Rod sacó el pollo del saco de arpillera y lo echó al pozo.
El pollo cacareó y
agitó las alas, y Rod apartó rápidamente la vista. La boquiabierta
multitud reunida en torno a las paredes de lona del pozo le
ignoraron; ahora todos los ojos estaban clavados en lo que estaba
ocurriendo allá abajo. Hubo un nuevo cacareo, un sonido áspero y
rasposo, y luego una repentina y simultánea inspiración por parte
de los espectadores.
Rod no tenía que
mirar. Sabía que el monstruo había agarrado al pollo.
Entonces la multitud
empezó a rugir. Era un ruido extraño, compuesto por gritos de
mujeres, duras y fuertes risas bordeando la histeria, y profundos y
roncos murmullos masculinos de impresionada consternación.
Rod también sabía
lo que significaba aquel sonido.
El monstruo estaba
arrancándole a mordiscos la cabeza al pollo.
Rod salió
tambaleándose fuera de la pequeña tienda, sin mirar hacia atrás,
dándole las gracias al frío aire nocturno que azotaba su sudoroso
rostro. Su camisa estaba empapada bajo la ligera chaqueta de lana.
Tendría que cambiarse de nuevo antes de subir a la plataforma de
afuera para su siguiente perorata.
Ésta en sí no le
preocupaba. Hablar siempre había sido su trabajo, y era bueno en
ello; le gustaba examinar todos los pros y los contras y darle
vueltas y más vueltas al asunto. De pie allá frente a las banderas
color sangre y lanzando su discurso acerca de la Extraña Gente,
siempre sentía que aumentaban sus fuerzas.
Aunque sólo
estuviera trabajando para un piojoso espectáculo de feria que nunca
había actuado en ningún lugar más al norte de Tennessee. Durante
tres temporadas consecutivas había estado con él, era un
profesional, un auténtico artista de feria.
Pero ahora,
repentinamente, algo estaba asustándole. No servía de nada
engañarse, tenía que hacerle frente.
Rod tenía miedo del
monstruo.
Cruzó por detrás
de la tienda y avanzó en dirección a su pequeño remolque, tomando
un pañuelo y secándose con él la frente. Aquello ayudó un poco,
pero no podía secar el sudor que había dentro de su cabeza. El frío
y viscoso miedo que ahora había siempre allí, noche y día.
Al infierno con todo
aquello, no tenía sentido. El Monarca de los Alegres Espectáculos
siempre había trabajado «fuerte»… allí en aquellas regiones
agrestes podías llegar incluso hasta el asesinato, sobre todo si lo
único que matabas eran pollos. ¿Y quién demonios se preocupaba por
los pollos, después de todo? Los mataderos cortaban un millón de
cabezas al día. Un pollo es simplemente un ave asquerosa, y un
monstruo es simplemente un borrachín asqueroso. Un chupalicores que
se asocia con un artista de feria, pone caras raras de tipo loco y da
vueltas y más vueltas en el fondo de un recinto de lona mientras el
otro lanza su disertación a la multitud acerca de aquel feroz
monstruo, medio hombre y medio bestia. Luego el conferenciante echa
el pollo al pozo, y el monstruo cumple con su cometido.
Rod agitó la
cabeza, pero lo que había dentro de ella se negaba a salir.
Permanecía allí dentro, frío y viscoso y agazapado. Había estado
allí constantemente desde el inicio de aquella temporada, y ahora
Rod era consciente de que estaba creciendo. El miedo se iba haciendo
mayor.
¿Pero por qué?
Había trabajado con media docena de borrachines en los pasados tres
años. Quizá decapitar a mordiscos a un pollo vivo no fuera
exactamente la mejor forma de ganarse la vida, pero si al monstruo no
le importaba, ¿por qué habría de preocuparle a él? Y Rod sabía
que un monstruo no era realmente un ser embrutecido, sino tan sólo
un desgraciado holgazán que había tenido mala suerte y se
conformaba con lo que le saliera… dispuesto a hacer cualquier cosa
con tal de que le proporcionara su ración diaria de calientasesos.
