voz grave.
-¿Quién osa turbarme a las horas en que estoy entre mis sacerdotes, mis bufones y mis mujeres?
Y, temblando, los guardias repondieron:
-Rey muy imperioso, máscara de oro, es un hombre miserable, vestido con una larga túnica; perece uno de esos mendigos piadosos que vagan por la comarca, y lleva la cara descubierta.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey.
Entonces, el sacerdote que llevaba la máscara más grave se volvió hacia el trono y se inclinó:
-¡Oh, rey! -dijo-, los oráculos han predicho que no es bueno para tu estirpe ver el rostro de los hombres.
Y el bufón cuya máscara estaba rasgada por la más amplia de las risas volvió la espalda al trono y se inclinó:
-¡Oh, mendigo! -dijo-, al que todavía no he visto, sin duda tú eres más rey que el rey de la máscara de oro, puesto que a él le está prohibido mirarte.
Y la mujer cuya falsa cara tenía el vello más sedoso juntó sus manos, las separó y las curvó como para asir los vasos de los sacrificios. Y el rey, inclinando sus ojos hacia ella, temía la revelación de un rostro deconocido.
Luego un mal deseo reptó hasta su corazón.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey de la máscara de oro.
Y entre el estremecido bosque de picas, entre las que brotaban las hojas de las espadas como hojas resplandecientes de acero, salpicadas de oro verde y de oro rojo, un anciano de barba blanca erizada avanzó hasta el pie del trono, y alzó hacia el rey una cara desnuda donde temblaban unos ojos inciertos.
-Habla -dijo el rey.
El mendigo replicó con voz fuerte:
-Si quien me dirige la palabra el el hombre enmascarado de oro, responderé sin duda; y creo que es él. ¿Quién osaría elevar la voz en su presencia? Pero no puedo asegurarme con la vista (porque soy ciego). Sin embargo, sé que en esta sala hay mujeres, por el roce delicado de sus manos en los hombros; y hay bufones, porque oigo risas; y hay sacerdotes, porque cuchichean de forma grave. Pero lo hombres de esta tierra me han dicho que estabais enmascarados; y tú, rey de la máscara de oro, último de tu estirpe, nunca has contemplado rostros de carne. Ecucha: eres rey y no conoces a las gentes. Los que están a mi izquierda son los bufones (les oigo reír), los que están a mi derecha son los sacerdotes (les oigo llorar); percibo con preocupación que los músculos de las caras de estas mujeres están geticulando.
Y el rey se volvió hacia aquellos que el mendigo llamaba bufones, y su mirada se topó con las máscaras negras de preocupación; y se volvió hacia los que el mendigo llamaba sacerdotes, y su mirada se topó con las máscaras francas de risa de los bufones; y bajó los ojos hacia la media luna de sus mujeres sentadas, y sus rostros le parecieron bellos.
-Mientes, hombre extranjero -dijo el rey-; y eres tú el que ríe, el que llora, el que gesticual; pues tu horrible rostro, incapaz de fijeza, fue hecho móvil para disimular. Los que tú has designado como bufones son mis sacerdotes, y los que has designado como sacerdotes son mis bufones. ¿Y cómo podrías tú juzgar, tú, cuyo rostro se pliega a cada palabra, la belleza inmutable de mis mujeres?
-Ni de ésta ni de la tuya -dijo el mendigo en voz baja-, pues no puedo saber nada porque estoy ciego, y tampoco tú sabes nada ni de los demás ni de tu persona. Pero soy superior a ti en esto: sé que no sé nada. Y puedo hacer conjeturas. Porque quizá los que te parecen bufones lloran bajo su áscar; y es posible que los que te parecen sacerdotes tengan su verdadero rostro desencajado por la alegría de engañarte; e ignoras si las mejillas de tus mujeres son de color ceniza bajo la seda. Y quién sabe si tú mismo, rey enmascarado de oro, no eres horrible a pesar de tus galas.
