lunes, 22 de junio de 2020

En la consulta del médico. Dino Buzzati.

Fui al médico a hacerme la visita de control semestral: una costumbre que he adquirido desde que llegué a los cuarenta.

Mi médico es un viejo amigo mío, Cario Trattori, que a estas alturas me conoce por dentro y por fuera.

Hace una tarde desapacible y nublada de otoño; dentro de poco será de noche.

Nada más entrar, Trattori me mira de forma peculiar y sonríe:

—Estás estupendamente, sabes. Casi no se te reconoce, si pienso en la cara demacrada que tenías hace apenas dos años.

—Es cierto. No recuerdo haberme encontrado nunca tan bien como ahora.

Normalmente uno va a ver al médico porque se encuentra mal. Hoy he ido al médico porque me encuentro bien, muy bien. Y experimento una sensación nueva, casi vindicativa, frente a Trattori que siempre me ha conocido como un neurótico, un ansioso, aquejado de las principales angustias de nuestro siglo.

Ahora, en cambio, me encuentro bien. Desde hace algunos meses, voy de bien en mejor. Al despertarme por la mañana, mientras se filtra por las rendijas de las persianas la funesta luz gris del alba metropolitana ya no me asaltan propósitos suicidas.

¿Qué necesidad tienes de visitarme? —dice Trattori—. Esta vez me ganaré el pan gratis, a tu salud.

—Bueno, ya que he venido...

Me desnudo, me echo sobre la camilla, él me toma la presión, ausculta corazón y pulmones, comprueba los reflejos. No habla.

—¿Y bien? —pregunto yo.

Trattori levanta los hombros, no se digna siquiera responder. Pero me mira, me observa como si no conociese mi cara de memoria. Por último:

—A ver, dime. ¿Tus extravagancias, tus clásicas extravagancias? ¿Las pesadillas? ¿Las obsesiones? No querrás hacerme creer...

Hago un gesto categórico.

—Ni rastro. ¿Sabes lo que se dice nada? Ni siquiera el recuerdo. Como si fuese otro...

—Como si fuese otro... —repite como un eco Trattori, espaciando las sílabas, pensativo. La neblina, fuera, se ha hecho más espesa. Aunque todavía no son las cinco está oscureciendo lentamente.

—¿Te acuerdas —le digo— cuando a la una, a las dos de la madrugada venía a desahogarme contigo? ¿Y tú me escuchabas aunque te caías de sueño? Cuando lo pienso me avergüenzo. Qué idiota era, sólo ahora me doy cuenta, qué formidable idiota.

—Bueno, quien sabe.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Más bien contéstame sinceramente: ¿cuándo te sentías más feliz, ahora o antes?

—¡Feliz! Qué palabra más gorda.

—Bueno, digamos satisfecho, contento, sereno.

—Sin duda, estoy mucho más sereno ahora.

—Decías siempre que en casa, en el trabajo, entre la gente, te sentías siempre aislado, distanciado. ¿Así pues, ha desaparecido tu alienación?

—Totalmente. Por primera vez, ¿cómo te lo diría?... pues eso, me siento finalmente integrado en la sociedad.

—Caray. Felicidades. Y eso te proporciona un sentimiento de seguridad, ¿no es así?, ¿de conciencia satisfecha?

—¿Me estás tomando el pelo?

—En absoluto. Y dime: ¿llevas una vida más regular que antes?

—No sabría decirte. Tal vez sí.

—¿Ves la televisión?

—Bueno, casi todas las noches. Irma y yo apenas salimos.

—¿Te interesan los deportes?

—Vas a reírte si te digo que me estoy volviendo un hincha.

—¿Y de qué equipo?

—Del Inter, por supuesto.

—¿Y de qué partido eres?

—¿Partido de qué?

—Partido político, ¿no?

Me levanto, me acerco, le susurro una palabra al oído. Él:

—Cuánto misterio. Cómo si no lo supiese todo el mundo.

—¿Por qué? ¿Te escandaliza?

—Por favor. Es una cosa normal entre burgueses. ¿Y el coche? ¿Te gusta conducir?