Aquella temporada el
monstruo que le acompañaba se llamaba Mike. Un tipo tranquilo que no
se metía con nadie cuando no estaba trabajando; bajo el maquillaje
aplicado con un corcho quemado, poseía el triste y arrugado rostro
de un hombre de cincuenta años. Cincuenta duros años, quizá
treinta de esos años de duro beber. Nunca hablaba, simplemente
tomaba su botella y salía de la lona para dirigirse a uno de los
remolques. Mirándole hacerlo, Rod nunca se sentía asustado; si
acaso, experimentaba una cierta lástima hacia el pobre bastardo.
Sólo cuando el
monstruo se hallaba en el pozo sentía Rod aquella bola de miedo
crecer y desarrollarse. Cuando veía la lanuda peluca y el
ennegrecido rostro, las manos pintadas que se abrían y cerraban con
sus falsas garras… sí, y cuando veía la ferozmente sonriente boca
abrirse para mostrar los amarillentos y cariados dientes, preparados
para morder…
Oh, aquello le
estaba carcomiendo, le aferraba cada vez más fuerte. Pero nadie más
que él lo sabía. Y nadie debía saberlo. Rod no estaba dispuesto a
hablarle de aquello a nadie de por allí, como tampoco tenía
intención de ir a ningún arreglacabezas para decirle: «Hey, doc,
ayúdeme… tengo miedo de estarme convirtiendo en un monstruo». Se
conocía mejor que eso. Ningún arreglacabezas podía ayudarle, y
nunca aceptaría el embrutecerse para seguir viviendo. Arreglaría
aquello por sí mismo; tenía que hacerlo, y deseaba hacerlo, y no
quería que nadie se entrometiera en ello.
Rod subió los
peldaños, quitándose la chaqueta y desabotonándose la empapada
camisa mientras penetraba en la oscuridad del remolque.
Y entonces sintió
las manos deslizándose por su pecho desnudo, moviéndose hacia sus
hombros para abrazarle, y olió la fragancia, sintió el calor y la
presión antes incluso de oír las palabras susurradas:
—Rod, querido…
¿te has sorprendido?
A decir verdad, Rod
no se había sorprendido. Pero le complacía que ella hubiera estado
aguardándole. La tomó entre sus brazos y pegó su boca a la de ella
mientras se dejaban caer en el camastro.
—Cora —murmuró—.
Cora…
—Chist. No es
momento de hablar.
Tenía razón. No
era el momento, porque tenía que estar de vuelta en la plataforma
dentro de quince minutos. Y no era en absoluto una buena idea hablar,
no con Madame Sylvia reptando por los alrededores y surgiendo de la
nada justo cuando uno menos lo esperaba. ¿Por qué infiernos un
dulce pájaro como Cora tenía que tener un viejo buitre como Madame
Sylvia como abuela?
Pero Rod no pensaba
en abuelas ahora, como tampoco pensaba en monstruos. Eso era lo que
Cora hacía con él, eso era lo que Cora hacía para él, disolver el
frío miedo y convertirlo en calor, a través de su contorsionante y
deseable carne. En momentos como aquel Rod sabía que podía aislarse
de todo, olvidarlo todo. Olvidarlo todo significaba estar con ella, y
aquello era suficiente; aquello lo era todo.
Sólo fue más
tarde, volviendo a ponerse la camisa, oyéndola a ella susurrar: «Por
favor, cariño, apresúrate y sal de aquí antes de que ella venga a
buscarme», cuando se preguntó si realmente se merecía todo
aquello, todo aquel trastear apresurado en la oscuridad con una
quinceañera que prácticamente manchaba sus pantalones cada vez que
la vieja mujer cruzaba los ojos con ella.
Seguro, Cora era un
buen asunto, casi hecho a su medida. Pero cuando uno pensaba
detenidamente en ello se daba cuenta de que aún era una chiquilla, y
nadie en su sano juicio se enredaría mucho con una cosa así.
Además, ella era gitana, y eso le añadía nuevas complicaciones al
hecho.
Mientras andaba de
vuelta a la plataforma para el último espectáculo de la noche, Rod
decidió que era el momento de enfriar un poco las cosas. Sería lo
mejor.
Aquella noche la
feria recogió velas y se dirigió a los terrenos del Condado de
Mazoo para una estancia de diez días. Cada día tuvieron lleno,
montones de palurdos que bajaban de las colinas de los alrededores;
casi doscientas personas, noche tras noche, todas ellas hambrientas
de acción.
