Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada,
remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su
cabeza rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol, como las
piernas con sus largos pantalones de pana. No había cumplido los
diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel
amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptos,
envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo:
los rincones de los bancos, las vías… Menudas y rojizas, pardas,
como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por
pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.
Cruzaban sombras
negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando
su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una
hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos
esparciendo al aire un agradable olor a monte abierto. Allí
estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que
el chico se puso a toser de nuevo.
-¿Te duele? -le
pregunté.
Y contestó:
-Un poco -hablando
como con gran trabajo.
-Podemos estar un
poco más, si quieres.
Dijo que sí, y nos
sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre nosotros,
cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a
intervalos subía; y, más allá del pilón donde el hilo de la
fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo,
íntimamente unidas las parejas.
El chico volvió a
quejarse.
-¿Te duele ahora?
-Aquí, un poco…
Se llevó la mano
bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como
las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía
miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarle.
-No te apures; ya
pasará como ayer.
-¿Y si no pasa?
-¿Te duele mucho?
El guarda nos miraba
con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el cajón de
las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz
anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de
la madera que ardía.
-Ese chico no está
bueno…
-¡Qué va! No es
más que frío…
El chico no decía
palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.
-No está bueno…
Ahora no tenía un
gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.
-Va a coger una
pulmonía, ahí sentado.
Me levanté y le
cogí del brazo, medio dormido como estaba.
-Vamos -dije-;
vámonos.
Le fui llevando,
poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda.
Mientras andábamos,
por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la
mano, al tiempo que le decía:
-¡Que no es nada,
hombre!
Pero él no se
atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás las voz del
otro:
-¡Le debía ver un
médico!
-¡Ya lo vio ayer!
Esto pasó con el
médico: como no conocíamos a nadie fuimos al hospital, y nos
pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca,
con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas en
los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en
bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio,
los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abría
una de la puertas, diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento
salía, saludaba: “Buenos días, doctor”.
Una mujer olvidó
algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a
nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos
miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada
de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas
veces en voz baja.
El médico
auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un
papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente.
-¿Es hermano tuyo?
-No.
Al día siguiente no
fuimos adonde el papel decía.
Se inclinó un poco
más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba
por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo
pensaba: “Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien
porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la
gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No
conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo.
Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría.”
Reunimos tres
pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
-Con el calor se te
quita.
Era un café vacío
y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al
fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más
viejo sentado porque padecía del corazón, y sólo para los buenos
clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los
sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de fichas
sobre el mármol.
Sólo estuvimos un
momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba
igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los
otros jugando, y el que andaba en la radio con los botones en la
mano. La música y la luz parecían ir a desparecer de pronto.
Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y
triste.
En el paseo, bajo
los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar.
Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y
apoyando en él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la
redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba
sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.
-No llores -le dije.
-Me voy a morir.
-No te vas a morir,
no te mueres…
Cabeza rapada, 1958.
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