martes, 22 de noviembre de 2022

Rododendro, tradescantia, tillandsia, bromelia. Patricio Pron.

1.
Al regresar de la habitación que se encuentra al final de la tienda y que sirve de depósito y de sitio para los trastos de la floristería, ella descubre que alguien ha dejado una cartera sobre el mostrador. Levanta la vista y ve que las puertas automáticas de la tienda se abren un momento y que por ellas se escabulle el último cliente; un instante después, el cliente es tragado por el río intermitente de personas que recorren el centro comercial haciendo compras o no comprando nada en absoluto. Ella coge la cartera y está a punto de correr tras él cuando una clienta que sostiene en brazos un perro con un rostro chato y estúpido, y que es la única clienta que ha entrado en la floristería en la última hora a excepción del cliente que ha olvidado su cartera, le pregunta cómo hay que regar los rododendros; ella le pide que espere un momento, pero la mujer le responde que ya ha esperado bastante y no tiene más remedio que atenderla. Naturalmente, la explicación no le resulta satisfactoria y la mujer del perro del rostro chato no compra ni los rododendros ni los helechos por los que pregunta a continuación; cuando se marcha, ella sale al pasillo pero él ya no está. Echa una mirada rápida en las tiendas contiguas, en la de chuches y en la de pantalones que hay enfrente y que a esta hora exhibe una luz mortecina y un aire fúnebre: la vendedora de la tienda de pantalones —con la que suele almorzar a veces en el patio de comidas y a veces ve también en la puerta del centro comercial fumando rápida y angustiadamente un cigarrillo, como hace también ella en las pausas— está completando un crucigrama detrás del mostrador y no puede ocultar su decepción cuando levanta la vista y descubre que es ella quien ha entrado y no un cliente. Al regresar al pasillo, ve que una pareja con un niño ha entrado en la floristería y entonces se da la vuelta y regresa a la tienda.


2.
La urbanización se encuentra en las afueras de la ciudad y todavía no ha sido completada. Aunque aún es de día, el piso al que ella se ha mudado unas semanas atrás ya está en penumbras debido a la sombra del edificio de viviendas que están construyendo al otro lado de la calle; como todas las tardes, ella llega a la casa tras terminar su turno en el centro comercial y bebe un vaso de agua en la cocina mientras observa por la ventana los progresos realizados durante el día por los obreros: a veces esos progresos son mínimos y conciernen a la estructura interna del edificio —se ha realizado la instalación eléctrica, se han colocado los azulejos en los baños, cosas por el estilo—, pero en ocasiones son estructurales y ella puede reparar en ellos simplemente observando la desaparición de las montañas de materiales que rodeaban el edificio en otros estadios de su construcción y que ahora han sido incorporados a él de maneras misteriosas. Cuando ha acabado de beber, deja el vaso en el fregadero y se sienta a la mesa del comedor y saca de su bolsa la cartera: durante el trayecto en metro desde el centro comercial hasta su piso ha estado metiendo compulsivamente la mano en la bolsa para asegurarse de que la cartera aún estaba allí, y después retirándola de inmediato, como si la cartera estuviera electrificada; al tenerla frente a ella, sin embargo, le parece inofensiva y pueril, como un pescado en una pescadería: cuero y músculos de un animal muerto hace tiempo.


3.
En ella encuentra un billete de veinte euros, otro de cinco y un total de dos euros y cuarenta y dos céntimos en monedas de diferente valor. También encuentra un recibo de la tintorería del centro comercial por la limpieza de una chaqueta, una lista de la compra que solo tiene dos ítems —por lo demás, completamente heterogéneos: un litro de leche y una planta de interior—, un carnet del Blockbuster del centro comercial, dos tarjetas de crédito, una tarjeta de ingreso al edificio de un banco, un documento de identidad y un permiso de conducir caducado. El permiso es de color rosa y tiene su nombre y su fecha de nacimiento, que es un día de un mes del año 1972, y una serie de números que ella no comprende; también, una letra «e» mayúscula rodeada de estrellas que ella sabe que es una referencia a España pero que le parece una señal de tránsito abandonada junto a una curva inminente y peligrosa ante la que nadie se detiene. Ella guarda cuidadosamente todos los ítems en la cartera y después la cierra y se queda mirándola un momento; a continuación, vuelve a abrirla y extrae el documento de identidad, que repite los datos que aparecen en el permiso de conducir pero también incluye una dirección y una fotografía, en la que reconoce a su cliente, el rostro surcado por rayas y curvas destinadas a dificultar la falsificación del documento. Luego lo guarda una vez más en la cartera y camina hasta el interruptor de la luz, a pesar de que aún no es completamente de noche.


