Un día, al poco del feliz acontecimiento, el padre de Desiré se despertó a medianoche y no vio, junto a la cama de matrimonio, la cunita de la niña. Sorprendido por la ausencia, se dirigió a la habitación de al lado, por si su mujer la hubiera llevado allí por alguna razón que no se alcanzaba. No la halló. Angustiado, volvió al dormitorio principal con la intención de despertar a su mujer. Pero una sospecha interior le detuvo. ¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿Y si Desiré no existía? Como tenía complejo de inferioridad, nunca daba crédito a sus certezas, de modo que recorrió toda la casa en busca de los rastros típicos de un bebé sin encontrar ninguno. No había regalos, no había pañales, no había cremas ni colonias, no había patucos, no había en el salón un cochecito para salir de paseo… Tampoco olía a bebé ni a leche materna. Dios mío, se dijo, ¿habría sido todo un delirio?
Sin
hacer ruido, para no despertar a su esposa, se metió en la cama e
intentó dormir imaginando que la luz del día pondría de nuevo las
cosas en su sitio. Al sonar el despertador, dejó que lo apagara su
mujer e hizo como que seguía durmiendo. Ella se levantó con
naturalidad y no dijo nada pese a que la cuna, como él comprobó
entreabriendo un poco los ojos, continuaba desaparecida. Finalmente
salió de la cama y se dirigió a la cocina para preparar un café.
Al poco, apareció su esposa. Le pareció que había llorado, pero no
se atrevió a preguntarle por qué. Desayunaron en silencio y cada
cual se fue a su trabajo. Jamás pudo explicarse aquel misterio que
guardó para sí mismo toda la vida.
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