sábado, 5 de noviembre de 2022

El mal de ojo. Robert Bloch.

Rod sacó el pollo del saco de arpillera y lo echó al pozo.
El pollo cacareó y agitó las alas, y Rod apartó rápidamente la vista. La boquiabierta multitud reunida en torno a las paredes de lona del pozo le ignoraron; ahora todos los ojos estaban clavados en lo que estaba ocurriendo allá abajo. Hubo un nuevo cacareo, un sonido áspero y rasposo, y luego una repentina y simultánea inspiración por parte de los espectadores.
Rod no tenía que mirar. Sabía que el monstruo había agarrado al pollo.
Entonces la multitud empezó a rugir. Era un ruido extraño, compuesto por gritos de mujeres, duras y fuertes risas bordeando la histeria, y profundos y roncos murmullos masculinos de impresionada consternación.
Rod también sabía lo que significaba aquel sonido.
El monstruo estaba arrancándole a mordiscos la cabeza al pollo.
Rod salió tambaleándose fuera de la pequeña tienda, sin mirar hacia atrás, dándole las gracias al frío aire nocturno que azotaba su sudoroso rostro. Su camisa estaba empapada bajo la ligera chaqueta de lana. Tendría que cambiarse de nuevo antes de subir a la plataforma de afuera para su siguiente perorata.
Ésta en sí no le preocupaba. Hablar siempre había sido su trabajo, y era bueno en ello; le gustaba examinar todos los pros y los contras y darle vueltas y más vueltas al asunto. De pie allá frente a las banderas color sangre y lanzando su discurso acerca de la Extraña Gente, siempre sentía que aumentaban sus fuerzas.
Aunque sólo estuviera trabajando para un piojoso espectáculo de feria que nunca había actuado en ningún lugar más al norte de Tennessee. Durante tres temporadas consecutivas había estado con él, era un profesional, un auténtico artista de feria.
Pero ahora, repentinamente, algo estaba asustándole. No servía de nada engañarse, tenía que hacerle frente.
Rod tenía miedo del monstruo.
Cruzó por detrás de la tienda y avanzó en dirección a su pequeño remolque, tomando un pañuelo y secándose con él la frente. Aquello ayudó un poco, pero no podía secar el sudor que había dentro de su cabeza. El frío y viscoso miedo que ahora había siempre allí, noche y día.
Al infierno con todo aquello, no tenía sentido. El Monarca de los Alegres Espectáculos siempre había trabajado «fuerte»… allí en aquellas regiones agrestes podías llegar incluso hasta el asesinato, sobre todo si lo único que matabas eran pollos. ¿Y quién demonios se preocupaba por los pollos, después de todo? Los mataderos cortaban un millón de cabezas al día. Un pollo es simplemente un ave asquerosa, y un monstruo es simplemente un borrachín asqueroso. Un chupalicores que se asocia con un artista de feria, pone caras raras de tipo loco y da vueltas y más vueltas en el fondo de un recinto de lona mientras el otro lanza su disertación a la multitud acerca de aquel feroz monstruo, medio hombre y medio bestia. Luego el conferenciante echa el pollo al pozo, y el monstruo cumple con su cometido.
Rod agitó la cabeza, pero lo que había dentro de ella se negaba a salir. Permanecía allí dentro, frío y viscoso y agazapado. Había estado allí constantemente desde el inicio de aquella temporada, y ahora Rod era consciente de que estaba creciendo. El miedo se iba haciendo mayor.
¿Pero por qué? Había trabajado con media docena de borrachines en los pasados tres años. Quizá decapitar a mordiscos a un pollo vivo no fuera exactamente la mejor forma de ganarse la vida, pero si al monstruo no le importaba, ¿por qué habría de preocuparle a él? Y Rod sabía que un monstruo no era realmente un ser embrutecido, sino tan sólo un desgraciado holgazán que había tenido mala suerte y se conformaba con lo que le saliera… dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que le proporcionara su ración diaria de calientasesos.
Aquella temporada el monstruo que le acompañaba se llamaba Mike. Un tipo tranquilo que no se metía con nadie cuando no estaba trabajando; bajo el maquillaje aplicado con un corcho quemado, poseía el triste y arrugado rostro de un hombre de cincuenta años. Cincuenta duros años, quizá treinta de esos años de duro beber. Nunca hablaba, simplemente tomaba su botella y salía de la lona para dirigirse a uno de los remolques. Mirándole hacerlo, Rod nunca se sentía asustado; si acaso, experimentaba una cierta lástima hacia el pobre bastardo.