Durante casi una
semana Rod consiguió mantenerse alejado del camino de Cora sin que
su intención resultara demasiado obvia. Su abuela estaba echando las
cartas al otro lado de la feria, y se suponía que Cora la ayudaba;
normalmente estaba demasiado ocupada como para escabullirse. En un
par de ocasiones Rod la vio haciéndole señas desde atrás de la
multitud que rodeaba su plataforma, pero siempre se las arregló para
mirar hacia otro lado y pretender que no la había visto. Y en una
ocasión la oyó arañar la puerta del remolque en mitad de la noche,
pero aparentó que estaba dormido, aunque ella lo llamó por su
nombre un par de veces, hasta que tras unos diez minutos se fue.
El problema era que
Rod ya no podía dormir bien; parecía como si ahora cada vez que
cerrara sus ojos no pudiera ver otra cosa más que el pozo, el
borracho con el rostro ennegrecido y el pollo blanco.
Así que la próxima
vez que Cora vino a arañar su puerta la dejó entrar, y por un
momento estuvo fuera del pozo, a salvo en sus brazos. Y en vez del
monstruo gruñendo y el pollo cacareando oyó su voz en la oscuridad,
su cálida y suave voz, murmurando:
—¿Me quieres,
Rod?
La respuesta surgió
fácilmente, como siempre.
—Claro que te
quiero. Ya lo sabes.
Los dedos de ella se
aferraron en sus brazos.
—Entonces todo
está bien. Podemos casarnos, y yo tendré el bebé…
—¿El bebé?
Se sentó de golpe.
—No quería
decírtelo, cariño, no hasta que estuviera segura, pero ahora ya lo
estoy. —Su voz era vibrante—. Simplemente piensa, querido…
Estaba pensando. Y
cuando habló, su voz era ronca.
—Tu abuela…
Madame Sylvia… ¿lo sabe?
—Todavía no.
Deseaba que tú vinieras conmigo cuando se lo dijera…
—No le digas nada.
—¿Rod?
—No le digas nada.
Líbrate de él.
—Cariño…
—Ya me has oído.
Ella intentó
abrazarle, pero él se liberó, se puso en pie y tomó su camisa.
Ella estaba llorando ahora, pero cuanto más fuerte sollozaba, más
se apresuraba él en vestirse como si ella no estuviera allí. Como
si ella no estuviera tartamudeando y balbuceando todas aquellas
tonterías acerca de lo que pretendía decir, acerca de que él no
podía hacer aquello, que debía escucharla, que si la vieja se
enteraba la mataría.
Rod deseó chillarle
que se callara, deseó abofetearle en la boca y hacer que se callara,
pero consiguió controlarse. Y cuando habló su voz era tranquila.
—Tómatelo con
calma, amor —dijo—. No permitamos excitarnos ahora. No hay ningún
problema.
—Pero has dicho…
Él palmeó su brazo
en la oscuridad.
—Relájate,
¿quieres? No tienes nada de qué preocuparte. Me has dicho que la
vieja no sabe nada. Librate de él, y nunca lo sabrá.
Cristo, era tan
sencillo que incluso una sin seso como Cora debería entenderlo. Pero
en vez de ello estaba llorando de nuevo, más fuerte que antes, y
golpeándole con sus puños.
—¡No, no, no
puedes obligarme a ello! Me dijiste que nos casaríamos, la primera
vez que te dejé hacerlo me prometiste que nos casaríamos tan pronto
como terminara la temporada…
—En lo que a mí
respecta, la temporada acaba de terminar. —Rod intentó mantener
controlada su voz, pero cuando ella vino de nuevo contra él,
golpeando, hubo algo peor que sentir sus puños. No podía soportarlo
por más tiempo; no sus golpes, no su húmedo lloriquear.
—Escúchame, Cora.
Siento lo que ha pasado, ya lo sabes. Pero ni sueñes en el
matrimonio.
La forma en que ella
estalló entonces podía hacer pensar en que el mundo estaba llegando
a su fin, y él tuvo que abofetearla fuertemente para evitar que toda
la maldita región oyera sus chillidos. Se sintió despreciable por
hacerlo, pero consiguió apaciguarla lo suficiente como para poder
sacarla de su remolque. Ella se alejó aún sollozando, pero muy
suavemente. Y al menos había comprendido el mensaje.
Rod no la vio por
los alrededores al día siguiente, ni al otro. Pero a fin de impedir
que volviera a molestarle pasó ambas noches en el remolque del
limpiabotas Donahue, jugando unas partidas con los muchachos. Pensó
que si se presentaba algún problema y tenía que salir por piernas,
mejor hacerlo con unos cuantos billetes extra por lo que pudiera
pasar.