—No me reconocerías. Ya sabes qué tortuga era antes. Pues bien, la semana pasada, cuatro horas y diez de Roma a Milán. Cronometrado... Pero, ¿puede saberse cuál es el motivo de todo este interrogatorio?

Trattori se quita los lentes. Los codos apoyados sobre el tablero de la escribanía, une las yemas de los dedos de sus dos manos abiertas.

— ¿Quieres saber lo que te ha pasado?

Yo le miro, cortado. ¿Acaso, Trattori, sin aparentarlo, ha descubierto los síntomas de una horrible enfermedad?

—¿Lo que me ha pasado? No entiendo. ¿Me has encontrado algo?

—Una cosa muy sencilla. Estás muerto.

Trattori no es un tipo dado a gastar bromas, y menos en su consulta.

—¿Muerto? —balbuceo yo—. ¿Cómo muerto? ¿Una enfermedad incurable?

—Nada de enfermedad. Yo no he dicho que vayas a morirte. Sólo he dicho que estás muerto.

—Pero ¿qué dices? Si tú mismo hace poco me has dicho que era el vivo retrato de la salud.

—Sano, desde luego. Sanísimo. Pero muerto. Te has adaptado, te has integrado, te has homogeneizado, te has introducido en cuerpo y alma en el tejido social, has encontrado el equilibrio, la tranquilidad, la seguridad. Y eres un cadáver.

—Ah, menos mal. Es una traslación, una metáfora. ¡Por un momento he tenido un pánico terrible!

—No tanta traslación. La muerte física es un fenómeno eterno y a fin de cuentas excesivamente banal. Pero hay otra muerte, que algunas veces es bastante peor. La claudicación de la personalidad, el hábito mimético, la capitulación ante el ambiente, la renuncia a nosotros mismos... Mira a tu alrededor. Habla con la gente. ¿No te das cuenta de que más del sesenta por ciento están muertos? Y a medida que pasan los años su número aumenta. Apagados, achantados, sometidos. Todos deseando las mismas cosas, hablando de lo mismo, pensando las mismas idénticas cosas. Asquerosa civilización de masas.

—Tonterías. Ahora, que ya no tengo aquellas pesadillas de antes, me siento mucho más vivo. Me siento mucho más vivo ahora cuando asisto a un partido de fútbol, o cuando aprieto el acelerador a fondo.

—Pobre Enrico. Ojalá vuelvan tus viejas angustias.

Ya tengo suficiente. Trattori ha conseguido realmente ponerme nervioso.

—Entonces, si estoy muerto, ¿cómo se explica que en este último año haya vendido tantas esculturas mías? Si estuviese acabado como tú dices...

—No he dicho acabado. Muerto. Actualmente hay naciones inmensas, formadas todas de muertos. Cientos de miles de cadáveres. Y trabajan, construyen, inventan, trabajan terriblemente, y están felices y contentos. Pero son pobres muertos. Con la excepción de una microscópica minoría que les hace hacer lo que quiere, amar lo que quiere, creer en lo que quiere. Como los zombis de las Antillas, los cadáveres resucitados por los brujos y mandados a trabajar a los campos. Y en cuanto a tus esculturas, precisamente el éxito que ahora tienes y que antes no tenías, demuestra que estás muerto. Te has conformado, te has reajustado, te has puesto al día, te has decidido a marchar al paso, te has limado las asperezas, has bajado la bandera, has dimitido como loco, como rebelde, como soñador. Y por eso ahora gustas al gran público, al gran público de los muertos.

Me pongo en pie de un salto. No puedo aguantarlo más.

—¿Y tú que te imaginas? —le pregunto hecho una furia—. ¿Por qué no hablamos de ti?

—¿Yo? —sacude la cabeza—. Yo también, naturalmente. Muerto. Desde hace varios años. ¿Cómo resistir, en una ciudad como ésta? Cadáver yo también. Sólo conservo una rendija... por puntillo profesional, tal vez... una rendija por la que todavía alcanzo a ver.

Ahora ya se ha hecho totalmente de noche. Y la hermosa neblina industrial es de color plomizo. A través de los cristales, apenas se alcanza a distinguir la casa de enfrente.

Las noches difíciles, 1971.


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