Sólo cuando el monstruo se hallaba en el pozo sentía Rod aquella bola de miedo crecer y desarrollarse. Cuando veía la lanuda peluca y el ennegrecido rostro, las manos pintadas que se abrían y cerraban con sus falsas garras… sí, y cuando veía la ferozmente sonriente boca abrirse para mostrar los amarillentos y cariados dientes, preparados para morder…
Oh, aquello le estaba carcomiendo, le aferraba cada vez más fuerte. Pero nadie más que él lo sabía. Y nadie debía saberlo. Rod no estaba dispuesto a hablarle de aquello a nadie de por allí, como tampoco tenía intención de ir a ningún arreglacabezas para decirle: «Hey, doc, ayúdeme… tengo miedo de estarme convirtiendo en un monstruo». Se conocía mejor que eso. Ningún arreglacabezas podía ayudarle, y nunca aceptaría el embrutecerse para seguir viviendo. Arreglaría aquello por sí mismo; tenía que hacerlo, y deseaba hacerlo, y no quería que nadie se entrometiera en ello.
Rod subió los peldaños, quitándose la chaqueta y desabotonándose la empapada camisa mientras penetraba en la oscuridad del remolque.
Y entonces sintió las manos deslizándose por su pecho desnudo, moviéndose hacia sus hombros para abrazarle, y olió la fragancia, sintió el calor y la presión antes incluso de oír las palabras susurradas:
—Rod, querido… ¿te has sorprendido?
A decir verdad, Rod no se había sorprendido. Pero le complacía que ella hubiera estado aguardándole. La tomó entre sus brazos y pegó su boca a la de ella mientras se dejaban caer en el camastro.
—Cora —murmuró—. Cora…
—Chist. No es momento de hablar.
Tenía razón. No era el momento, porque tenía que estar de vuelta en la plataforma dentro de quince minutos. Y no era en absoluto una buena idea hablar, no con Madame Sylvia reptando por los alrededores y surgiendo de la nada justo cuando uno menos lo esperaba. ¿Por qué infiernos un dulce pájaro como Cora tenía que tener un viejo buitre como Madame Sylvia como abuela?
Pero Rod no pensaba en abuelas ahora, como tampoco pensaba en monstruos. Eso era lo que Cora hacía con él, eso era lo que Cora hacía para él, disolver el frío miedo y convertirlo en calor, a través de su contorsionante y deseable carne. En momentos como aquel Rod sabía que podía aislarse de todo, olvidarlo todo. Olvidarlo todo significaba estar con ella, y aquello era suficiente; aquello lo era todo.
Sólo fue más tarde, volviendo a ponerse la camisa, oyéndola a ella susurrar: «Por favor, cariño, apresúrate y sal de aquí antes de que ella venga a buscarme», cuando se preguntó si realmente se merecía todo aquello, todo aquel trastear apresurado en la oscuridad con una quinceañera que prácticamente manchaba sus pantalones cada vez que la vieja mujer cruzaba los ojos con ella.
Seguro, Cora era un buen asunto, casi hecho a su medida. Pero cuando uno pensaba detenidamente en ello se daba cuenta de que aún era una chiquilla, y nadie en su sano juicio se enredaría mucho con una cosa así. Además, ella era gitana, y eso le añadía nuevas complicaciones al hecho.
Mientras andaba de vuelta a la plataforma para el último espectáculo de la noche, Rod decidió que era el momento de enfriar un poco las cosas. Sería lo mejor.
Aquella noche la feria recogió velas y se dirigió a los terrenos del Condado de Mazoo para una estancia de diez días. Cada día tuvieron lleno, montones de palurdos que bajaban de las colinas de los alrededores; casi doscientas personas, noche tras noche, todas ellas hambrientas de acción.
Durante casi una semana Rod consiguió mantenerse alejado del camino de Cora sin que su intención resultara demasiado obvia. Su abuela estaba echando las cartas al otro lado de la feria, y se suponía que Cora la ayudaba; normalmente estaba demasiado ocupada como para escabullirse. En un par de ocasiones Rod la vio haciéndole señas desde atrás de la multitud que rodeaba su plataforma, pero siempre se las arregló para mirar hacia otro lado y pretender que no la había visto. Y en una ocasión la oyó arañar la puerta del remolque en mitad de la noche, pero aparentó que estaba dormido, aunque ella lo llamó por su nombre un par de veces, hasta que tras unos diez minutos se fue.