Sólo que las cosas
no funcionaron exactamente así. Normalmente tenía bastante suerte
con las cartas, pero en ambas noches la fortuna le volvió la
espalda, y terminó debiendo sus próximas tres pagas. Aquello ya fue
bastante malo, pero al día siguiente las cosas fueron peor.
Fue Tronco quien le
dio la noticia.
Rod se dirigía
hacia la tienda que ejercía de cocina-comedor para el desayuno
cuando Tronco le llamó. Estaba tendido en un viejo camastro del
ejército fuera de su remolque, con un cigarrillo en su boca.
—¿Tienes fuego?
—preguntó.
Rod prendió un
fósforo resguardándolo entre sus manos y luego se sentó a su lado,
sabiendo que le tendría que ir quitando la ceniza mientras Tronco
fumaba. Y un tipo nacido sin brazos ni piernas tiene también un
ligero problema en arrojar luego la colilla.
Cosa curiosa, la
Extraña Gente nunca había impresionado a Rod, sin importar lo
extraño de su apariencia. Ni siquiera Tronco que era simplemente una
cabeza viviente unida a un torso sin forma definida, le producía
escalofríos. Quizá fuera debido al hecho de que al propio viejo
Tronco no parecía importarle; simplemente daba por sentado que era
un fenómeno. Y siempre había actuado con normalidad, no como aquel
chupabotellas de monstruo que perseguía al aleteante pollo haciendo
muecas con su ennegrecida cabeza y produciendo ruidos de animal loco
cuando atrapaba a la pobre bestia…
Rod intentó
rechazar el pensamiento y sacó un cigarrillo para él. Estaba
prendiendo el fósforo cuando Tronco levantó la vista hacia él.
—¿Has oído la
noticia? —preguntó.
—¿Qué noticia?
—Cora ha muerto.
Rod se quemó los
dedos, y el fósforo cayó al suelo.
—¿Muerto?
Tronco asintió.
—La noche pasada.
Madame Sylvia la encontró en el remolque tras la última función…
—¿Qué ocurrió?
Tronco se limitó a
mirarle.
—Pensé que quizá
tú pudieras decírmelo.
Rod tuvo que hacer
un esfuerzo para que las palabras brotaran de su boca.
—¿Qué infiernos
se supone que quieres decir con eso?
—Nada. —Tronco
alzó los hombros—. Madame Sylvia le dijo a Donahue que la chica
murió por perforación del apéndice.
Rod inspiró
profundamente. Se obligó a sí mismo a parecer apenado, pero al
mismo tiempo se sentía bien, tremendamente bien. Hasta que oyó a
Tronco decir:
—Lo único es que
nunca he oído a nadie que haya sufrido una perforación de apéndice
a causa de una aguja de hacer media.
Rod avanzó una mano
y retiró el cigarrillo de la boca de Tronco para quitar la ceniza.
Su mano temblaba tanto que no tuvo que hacer nada excepto esperar a
que cayera por sí sola.
—La historia del
apéndice es sólo una excusa… Madame Sylvia no desea que corran
rumores por ahí. —Tronco asintió mientras Rod volvía a meter el
cigarrillo en sus labios—. Pero si me lo preguntas, te diré que lo
sabe.
—Bueno, mira, si
estás diciendo lo que yo creo que estás diciendo, será mejor que
lo olvides…
—Seguro, ya lo he
olvidado. Pero ella no va a olvidar. —Tronco bajó la voz—. El
funeral será esta tarde, en el cementerio de aquí. Será mejor que
dejes verte con el resto de nosotros, sólo para que no parezca
extraño. Después de eso, mi consejo es que hagas las maletas y
eches a correr.
—Hey, espera un
minuto… —Rod fue a decir algo más, pero luego se preguntó,
¿para qué? Tronco sabía, y no tenía sentido aparentar delante de
él—. No puedo echar a correr —dijo—. Le debo tres semanas de
paga a Donahue. Si me largo él se encargará de hacer correr la voz,
y no voy a encontrar trabajo en ninguna feria, no por esa parte del
país.
Tronco escupió el
cigarrillo. Fue a aterrizar en el suelo junto al camastro, y Rod lo
aplastó con el zapato. Tronco agitó la cabeza.