Entonces el bufón que tenía la boca más ancha hendida de alegría lanzó una risa sardónica semejante a un sollozo; y el sacerdote que tenía la frente más sombría dijo una súplica parecida a una risa nerviosa, y todas las máscaras de las mujeres se estremecieron.
Y el rey de la cara de oro hizo una señal. Y los guardias agarraron por los hombros al viejo de la cara desnuda y lo arrojaron por la gran puerta de la sala.
Transcurrió la noche, y el rey estuvo inquieto durante el sueño. Y por al mañana vagó por su palacio, pues un deseo malvado había reptado por su corazón. Pero ni en los dormitorios, ni en la alta sala embaldosada de los festines, ni en las salas pintadas y adornadas de las fiestas encontró lo que buscaba. En toda la extensión de la residencia real no había un solo espejo. Así lo habían acordado la orden de los oráculos y la ordenanza de los sacerdotes desde hacía largos años.
El rey no se divirtió en su negro trono con los bufones, ni escuchó a los sacerdotes, ni miró a sus mujeres: porque pensaba en su rostro.
Cuando el sol poniente lazó hacia las ventas del palacio la luz de sus ensangrentados metales, el rey abandonó la sala del brasero, apartó a los guardias, atravesó rápidamente los siete patios concéntricos cerrados con siete murallas resplandecientes, y salió furtivamente al campo por un portillo bajo.
Iba temblando, y sentía curiosidad. Sabía que encontraría otros rostros, y quizá el suyo. En el fondo de su alma quería estar seguro de su propia belleza. ¿Por qué aquel miserable mendigo había deslizado la duda en su pecho?
El rey de la máscara de oro llegó a los bosques que rodeaban el ribazo de un río. Los árboles estaban vestidos de cortezas pulidas y rutilantes. Había troncos deslumbrantes de blancura. El rey cortó algunos ramos, unos sangraban por el corte un poco de savia espumosa, y el interior permanecía veteado de manchas oscuras; otros revelaban mohos secretos y negras fisuras. La tierra estaba oscura y húmeda bajo la alfombra de varios colores de hierbas y florecillas. El rey dio vuelta con el pie a un grueso bloque veteado de azul cuyas laminillas resplandecían bajo los últimos rayos; y un sapo de buche desinflado escapó del escondijo fangoso con un sobresalto despavorido.
En la linde del bosque, sobre la corona del ribazo, el rey, surgiendo entre los árboles, se detuvo encantado. Había una muchacha sentada en la hierba; el rey veía sus cabellos trenzados en lo alto, su nuca graciosamente curvada, su ágil cintura que hacía ondular su cuerpo hasta los hombros, pues daba vueltas entre dos dedos de su mano izquierda a un huso muy repleto, y el extremo de un grueso copo se deshilaba junto a su mejilla.
Ellla se levantó deconcertada, dejó ver su rostro y, en su confusión, cogió entre sus labios las hebras del hilo a las que daba forma. Así, sus mejillas parecían cruzadas por un corte de matiz pálido.
Cuando el rey vio aquellos ojos negros agitados, y aquellas delicadas fosas nasales palpitantes, y aquel temblor de los labios, y aquella redondez del mentón que descendía hacia la garganta acariciada por luz rosa, se lanzó fuera de sí hacia la joven y cogió violentamente sus manos.
-Por primera vez querría -dijo- adorar una cara desnuda; querría quitarme esta máscara de oro, pues me separa del aire que besa tu piel; y los dos iríamos maravillados a mirarnos en el río.
La muchacha tocó sorprendida con la punta de los dedos las láminas metálicas de la máscara real. Pero el rey soltó impaciente los corchetes de oro; la máscara rodó por la hierba, y la muchacha, tapándose los ojos con las manos, lanzó un grito de horror.
Un instante después huía entre la sombra del bosque apretando contra su seno la rueca envuelta en cáñamo.
El grito de la joven resonó dolorosamente en el corazón del rey. Corrió por el ribazo, se inclinó hacia el agua del río, y de sus propios labios brotó un gemido ronco. En el momento en que el sol desaparecía detrás de las colinas oscuras y azules del horizonte acababa de percibir una cara blanquecina, tumefacta, cubierta de escamas, con la piel levantada por repugnantes hinchazones, y al punto conoció, gracias al recuerdo de los libros, que estaba leproso.