El problema era que Rod ya no podía dormir bien; parecía como si ahora cada vez que cerrara sus ojos no pudiera ver otra cosa más que el pozo, el borracho con el rostro ennegrecido y el pollo blanco.
Así que la próxima vez que Cora vino a arañar su puerta la dejó entrar, y por un momento estuvo fuera del pozo, a salvo en sus brazos. Y en vez del monstruo gruñendo y el pollo cacareando oyó su voz en la oscuridad, su cálida y suave voz, murmurando:
—¿Me quieres, Rod?
La respuesta surgió fácilmente, como siempre.
—Claro que te quiero. Ya lo sabes.
Los dedos de ella se aferraron en sus brazos.
—Entonces todo está bien. Podemos casarnos, y yo tendré el bebé…
—¿El bebé?
Se sentó de golpe.
—No quería decírtelo, cariño, no hasta que estuviera segura, pero ahora ya lo estoy. —Su voz era vibrante—. Simplemente piensa, querido…
Estaba pensando. Y cuando habló, su voz era ronca.
—Tu abuela… Madame Sylvia… ¿lo sabe?
—Todavía no. Deseaba que tú vinieras conmigo cuando se lo dijera…
—No le digas nada.
—¿Rod?
—No le digas nada. Líbrate de él.
—Cariño…
—Ya me has oído.
Ella intentó abrazarle, pero él se liberó, se puso en pie y tomó su camisa. Ella estaba llorando ahora, pero cuanto más fuerte sollozaba, más se apresuraba él en vestirse como si ella no estuviera allí. Como si ella no estuviera tartamudeando y balbuceando todas aquellas tonterías acerca de lo que pretendía decir, acerca de que él no podía hacer aquello, que debía escucharla, que si la vieja se enteraba la mataría.
Rod deseó chillarle que se callara, deseó abofetearle en la boca y hacer que se callara, pero consiguió controlarse. Y cuando habló su voz era tranquila.
—Tómatelo con calma, amor —dijo—. No permitamos excitarnos ahora. No hay ningún problema.
—Pero has dicho…
Él palmeó su brazo en la oscuridad.
—Relájate, ¿quieres? No tienes nada de qué preocuparte. Me has dicho que la vieja no sabe nada. Librate de él, y nunca lo sabrá.
Cristo, era tan sencillo que incluso una sin seso como Cora debería entenderlo. Pero en vez de ello estaba llorando de nuevo, más fuerte que antes, y golpeándole con sus puños.
—¡No, no, no puedes obligarme a ello! Me dijiste que nos casaríamos, la primera vez que te dejé hacerlo me prometiste que nos casaríamos tan pronto como terminara la temporada…
—En lo que a mí respecta, la temporada acaba de terminar. —Rod intentó mantener controlada su voz, pero cuando ella vino de nuevo contra él, golpeando, hubo algo peor que sentir sus puños. No podía soportarlo por más tiempo; no sus golpes, no su húmedo lloriquear.
—Escúchame, Cora. Siento lo que ha pasado, ya lo sabes. Pero ni sueñes en el matrimonio.
La forma en que ella estalló entonces podía hacer pensar en que el mundo estaba llegando a su fin, y él tuvo que abofetearla fuertemente para evitar que toda la maldita región oyera sus chillidos. Se sintió despreciable por hacerlo, pero consiguió apaciguarla lo suficiente como para poder sacarla de su remolque. Ella se alejó aún sollozando, pero muy suavemente. Y al menos había comprendido el mensaje.
Rod no la vio por los alrededores al día siguiente, ni al otro. Pero a fin de impedir que volviera a molestarle pasó ambas noches en el remolque del limpiabotas Donahue, jugando unas partidas con los muchachos. Pensó que si se presentaba algún problema y tenía que salir por piernas, mejor hacerlo con unos cuantos billetes extra por lo que pudiera pasar.
Sólo que las cosas no funcionaron exactamente así. Normalmente tenía bastante suerte con las cartas, pero en ambas noches la fortuna le volvió la espalda, y terminó debiendo sus próximas tres pagas. Aquello ya fue bastante malo, pero al día siguiente las cosas fueron peor.
Fue Tronco quien le dio la noticia.
Rod se dirigía hacia la tienda que ejercía de cocina-comedor para el desayuno cuando Tronco le llamó. Estaba tendido en un viejo camastro del ejército fuera de su remolque, con un cigarrillo en su boca.
