martes, 16 de junio de 2020

Llorar a orillas del río Mapocho. Augusto Monterroso.

En las entrevistas largas llega siempre el momento de responder a la pregunta de si uno vive de lo que escribe, y las respuestas varían entre lo tajante en que el interpelado dice con toda claridad que no, hasta aquellas en que se embrolla tratando de declarar la verdad (esto es, también que no) pero dejando entrever que sí, que más o menos, que en cierta forma sus libros son un éxito.
Uno vive de muchas cosas, de lo que busca con intención y de lo que las circunstancias van disponiendo, y es evidente que no hay dos experiencias iguales: mientras Shakespeare escribía sus obras y las actuaba en Londres, Cervantes cobraba los impuestos o recolectaba granos para la Armada Invencible (destinada entre otras cosas a acabar, sin proponérselo, con el teatro de Shakespeare). Shakespeare era próspero y Cervantes pobre, cada uno como reflejo de sus respectivos países.
Tal vez por eso la pregunta de si uno vive de sus libros sólo se haga en ciertos lugares. No recuerdo si también en España, pero raramente la he visto formulada en Estados Unidos, Francia o Alemania. En estos últimos o no les interesa de lo que viva el escritor, o sólo se entrevista a aquellos que obviamente han pasado la barrera de esa duda. O de las preguntas tontas.
En cuanto a nosotros, somos como Ginés de Pasamonte, gente de muchos oficios, y nuestra herencia es la picaresca y unas veces estamos presos y otras andamos con un mono adivino o una cabeza parlante, mientras al margen escribimos lo que buenamente podemos.
Para un latinoamericano que un día será escritor las tres cosas más importantes del mundo son: las nubes, escribir y, mientras puede, esconder lo que escribe. Entendemos que escribir es un acto pecaminoso, al principio contra los grandes modelos, en seguida contra nuestros padres, y pronto, indefectiblemente, contra las autoridades.
Sé que está en la mente de todos y que lo que voy a decir es bastante obvio y por eso he querido demorarlo un tanto; pero en fin, tengo que decirlo: el destino de quienquiera que nazca en Honduras, Guatemala, Uruguay o Paraguay y que por cualquier circunstancia, familiar o ambiental, se le ocurra dedicar parte de su tiempo a pensar y de ahí a escribir, está en cualquiera de las tres famosas posibilidades: destierro, encierro o entierro. Así que más tarde o más temprano, si logra evitar el último, llegará el día en que se encuentre con una maleta en la mano y en la maleta un suéter, una camisa de repuesto y un tomo de Montaigne, al otro lado de cualquier frontera y en una ciudad desconocida, oyendo otras voces y viendo otras caras, como quien despierta de un mal sueño para encontrarse con una pesadilla.
Entonces, como por supuesto es pobre, comenzará a ver pasar frente a él los múltiples oficios, y a imaginarse mesero, fotógrafo ambulante, vendedor de libros y, hasta con suerte, lector de una señora rica; todo, menos escritor; y a la tercera semana, y a la cuarta, cuando nada de aquello ocurra, envidiará a los perros callejeros, que no tienen obligaciones, y a las parejas de ancianos que se pasean en los parques, y sobre todo, precisamente sobre todo, a las nubes, las maravillosas nubes.


En 1954 llegué exiliado a Santiago de Chile, procedente de Bolivia, en donde había sido durante un tiempo secretario de la embajada y cónsul de mi país (oficio ocasional del que por fortuna lo relevan a uno las revoluciones o los cuartelazos), Guatemala. Al darse cuenta de mi pobreza extrema, cuanta persona encontraba me invitaba a cenar para hacerme ver las posibilidades de desempeñar algún oficio, cualquier oficio: el de escritor quedaba descartado no sólo por improductivo sino porque a mí me horrorizaba (y me sigue horrorizando) la idea de escribir para ganar dinero.
El mejor consejo me lo dio José Santos González Vera, con la aprobación de Manuel Rojas y el posterior apoyo sonriente de Pablo Neruda:
-Mire -me dijo un día, quizá el siguiente de mi llegada-; yo nunca doy consejos, pero por ser usted le voy a dar uno. Si para ganarse la vida tiene ahora que vender algo, no se vaya a dedicar a vender cosas pequeñas, como escobas o planchas. Eso da mucho trabajo, deja poco dinero, y por lo general la gente ya tiene una escoba y una plancha. Venda acorazados. Con uno que venda tiene ya resuelto el problema suyo y de su esposa para toda la vida.
Por fin alguien me dijo que por qué no traducía algo, y como todos creemos saber poco o mucho de inglés o francés (el latín quedaba descartado), el mismo autor de Cuando era muchacho me dio una tarjeta para el señor Sañartu, gerente o presidente o algo así de la entonces famosa editorial Zig-Zag, a quien fui a ver y quien desde su gran altura la leyó y casi sin oírme, tal vez porque yo casi no dije nada, llamó a una secretaria, quien me llevó ante el escritorio de una señorita (me pareció, y tal vez no lo fuera tanto, pero en ese momento yo no estaba para averiguarlo, no sólo por el tremendo estado nervioso por el que pasaba, sino, sencillamente, pensé, porque no había ido a eso y ya habría, según mi trato con la editorial y la frecuencia con que me presentara a recoger o entregar trabajo, ocasión de saberlo), quien amable me preguntó si prefería el inglés o el francés, a lo que yo le respondí que el inglés, porque ahora en la diplomacia se usaba más el inglés y habiendo sido yo hasta hace poco diplomático, pues sí, prefería el inglés.
Entonces sacó de alguna parte una revista llamada Ellery Queen, de formato parecido al del Reader's Digest pero dedicada al crimen, y me propuso que como prueba tradujera un cuento, el que yo quisiera, y que nos veríamos en una semana, ¿en una semana estaría bien?