—No te preocupes
por el dinero —dijo—. Si no sales corriendo, no vas a volver a
trabajar nunca más, en ningún sitio. —Miró cautelosamente a su
alrededor, y cuando habló de nuevo su voz era apenas un susurro—.
¿No comprendes? Te vas a aplastar… te lo digo, Madame Sylvia sabe
lo que ha ocurrido.
Rod no habló en un
susurro.
—¿Esa vieja
bruja? Tú mismo has dicho más de una vez que no desea saber nada
con la poli, y aunque no fuera así, no puede probar nada. Así que,
¿a qué debo temerle?
—Al mal de ojo
—dijo Tronco.
Rod parpadeó.
—¿Deseas que te
lo deletree? Hace tres temporadas, justo antes de que tú te unieras
al espectáculo, un tipo llamado Richey era el jefe de los
montadores. Era un buen tipo, pero tenía un problema… le
horrorizaban las serpientes. Por aquel entonces trabajaba también
con nosotros Babe Flynn, tenía un puñado de boas constrictor, todas
entrenadas para su acto y completamente inofensivas cuando ella
estaba allí. Pero Richey tenía un pavor tan grande a las serpientes
que ni siquiera quería acercarse al remolque de ella.
Su equivocación fue
acercarse demasiado al remolque de Madame Sylvia. Cora era más joven
por aquel entonces, en plena floración podríamos decir, pero
aquello no retuvo a Richey. No ocurrió nada serio entre ellos, tan
sólo palabras. Ignoro cómo lo supo la vieja, y cómo supo que a él
le aterraban las serpientes, puesto que él siempre había intentado
ocultarlo, por supuesto.
El caso es que una
tarde, el último día de nuestra estancia en Red Clay, Madame Sylvia
dio un pequeño paseo hasta el remolque de Richey. Él estaba fuera,
afeitándose, con un espejito colgado de su puerta.
Ella no le dijo
nada, ni siquiera le miró… simplemente se quedó mirando a su
reflejo en el espejo. Luego hizo un par de pases y murmuró algo para
sí misma, y siguió andando. Eso fue todo.
A la mañana
siguiente, Richey no apareció. Lo encontraron tendido en el suelo
dentro de su remolque, hecho papilla. La mitad de sus huesos estaban
rotos, y la forma en que su cuerpo había sido aplastado hacía
pensar en que una docena de boas constrictor se habían encargado
concienzudamente de él. Vi su rostro, y te juro que no era en
absoluto agradable.
La voz de Rod era
ronca.
—¿Quieres decir
que la vieja envió a aquellas serpientes contra él?
Tronco agitó la
cabeza.
—Babe Flynn
mantenía a sus serpientes encerradas bajo llave en su propio
remolque, y nadie podía abrir aquella puerta excepto ella. Juró y
perjuró que nadie se había acercado a ellas aquella noche, y si lo
hubiera hecho y hubiera sido capaz de liberarlas no hubiera
conseguido volver a encerrarlas de nuevo. Y allí estaban ellas,
tranquilas y plácidas. Pero Richey estaba muerto. Y eso es lo que
quiero decir con el mal de ojo.
—Mira —Rod le
estaba hablando a Tronco, pero deseaba oírse él también—, Madame
Sylvia es simplemente otra echadora de cartas, que lo único que sabe
hacer es decirle la buenaventura a los imbéciles. Toda esa
palabrería acerca de las maldiciones de las gitanas…
—De acuerdo, de
acuerdo —Tronco se alzó de hombros—. Pero si yo fuera tú
echaría a correr, y aprisa. Y hasta que hiciera eso, no permitiría
que la vieja me hallara frente a ningún espejo.
—Gracias por el
consejo —dijo Rod.
Mientras se alejaba,
Tronco dijo a sus espaldas:
—Te veré en el
funeral.
Pero Rod no fue al
funeral.
No era que tuviera
miedo de nada; simplemente no le gustaba la idea de estar de pie
junto a la tumba de Cora, con todo el mundo mirándole como si
supieran. Y por supuesto lo sabían, todos ellos. Quizá lo más
juicioso fuera largarse de allí como había dicho Tronco pero no
ahora. No hasta que pudiera pagar lo que le debía a Donahue. Durante
las siguientes tres semanas simplemente tendría que apechugar.