Como una amarilla mascara aérea, la luna subía por encima de los árboles. A veces se oía un batir de alas mojadas en medio de las cañas. Una estaela de bruma flotaba a lo largo del río. La reverberación del agua se prolongaba a gran distancia y se perdía en la profundidad azulada. Pájaros de cabeza escarlata arrugaban la corriente con círculos que se disipaban lentamente.
Y el rey, de pie, mantenía los brazos apartados de su cuerpo, como si le diera repugnancia tocarse.
Recogió la máscara y la colocó sobre el rostro. Como si caminara en sueños, se dirigió hacia palacio.
Golpeó el gong en la puerta de la primera muralla, y los guardias salieron en tumulto con sus antorchas. Iluminaron su faz de oro; y el rey tenía el corazón oprimido de angustia, pensando que los guardias veían sobre el metal escamas blancas. Y atravesó el patio bañado por la luna; y siete veces tuvo sobrecogido el corazón por la misma angustia en las siete puertas donde los guardias llevaron las antorchas rojas hacia su máscara de oro.
Mientras tanto, la pena crecía en su interior al mismo tiempo que la rabia, como una planta negra envuelta por una planta leonada. Los frutos sombríos y turbios de la pena y la rabia acudieron a sus labios, y él probó su amargo zumo.
Entró en palacio, y el guardia de su izquierda giró sobre la punta de un pie, con la otra pierna extendida, coronándose con un círculo luminoso de su sable, y el guardia de su derecha giró sobre la punta del otro pie, tras extender la pierna opuesta adornándose con una pirámide deslumbrante mediante rápidos torbellinos de su maza diamantina.
Y el rey no se acordó siquiera de que aquéllas eran las ceremonias nocturnas; pero pasó estremeciéndose por haber imaginado que los hombres de armas querían golpear o partir su horrible cabeza hinchada.
Los vestíbulos del palacio estaban desiertos. Algunas antorchas solitarias ardían muy bajas en sus argollas. Otras se habían apagado y lloraban frías lágrimas de resina.
El rey atravesó las salas de las fiestas donde los cojines bordados de tulipanes rojos y crisantemos amarillos áun estaban por el suelo, con mecedoras de marfil y sombríos asinteos de ébano con incrustaciones de estrellas de oro. Velos engomados y pintados con pájaros de patas irisadas y pico de plata colgaban del techo donde estaban empotradas fauces de animales en madera coloreada. Había candelabros de bronce verdoso hechos de una pieza y perforados por agujeros prodigiosos lacados en rojo por los que pasaba una mecha de seda cruda hasta el centro de arandelas llenas de un negro aceitoso. Había sillones largos, bajos y arqueados, en los que era imposible sentarse sin que la cintura se viera levantada, como llevada por unas manos. Había jarrones fundidos de metales casi transparentes, y que sonaban bajo el dedo de una manera aguda, como si estuvieran heridos.
En el extremo de la sala, el rey cogió un hachón de bronce que clavaba sus lenguas rojas en las tinieblas. Las gotitas llameantes de resina cayeron estremecidas sobre sus mangas de seda. Pero el rey no las vio. Se dirigió hacia una galería alta, oscura, donde la resina dejó un rastro perfumado. Allí, en las paredes cortadas por diagonales cruzadas, se veían unos retratos resplandecientes y misteriosos, pues las pinturas estaban enmascaradas y remataedas por tiaras. Sólo el retrato más antiguo, separado de los rostros, representaba a un joven pálido, de ojos dilatados por el espanto, con la parte inferior de la cara oculta bajo los ornamentos reales. El rey se detuvo ante ese retrato y lo iluminó levantando el hachón. Luego gimió y dijo: "¡Oh, tú, primero de mi estirpe, hermano mío, qué desdichados somos!". Y besó el retrato en los ojos.