4.
Un año después, el edificio de viviendas que se encuentra al otro lado de la calle ha sido terminado y la luz del sol ya no ingresa en ningún momento del día en el interior de su piso. Dos plantas mueren debido a la escasez de luz y ella deja de regar las que aún están con vida y mueren otras tres: al final solo queda en la casa un finísimo hilo de enredadera, que crece como la hierba mala arrastrándose sobre el suelo y no parece necesitar luz ni agua para mantenerse con vida. La cartera sigue sobre la mesa; como ella había previsto, su propietario regresó a la floristería al día siguiente y le preguntó si no se había dejado una cartera allí el día anterior. Ella le dijo que no y se quedó mirándole a la cara e imaginando que su cara también estaba surcada de rayas y curvas para no ser falsificada. Entonces él le agradeció y salió una vez más a través de las puertas automáticas de la tienda y volvió a perderse entre los visitantes del centro comercial y ella se recostó sobre el mostrador sin pensar en nada. Vino una mujer y compró seis calas y después entró un hombre preguntando por la antigua empleada y ella le dijo que no la había conocido y le vendió un helecho. A continuación vio acercarse por el pasillo del centro comercial a la mujer del perro del rostro chato y estúpido y arrojó el uniforme sobre el mostrador y salió rápidamente sin darle tiempo a la mujer a escurrirse dentro de la floristería; atravesó el patio de comidas del centro comercial tropezando con un par de niños que esperaban su turno frente al pelotero y que al ser atropellados se pusieron a llorar, compró unas gafas negras que le cubrían buena parte del rostro y recorrió el centro comercial buscándolo, pero ya no volvió a verlo. Antes de regresar a la floristería, entró a una tienda de teléfonos y buscó su número en el listín telefónico; lo apuntó en una tarjeta que le entregó la mujer de la tienda y después arrojó las gafas en una papelera frente a un local de tatuajes y se sintió feliz y libre como si acabara de cometer un crimen.


5.
Al principio lo llamaba una o dos veces a la semana desde una cabina de teléfonos junto a un campo de baloncesto frente a su urbanización: la mayor parte de las veces colgaba sin decir una palabra cada vez que él se ponía al aparato y después se quedaba escuchando cómo el corazón le latía en las sienes hasta que los latidos se detenían por completo; otras, decía cosas antes de colgar: decía «rododendro», «tradescantia», «tillandsia», «bromelia», todos nombres de plantas que ella conocía bien pero que imaginaba que a él debían dejarlo perplejo. Una vez también dijo «Constanza», que no era el nombre de una planta sino un nombre de niña que a ella le hacía pensar en la perseverancia y en los santos que aparecen en los libros.


6.
Después comenzó a seguirlo por la calle; dejaba su piso antes de que amaneciera y atravesaba la ciudad en metro hasta llegar a la zona donde se encontraba el edificio del banco donde él trabajaba y se quedaba allí esperando a que llegara, viendo a los empleados del banco llegar poco a poco y entrar al edificio todavía a oscuras y prender las luces de sus escritorios y de sus oficinas, que titilaban primero intermitentemente como si ellas mismas se hubieran desacostumbrado a su mismo destello; cuando él llegaba, ella se marchaba y comenzaba a caminar en dirección al centro comercial a través de calles repletas de coches y de urbanizaciones recientes y de baldíos en los que no había nada aún pero en los que pronto también habría edificios de viviendas y llegaba al centro comercial mucho después de que comenzara su turno: todas las veces, la encargada la regañaba y la amenazaba con el despido pero nunca la echaba. A veces no iba al banco sino a su casa, y lo veía abandonar el edificio y coger el metro pero no lo seguía, o salía del centro comercial y no regresaba a su piso: se instalaba frente a la casa de él y lo veía regresar del trabajo y encender las luces de su apartamento y después cocinar algo en la cocina y mirar la televisión, un chorro de luz azul bañándole el rostro. Durante algún tiempo lo visitó una mujer morena que siempre llevaba falda y también otra con la que él regresaba tarde y a la que conducía por el apartamento sin prender ninguna luz, pero después la mujer morena dejó de ir y apareció otra que era pelirroja. Un día, en el centro comercial, vio a la mujer pelirroja caminando apresuradamente en dirección al cajero automático y corrió hasta ponerse detrás de ella y le colocó una zancadilla. La mujer pelirroja cayó al suelo con una exclamación de dolor y ella regresó a la floristería. A veces, al comienzo, cuando él estaba con alguna mujer en su apartamento, ella tocaba el portero y salía corriendo; en una ocasión compró una cinta adhesiva ancha y pegajosa y recubrió con ella todos los timbres del edificio, que comenzaron a sonar simultáneamente mientras sus habitantes gritaban; un par de días después, el incidente era mencionado en el periódico, una pequeña nota sobre el vandalismo juvenil en las nuevas urbanizaciones de la ciudad que parecía una esquela mortuoria.