Mientras tanto,
vigilaría sus pasos. No era que creyera aquella estúpida historia
acerca del mal de ojo. Tronco simplemente estaba metiéndole miedo en
el cuerpo, todo aquello era una tontería. Pero no le haría ningún
daño ser precavido.
Fue por eso por lo
que se afeitó temprano para el espectáculo de aquella noche. Sabía
que la vieja estaba en el funeral con todos los demás; así que no
podría aparecer a sus espaldas para capturar su alma a través de su
reflejo en el espejo…
¡Maldita sea, no lo
conseguiría!
Rod se hizo una
mueca a su imagen en el espejo. ¿Qué infiernos le estaba pasando?
Él no creía en absoluto en aquellas tonterías de maldiciones.
Pero había algo que
no iba bien allí. Porque, por un momento, cuando Rod miró al espejo
no se vio a sí mismo. En su lugar contempló un rostro ennegrecido,
luciendo una sardónica sonrisa, con ojos sanguinolentos y una
retorcida boca que se abría para mostrar unos colmillos
amarillentos…
Rod parpadeó, y el
rostro desapareció; era su propio reflejo el que lo miraba al otro
lado del cristal. Pero su mano estaba temblando, y tuvo que dejar la
navaja.
Su mano seguía
temblando todavía cuando se tendió hacia la botella en el estante
de arriba, y derramó más whisky del que consiguió meter dentro del
vaso. Así que tomó un trago directamente de la botella. Y luego
otro, hasta que sus manos fueron firmes de nuevo. Es bueno para los
nervios, un trago aquí y otro allá. Sólo tienes que vigilarte un
poco, no dejar que te domine. Porque si te domina, dependerás de él,
y algún día antes de que te des cuenta de lo que está sucediendo
te encontrarás metido debajo de una lanosa peluca y con la cara
ennegrecida, allá abajo en el pozo, esperando a que te lancen el
pollo blanco…
Al infierno con todo
eso. No iba a ocurrir nunca. Sólo un par de semanas y se iría de
allí, se acabarían las ferias, nadie volvería a molestarle. Todo
lo que tenía que hacer ahora era mantener su sangre fría y ser un
poco precavido.
Rod fue muy
precavido aquella noche cuando subió a su plataforma y ajustó el
micro para empezar a hablar. De pie frente a las rojas banderas, se
sintió bien, muy bien, y el par de tragos extra que había tomado
directamente de la botella sólo para asegurarse parecía haber
eliminado aquella bola de miedo en el interior de su cabeza. Era
fácil hacer su discurso acerca de la Extraña Gente… «Todos ellos
aquí dentro, muchachos, aquí dentro»… y observar a los primos
tragar el anzuelo y entrar. Los primos… ellos eran los auténticos
fenómenos, sólo que no lo sabían. Pagando su entrada para ver a
pobres diablos como Tronco, y luego pagando una entrada extra para la
Atracción suplementaria especial, sólo para adultos, en el pozo de
paredes de lona dentro de la otra tienda. ¿Qué tipo de pervertido
podía pagar dinero para ver a un monstruo? ¿Qué le ocurría a toda
aquella gente?
¿Y qué le ocurría
a él? De pie allí junto al pozo, sujetando el saco de arpillera y
sintiendo al pollo agitarse dentro indefenso, Rod notó que el miedo
volvía a adueñarse de él. No deseaba mirar al interior del pozo y
ver al monstruo agazapado allí, gruñendo y haciendo muecas como un
auténtico hombre salvaje. Así que en vez de ello miró a la gente,
y aquello fue mejor. La gente no sabía que él tenía miedo. Nadie
sabía que estaba asustado, allí a solas con lo que le aterraba.
Rod le habló a la
gente, haciendo su discurso, y sus manos empezaron a trastear con la
cuerda que cerraba el saco de arpillera, preparándose para abrirlo y
echar el pollo al interior del pozo.
Y entonces fue
cuando la vio.
Estaba de pie a un
lado, justo al extremo de la lona; tan sólo una pequeña y arrugada
vieja vestida de negro, con un chal negro cubriendo su cabeza. Su
rostro estaba contraído, su piel era oscura y correosa, fruncida en
una mueca constante. Una vieja, alguien a quien nadie le habría
concedido una segunda ojeada, pero Rod la miró.
Y ella lo miró a
él.