Y ante el segundo rostro pintado, que estaba enmascarado, el rey detuvo y desgarró la tela de la máscara diciendo: "Esto es lo que había que hacer, padre mío, segundo de mi estirpe". Y de la misma manera fue desgarrando las máscaras de todos los demás reyes de su estirpe, hasta él mismo. Bajo las máscaras arrancadas se vio la desnudez oscura de la pared.
Luego llegó a las salas de los festines donde seguían puestas las relucientes mesas. Llevó el hachón por encima de su cabeza, y unas líneas purpúreas se precipitaron hacia los rincones. En el centro de las mesas había un trono con patas de león, sobre las que se desplomaba una piel moteada; la cristalería parecía apilada en las esquinas, con piezas de plata pulida y tapaderas caladas de oro ahumado. Algunos frascos reflejaban resplandores violetas; otros estaban chapados por dentro con delgadas láminas traslúcidas de metales preciosos. Como una terrible indicación de sangre, un destello del hachón hizo centellear una copa oblonga, tallada en granate, y en la que los coperos solían escanciar el vino de los reyes. Y la luz acarició también una cesta de plata trenzada donde estaban alineados panes redondos de sana corteza.
Y el rey atrafvesó las salas de los festines volviendo la cabeza. "¡No les ha dado vergüenza -dijo- morder bajo su máscara el revigorizante pan ni tocar el vino color sangre con sus labios blancos! ¿Dónde está aquel que, conociendo su mal, prohíbe los espejos en su casa? Está entre esos a los que he arrancado los falsos rostros: y he comido pan de su cesta, y he bebido el vino de su copa"...
Por una estrecha galería pavimentada de mosaico se llegaba a los dormitorios, y el rey se deslizó en ellos llevando delante de sí su antorcha sangrienta. Un guardia se adelantó, lleno de inquietud, y su cinturón de anchos anillos llameó sobre su blanca túnica; luego reconoció al rey por su faz de oro y se prosternó.
Una luz pálida iluminaba, desde una lámpara de bronce suspendida en el centro, una doble hilera de lechos mortuorios; las mantas de seda estaban tejidas con filamentos de viejos matices. Un caño de ónice dejaba correr monótonas gotas en un pilón de piedra pulida.
El rey contempló primero el aposento de los sacerdotes; y las máscaras graves de los hombres acostados eran semejantes durante el sueño y la inmovilidad. Y en el aposento de los bufones, la risa de su bocas dormidas tenía exactamente la misma amplitud. Y la inmutable belleza del rostro de las mujeres no se había alterado en el reposo; tenían los brazos cruzados sobre el pecho, o una mano bajo la cabeza, y no parecían preocuparse por su sonrisa, tan graciosa cuando la ignoraban.
En el fondo de la última sala se extendía un techo de bronce, con altorrelieves de mujeres inclinadas y flores gigantes. Los cojines amarillos conservaban la huella de un cuerpo agitado. Allí habría debido descansar, a esa hora de la noche, el rey de la máscara de oro; allí habían dormido durante años sus antepasados.
Y el rey apartó la cabeza de su lecho: "Han podido dormir -dijo- con ese secreto en su cara, y el sueño ha venido a besarlos en la frente, como a mí. Y no arrojaron su máscara al negro rostro del sueño, a fin de asustarlo para siempre. Y yo he rozado ese bronce, he tocado esos cojines donde en otro tiempo se dejaban caer los miembros de esos vergonzosos..."
Y el rey pasó a la cámara del brasero, donde la llama rosa y púrpura aún seguía danzando y lanzaba sus rápidos brazos sobre las paredes. Y dio en el gran gong de cobre un golpe tan sonoro que en todas las cosas metálicas de alrededor se produjo una vibración. Los guardias, asustados, se precipitaron medio desnudos, con sus hachas y sus bolas de acero erizadas de tachuelas, y aparecieron los sacerdotes, adormilados, llevando a rastras sus túnicas, y los bufones olvidaron todos los saltos de entrada sacramentales, y las mujeres asomaron en el hueco de las puertas su rostros sonrientes.