7.
Ella empezó a imaginar que tenía una vida en común con él, y esto, en cierto modo, era cierto: daba vueltas por su piso y fingía que estaba arreglándolo todo para cuando él regresara del trabajo, pedía a los restos de las plantas de interior —que eran los niños que, en la realidad conformada por ese juego, habían tenido— que salieran a recibir a su padre, y después hacía mucha comida y comía frente al televisor lanzando breves comentarios a las noticias. A continuación tiraba a la basura el contenido de los platos de él y de los niños y veía algún filme que pusieran en la televisión o leía una revista hasta que se le cerraban los ojos.


8.
Un par de veces durante ese año él volvió a la floristería y compró flores y una planta que probablemente fueran para la morena que siempre llevaba falda y tal vez para la del cabello rojo. Ella le atendió como a cualquier cliente y con algo de indiferencia, como si no le conociera y no pretendiera hacerlo. Él le preguntó en ambas ocasiones si nadie había devuelto nunca una cartera con su carnet de identidad y con otros documentos, pero ella negó con la cabeza y, al verlo marcharse, se recostó sobre el mostrador y estuvo llorando un rato. Una vez vino una mujer y compró una docena de tulipanes y después entró otra mujer mayor, una mujer realmente viejísima, y le dijo que quería unas flores para su madre, y ella no supo si la madre de la mujer viejísima había muerto ya o no pero le entregó el mejor ramo que tenía y le dijo que era un regalo de la casa. Y mientras decía esto estuvo llorando todo el rato, por ella y por la mujer de los tulipanes y por la mujer viejísima y su madre pero sobre todo por ella y por él y por todos los visitantes del centro comercial, que —de todos modos— eran más bien pocos a esa hora de la mañana.


9.
Digamos que pasan más años, al menos cuatro: ella aún conserva la cartera pero ya no lo llama; a veces juega el juego aquel de su regreso a la casa y de las plantas de interior que son los niños, pero incluso esto último le acaba dando igual. Un día él entra en la floristería cargando un niño de pocos meses en sus brazos; detrás de él viene la mujer morena que siempre llevaba falda, pero que esta vez lleva un abrigo largo y pantalones. Compran rododendros y unos helechos que la mujer que llevaba falda dice que irán bien en el cuarto del niño. Ella retira las plantas del escaparate y las envuelve en papel y luego en plástico transparente y se las entrega; cuando acaban de pagar, la mujer que llevaba falda le pide también una palmera enorme y le pregunta si puede ayudarles a cargar las cosas hasta el aparcamiento. Ella duda; a las espaldas de la mujer y del hombre, en el pasillo del centro comercial, ve que la encargada conversa con la vendedora de la tienda de pantalones, que hace mucho tiempo que ya no come con ella, y la encargada asiente y la mira y entonces ella dice que sí también y cierra la tienda y comienza a caminar junto a ellos cargando las plantas en dirección opuesta al río intermitente de personas que recorren el centro comercial haciendo compras o no comprando nada en absoluto o aprovechando simplemente la calefacción, que atenúa el frío de esos últimos días de enero. Ninguno de ellos dice una sola palabra mientras atraviesan el centro comercial, salen al aparcamiento y se dirigen a un coche, que suelta un quejido cuando él acciona una llave a distancia; a continuación, él abre el maletero y guarda las plantas que llevaba, la mujer le entrega el niño y comienza a rodear el coche; entonces él le pide a la dependienta que sostenga el niño mientras carga las plantas que ella llevaba, pero ella le responde que no puede, que nunca ha cargado uno. Los tres se miran perplejos un instante. La mujer morena que siempre llevaba falda le dice que es muy fácil y él se lo entrega a la dependienta y coge las plantas. Ella apoya el niño en su hombro mientras una pequeña burbuja de saliva estalla en sus labios y siente una tibieza y un olor inexplicable a moho que nunca había experimentado antes: por un instante está a punto de echarse a llorar. Cuando él acaba de acomodar las plantas en el maletero, lo cierra con un golpe y a continuación le quita delicadamente el niño de los brazos, le agradece su colaboración y sube al coche. Un instante después, ella tiene que echarse a un costado para no ser atropellada y se queda viendo cómo el automóvil abandona el aparcamiento con sus ocupantes y se dirige a la salida y se aleja. Entonces camina hasta una papelera y extrae la cartera de su bolso y la arroja a la basura como si esta ya hubiera cumplido su función, cualquiera que fuera, y se siente feliz por primera vez en mucho tiempo y cómoda allí, afuera del centro comercial, arriba del metro, lejos de su urbanización, en el exterior del exterior del exterior de dondequiera que ella hubiera estado siempre.

La vida interior de las plantas de interior. 2013.

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