Traducir puede ser muy fácil, muy difícil o imposible, según lo que te propongas y el tiempo y el hambre que tengas; y uno nace o, si se deja, se va convirtiendo en traductor y enamorándose de la idea de que eso le servirá para su propio oficio de escritor, y sin sentirlo uno puede llegar a saber si cada frase que logra dejar perfecta es suya o de quién; pero lo que importa es que la frase esté bien y fluida y suene en español y por momentos, al poner el punto en cada párrafo y tomar el papel y verlo a cierta altura, uno puede hasta sentirse con gusto Bertrand Russell o Molière, ¿pero Elerry Queen?
En todo eso pensé cuando en la soledad de mi cuarto comencé a escoger una vez más el cuento que traduciría y el tiempo pasaba y yo no me decidía porque todos eran de gángsters y yo no entendía nada, no sabía nada, y el efecto del vino de la noche anterior me pedía salir a la calle en cuanto fueran las doce del día, hasta que me decidí por uno en que el crimen ocurría entre jugadores de béisbol. De béisbol, que como tantas otras cosas yo creía conocer.
Todas mis pertenencias consistían entonces en una máquina de escribir portátil, una caja vacía de madera sobre la que tenía la máquina, y una de cartón sobre la que puse la revista y un poco de papel.
Y mi diccionario manual inglés-español español-inglés.
Estaba ahí, pues, sentado, dispuesto a releer el cuento que leído un día antes me había parecido el cuento más fácil y divertido, pero que ahora, al tener que pasarlo al español frase por frase, comencé a odiar y a convertir en un enemigo poco dispuesto a dejarse vencer y que se negaba a transformarse en prisionero de un idioma extraño en que las frases eran demasiado largas o explicativas, y en el cual lo que era gracioso o ágil a través de un diálogo increíblemente simple pero lleno de sentido, se troncaba en algo tonto y forzado, y para nada encajaba en lo que yo, de ser el autor, hubiera dicho o pensado.
Pero el autor no era yo sino Ellery Queen, y Ellery quería que las cosas marcharan rápido, sin preocuparse para nada por otro estilo que no fuera directamente al espíritu de sus lectores, si es que alguna vez había supuesto que estos lo tuvieran, o por lo menos a su emoción o interés para que al final, sintiéndose buenos, se identificaran con los buenos, y sintiéndose inteligentes pudieran pensar: "¡Claro!", y pasar a otra cosa.
Y así transcurrieron cuatro o cinco días. Y el cuento comenzó a ser legible en español, gracias, más que a mi pequeño diccionario (ocupado en las exactas equivalencias de perro y dog y mesa y table pero de ninguna manera en los modismos de los campos de béisbol), a la ayuda de mi amigo Darwin (Buda) Flakoll, a quien el sábado y domingo importuné con preguntas. Y el cuento se convirtió en buen ejemplo de precisión y honestidad intelectual logradas después de seis días y sus noches de tormento, para que al final quedara claro que hay lanzadores (pitchers) que a la mitad del juego se derrumban porque tienen el brazo de cristal, como uno tiene techo de cristal y muchas mujeres la virtud; y se supiera que alguien había matado por envidia a otro jugador, o por celos a su esposa, lo que he olvidado, en la forma contraria en que nunca olvidaré mi entrevista con la señorita de Zig-Zag, el lunes, cuando resuelto a morirme de hambre antes que a seguir traduciendo aquello me presenté a devolverle para siempre su revista, y sin importarme más su virginidad, salí a la calle bajo el sol deslumbrante y me encaminé al río Mapocho, que pasa por ahí, y me senté en la orilla y lloré de humillación hasta que , siendo benditamente otra vez las doce, me incorporé y fui a la venta de vino más cercana y una copa de vino tras otra me volvieron a la vida y a la idea de que todo estaba bien, de lo más bien.

La palabra mágica, 1983.

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