Era curioso que
nunca se hubiera fijado antes en los ojos de Madame Sylvia. Eran
grandes y marrones y miraban fijamente… y ahora le estaban mirando
directamente a él, directamente a través de él.
Rod apartó su
mirada, obligó a sus dedos a abrir el saco. Durante todo el tiempo,
mecánicamente, había seguido hablando, terminando con su perorata
mientras agarraba al pollo, lo sacaba, arrojaba la agitada y
cacareante criatura a aquella otra criatura en el pozo… aquella
criatura que gruñía y agarraba y oh Dios mío mordía furiosamente…
No podía mirar y
tuvo que girar su cabeza, viendo de nuevo a la multitud gritar y
estremecerse y agitarse. Y ella seguía aún allí, seguía mirándole
todavía.
Pero ahora la mano
de ella, parecida a una garra, se movió, se movió por encima del
borde de la lona para extender un índice y señalar. Rod sabía a lo
que estaba señalando; estaba señalando al pozo del monstruo. Y
aquel rostro contraído podía cambiar su expresión, puesto que
ahora estaba sonriendo.
Rod se giró y salió
corriendo al exterior, a la noche.
Ella sabía.
No tan sólo acerca
de él y Cora, sino acerca de todo. Aquellos ojos que le habían
mirado a él y a través de él habían mirado también dentro de él…
habían mirado dentro y habían descubierto su miedo. Por eso había
señalado y había sonreído; sabía qué era lo que más temía en
el mundo.
Las luces de la
feria brillaban, pero estaba oscuro entre las paredes laterales de
lona de las tiendas, excepto allá donde una mancha de luz lunar se
reflejaba en el gran barril de agua situado cerca de la gran tienda
de la cocina-comedor.
El rostro de Rod
estaba empapado de sudor; se dirigió hacia el barril y mojó su
pañuelo en el agua para refrescar su frente. Tenía tiempo para ir a
tomar otro trago, y luego la próxima función. Debía
tranquilizarse.
El agua fría ayudó
a aclarar su cabeza, y volvió a mojar su pañuelo en el agua.
Aquello estaba mejor. No tenía sentido perder el control simplemente
porque una estúpida vieja le hubiese lanzado una rencorosa mirada.
Aquellas historias acerca de las gitanas y la mirada diabólica y el
mal de ojo eran simples cuentos. Y aunque hubiera algo de ello, no
iba a dejar que lo atrapara. Lo único que tenía que hacer era
evitar el situarse frente a un espejo.
Entonces miró al
agua en el barril, vio sus rasgos reflejados a la luz lunar. Y vio
también el rostro de ella, de pie inmediatamente detrás de él. Sus
ojos le miraban fijamente, y su boca estaba murmurando algo, y sus
manos se elevaron haciendo pases en el aire. Haciendo pases como una
vieja bruja, para convertirlo a él en un monstruo a través del mal
de ojo…
Rod se giró, y
aquello fue lo último que recordó. Debió perder el conocimiento y
caer, ya que cuando volvió en sí seguía aún en el suelo.
Pero el suelo era de
algún modo distinto al que rodeaba las tiendas; estaba cubierto de
serrín. Y la luz era más intensa, brillaba directamente sobre él
entre las paredes de lona del pozo.
Estaba en el pozo.
Se dio cuenta de
ello y miró hacia arriba, sabiendo que era demasiado tarde, que ella
lo había atrapado, que ahora estaba en el cuerpo del monstruo.
Pero había algo
desconcertante a su alrededor; el pozo era más profundo, las paredes
de lona mucho más altas. Todo parecía más grande, incluso el
confuso montón de rostros apiñados a los lados del pozo allá
arriba, a lo lejos. Allá arriba, a lo lejos… ¿por qué era tan
pequeño?
Entonces desvió los
ojos cuando oyó el gruñido. Rod giró su cabeza y miró de nuevo
hacia arriba, justo a tiempo para ver el ennegrecido rostro y su
sonrisa sardónica inclinándose sobre él, la gigantesca boca
abriéndose para mostrar los cariados y amarillentos dientes. Sólo
entonces se dio cuenta Rod de lo que realmente le había hecho ella,
cuando las enormes manos lo agarraron y tiraron de él. Por un
momento cacareó y agitó alocadamente sus alas.
Entonces el monstruo
le arrancó la cabeza de un mordisco.
Escalofrrríos. 1981.
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