La abuela la llamaba la Estadía, y contaba que iba envuelta en un hábito negro y no tenía cara, olía a la humedad de los sepulcros y mostraba su presencia sólo a quienes se iba a llevar, y sólo en ese instante, pero que algunas personas especialmente sensibles podían percibirla por una brisa húmeda que entraba en la habitación del moribundo unos segundos antes de morir. Sin embargo a la Huestia sí la conocían muchos, incluso la abuela la había visto, cuando joven, el día que murió su hermano Juan, y le habían hablado algunos de la procesión, y hasta le habían revelado un secreto.
Yo ya sé lo que es la Huestia, y sé el lugar que cada uno ocupa en la comitiva y sé el lugar que ocupo yo. Conozco a diario el cometido de cada noche y adónde se dirige el personaje que nos precede, y sé cómo es Ella y cuál es su olor, porque he andado a su lado demasiadas veces cada vez que he servido de aviso a uno de los míos.
La abuela vivió tantos años sólo para que supiéramos de la Huestia y nunca nos olvidáramos de su existencia. Estaba destinada a devolver el recuerdo a nuestra familia, que lo había perdido hacía tanto tiempo. Cada vez que en nuestra casa había duelo por un familiar la abuela rememoraba viejas historias de aparecidos y siempre, sin excepción, decía haber visto la noche anterior a todo el coro de sus antepasados velando en las cercanías por el alma del moribundo.
Cuando la abuela murió ya nadie habló de la Huestia, y aunque al año siguiente le siguió la Tata Mamen y después el tío Luis, nadie volvió a recordar aquel secreto que nos contó ella tantas veces, y que debía permanecer vivo en nuestra familia, y recordado por todos, y creído, para que algún día dejara de obrar la condena que rige el destino de toda mi estirpe, que cada mujer de la familia ha de penar el castigo de sobrevivir al menos a uno de sus hijos, como escarmiento por una antigua ofensa de un antepasado demasiado soberbio.
Yo debía haber
advertido a mis padres la noche antes de mi Primera Comunión, cuando
vi a la abuela en el jardín de la casa con todos sus antepasados,
velando por nadie y sin embargo llorando. Tuve miedo entonces y callé
para que nadie pensara que estaba nervioso por la celebración del
día siguiente. Nada dije entonces de lo que había visto y nadie
pudo saber que mi muerte estaba destinada a servir de recordatorio de
la vieja condena que pesa aún sobre las madres de mi familia.
Todo el pueblo
celebró aquel día junto al río una enorme merienda para festejar
la Comunión de todos los niños. Había de todo y cuando ya nos
habíamos saciado nos metimos en el agua y comenzamos a echar
carreras de una orilla a la otra para comprobar nuestra resistencia.
Ocurrió a mitad de camino de las dos orillas, se me enfriaron los
pies y me quedé sin fuerzas y allí parado. Los brazos no me
respondieron y noté un frío extraño en todo el cuerpo. Me fui
hundiendo poco a poco y allí en el fondo me esperaba Ella, sin
rostro como siempre la he visto y sin embargo tan acogedora.Me encontraron a los tres días, inflado como un globo, y me enterraron en el panteón familiar junto a la abuela, a quien acompaño con mi tea encendida cada noche, hace ya tantos años, cuando hacemos la ronda que avisa al mundo de que alguien va a morir. Y algunas veces son los míos.
He sabido que la hija de mi hermana está enferma y que los médicos que la han visitado no dan con su mal. He sabido que su mal ya no tiene remedio. Y he sabido también, por mi abuela, que está escrito que esta noche yo acompañe a la Estadía hasta el cuarto de la hija de mi hermana, donde ella la estará cuidando. Ya está escrito que mi hermana me verá y juntos lloraremos la pérdida, mientras la muerte le arrebata a su hija en la cama sin que ella pueda verlo. Luego yo me llevaré a la niña de la mano al lugar donde esperamos todos.
Ojalá que mi
hermana comprenda.
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