Entonces el rey subió a su trono negro y ordenó:
-He golpeado el gong a fin de reuniros apara una cosa importante. El mendigo ha dicho la verdad. Todos me engañáis aquí. Quitaos las máscaras.
Se oyó un estremecimiento de miembros, ropajes y armas. Luego, lentamente, los que estaban allí se decidieron y descubrieron sus caras.
Entonces el rey de la máscara de oro se volvió hacia los sacerdotes y examinó cincuenta gruesas caras risueñas con ojillos pegados por la somnolencia; y volviéndose hacia los bufones, observó cincuenta rostros macilentos surcados por la tristeza, con unos ojos sanguinolentos de insomnio; e, inclinándose hacia la media luna de sus mujeres sentadas, se rió burlón -porque sus rostros estaban llenos de aburrimiento y fealdad y cubiertos de estupidez-.
-Así me habéis engañado desde hace tantos años sobre vosotros mismo y sobre todo el mundo -dijo el rey-. Los que yo creía serios y me daban consejos sobre las cosas divinas y humanas son parecidos a odres hinchados de viento o de vino; y los que me divertían con su continua alegría estaban tristes hasta el fondo del corazón; y vuestra sonrisa de esfinge, oh, mujeres, ¡no significaba nada en absoluto! Qué miserables sois; pero sigo siendo el más miserable de vosotros. Soy rey y mi rostro parece regio. Pero, en realidad, ved: el más desgraciado de mi reino no tiene nada que envidiarme.
El rey se quitó su máscara de oro. Y un grito se elevó de las gargantas de quienes lo veían; porque la llama rosa del brasero iluminaba sus escamas blancas de leproso.
-Son ellos los que me engañaron; me refiero a mis padres -gritó el rey-, que eran leprosos como yo y me transmitieron la enfermedad con la herencia real. Ellos me engañaron, y os obligaron a mentirme.
Por el gran ventanal de la sala, abierto al cielo, la moribunda luna mostró su máscara amarilla.
-Así como esa luna -dijo el rey-; que siempre vuelve hacia nosotros el mismo rostro de oro, tal vez tengan otra faz oscura y cruel, quizá así mi realeza se exetendió sobre mi lepra. Pero ya no veré más la apariencia de este mundo, y dirigiré mi mirada hacia las cosas oscuras. Aquí, ante vosotros, me castigo por mi lepra, y por mi mentira, y a mi estirpe conmigo.
El rey levantó su máscara de oro, y, despue sobre el trono negro, entre la agitación y las súplicas, hundió en sus ojos los corchetes laterales de la máscara con un grito de angustia; y por última vez, una luz roja resplandeció ante él, y una oleada de sangre corrió sobre su rostro, sobre sus manos, sobre los oscuros escalones del trono. Se desgarró las vestiduras, descendió tambaleándose los peldaños y, apartando a tientas a los guardias mudos de horror, partió solo en la noche.
Y el rey leproso y ciego caminaba en la oscuridad. Tropezó con las siete murallas concéntricas de sus siete patios, y con los antiguos árboles de la residencia real, y se hizo heridas en las manos al tocar las espinas de los setos. Cuando oyó el sonido de sus pasos, supo que estaba en el camino real. Anduvo durante horas y horas sin sentir siquiera la necesidad de tomar alimento. Sabía que el sol lo iluminaba por el calor que inundaba su rostro, y reconoció la noche por el frío de la oscuridad. La sangre que había corrido de sus ojos arrancados cubría su piel con una costra negruzca y seca. Y cuando hubo caminado mucho tiempo, el rey ciego se sintió cansado, y se sentó al borde del camino. Ahora vivía en un mundo oscuro y sus miradas se habían vuelto hacia el interior de sí mismo.
Cuando vagaba por esa llanura sombría de sus pensamientos oyó un ruido de campanillas. Enseguida imaginó la vuelta de un rebaño de ovejas de espesa lana guido por carneros cuya gruesa cola colgaba hasta el suelo. Y tendió las manos para tocar la lana blana, sin vergüenza alguna ante los animales. Pero sus manos encontraron otras manos tiernas, y una voz dulce le dijo:
-Pobre ciego, ¿qué quieres?
Y el rey reconoció la encantadorea voz de una mujer.
-No debes tocarme -gritó el rey-. ¿Pero dónde están tus ovejas?
Ahora bien, la muchacha que estaba ante él era leprosa, y por eso llevaba campanillas colgadas de su ropas. Como no se atrevió a confesarlo, respondió con una mentira:
-Vienen algo detrás de mí.
-¿Adónde vas así? -dijo el rey ciego.
-Vuelvo a la Ciudad de los Miserables -respondió ella.
Entonces el rey se acordó de que, en un lugar apartado de su reino, había un asilo en el que se refugiaban los que habían sido rechazados de la vida por sus enfermedades o crímenes. Vivían en chozas construidas por ellos mismos o encerrados en guaridas excavadas en el suelo. Y su soledad era extrema.
El rey decidió dirigirse a esa ciudad.
-Llévame -dijo.
La muchacha le cogió por el pliegue de su manga.
-Déjame lavarte la cara -dijo ella-, porque la sangre ha corrido por tus mejillas desde hace una semana por lo menos.
Y el rey tembló, pensando que ella iba a horrorizarse ante su lepra y abandonarlo. Pero, en vez de eso, sacó agua de su calabaza y lavó la cara del rey. Luego dijo:
-Pobre, ¡cuánto has debido de sufrir al arrancarte los ojos!
-¡Cuánto he sufrido antes, sin saberlo! -dijo el rey-. Pero vamos. ¿Llegaremos esta noche a la Ciudad de los Miserables?
-Eso espero -dijo la joven.
Y lo guió hablándole con ternura. Sin embargo, el rey ciego oía las campanillas y, volviéndose, quería acariciar a las ovejas. Y la joven temía que adivinase su enfermedad.
Pero el rey estaba extenuado de fatiga y de hambre. Ella sacó un trozo de pan de su zurrón y le ofreció su calabaza. Pero él lo rechazó, temiendo contaminar el pan y el agua. Luego preguntó:
-¿Ves la Ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la joven.
Y siguieron caminando. Ella cogió para él lotos azules, y él los a<msticó para refrescarse la boca. El sol se inclinaba hacia los grandes arrozales que ondulaban en el horizonte.
-Siento el olor de la comida que sube hacia mí -dijo el rey ciego-. ¿No nos acercamos a la Ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la muchacha.
Y cuando todavía el disco sangriento del sol surcaba el cielo violeta, el rey se desmayó de cansancio e inanición. Al final del camino temblaba una delgada columna de humo entre techumbres de herbazales. La bruma de los pantanos flotaba alrededor.
-Ahí está la ciudad -dijo la joven-; la veo.
-Entraré solo en ella -dijo el rey ciego-. No tenía más que un deseo; me habría gustado reposar mis labios en los tuyos, para refrescarme en tu cara que debe de ser tan bella. Pero te habría manchado porque soy leproso.
Y el rey se desvaneció en la muerte.
Y la muchacha estalló en sollozos viendo que la cara del rey era pura y límpida, y sabiendo que ella misma había temido mancharla.
Pero de la Ciudad de los Miserables se adelantó un viejo mendigo de barba erizada, cuyos ojos inciertos temblaban.
-¿Por qué lloras? -dijo.
Y la joven respondió que el rey ciego había muerto, después de haberse arrancado los ojos creyendo que estaba leproso.
-Y no ha querido darme un beso de paz -dijo ella- para no mancharme; y yo soy la veradera leprosa a la faz del cielo.
Y el viejo mendigo le respondió:
-Sin duda la sangre
del corazó que había brotado por sus ojos lo curó de la
enfermedad. Y ha muerto creyendo que tenía una máscara miserable.
Pero, a esta hora, ya ha abandonado las máscaras, de oro, de lepra y
de carne.
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