—¿Tienes fuego? —preguntó.
Rod prendió un fósforo resguardándolo entre sus manos y luego se sentó a su lado, sabiendo que le tendría que ir quitando la ceniza mientras Tronco fumaba. Y un tipo nacido sin brazos ni piernas tiene también un ligero problema en arrojar luego la colilla.
Cosa curiosa, la Extraña Gente nunca había impresionado a Rod, sin importar lo extraño de su apariencia. Ni siquiera Tronco que era simplemente una cabeza viviente unida a un torso sin forma definida, le producía escalofríos. Quizá fuera debido al hecho de que al propio viejo Tronco no parecía importarle; simplemente daba por sentado que era un fenómeno. Y siempre había actuado con normalidad, no como aquel chupabotellas de monstruo que perseguía al aleteante pollo haciendo muecas con su ennegrecida cabeza y produciendo ruidos de animal loco cuando atrapaba a la pobre bestia…
Rod intentó rechazar el pensamiento y sacó un cigarrillo para él. Estaba prendiendo el fósforo cuando Tronco levantó la vista hacia él.
—¿Has oído la noticia? —preguntó.
—¿Qué noticia?
—Cora ha muerto.
Rod se quemó los dedos, y el fósforo cayó al suelo.
—¿Muerto?
Tronco asintió.
—La noche pasada. Madame Sylvia la encontró en el remolque tras la última función…
—¿Qué ocurrió?
Tronco se limitó a mirarle.
—Pensé que quizá tú pudieras decírmelo.
Rod tuvo que hacer un esfuerzo para que las palabras brotaran de su boca.
—¿Qué infiernos se supone que quieres decir con eso?
—Nada. —Tronco alzó los hombros—. Madame Sylvia le dijo a Donahue que la chica murió por perforación del apéndice.
Rod inspiró profundamente. Se obligó a sí mismo a parecer apenado, pero al mismo tiempo se sentía bien, tremendamente bien. Hasta que oyó a Tronco decir:
—Lo único es que nunca he oído a nadie que haya sufrido una perforación de apéndice a causa de una aguja de hacer media.
Rod avanzó una mano y retiró el cigarrillo de la boca de Tronco para quitar la ceniza. Su mano temblaba tanto que no tuvo que hacer nada excepto esperar a que cayera por sí sola.
—La historia del apéndice es sólo una excusa… Madame Sylvia no desea que corran rumores por ahí. —Tronco asintió mientras Rod volvía a meter el cigarrillo en sus labios—. Pero si me lo preguntas, te diré que lo sabe.
—Bueno, mira, si estás diciendo lo que yo creo que estás diciendo, será mejor que lo olvides…
—Seguro, ya lo he olvidado. Pero ella no va a olvidar. —Tronco bajó la voz—. El funeral será esta tarde, en el cementerio de aquí. Será mejor que dejes verte con el resto de nosotros, sólo para que no parezca extraño. Después de eso, mi consejo es que hagas las maletas y eches a correr.
—Hey, espera un minuto… —Rod fue a decir algo más, pero luego se preguntó, ¿para qué? Tronco sabía, y no tenía sentido aparentar delante de él—. No puedo echar a correr —dijo—. Le debo tres semanas de paga a Donahue. Si me largo él se encargará de hacer correr la voz, y no voy a encontrar trabajo en ninguna feria, no por esa parte del país.
Tronco escupió el cigarrillo. Fue a aterrizar en el suelo junto al camastro, y Rod lo aplastó con el zapato. Tronco agitó la cabeza.
—No te preocupes por el dinero —dijo—. Si no sales corriendo, no vas a volver a trabajar nunca más, en ningún sitio. —Miró cautelosamente a su alrededor, y cuando habló de nuevo su voz era apenas un susurro—. ¿No comprendes? Te vas a aplastar… te lo digo, Madame Sylvia sabe lo que ha ocurrido.
Rod no habló en un susurro.
—¿Esa vieja bruja? Tú mismo has dicho más de una vez que no desea saber nada con la poli, y aunque no fuera así, no puede probar nada. Así que, ¿a qué debo temerle?
—Al mal de ojo —dijo Tronco.
Rod parpadeó.
—¿Deseas que te lo deletree? Hace tres temporadas, justo antes de que tú te unieras al espectáculo, un tipo llamado Richey era el jefe de los montadores. Era un buen tipo, pero tenía un problema… le horrorizaban las serpientes. Por aquel entonces trabajaba también con nosotros Babe Flynn, tenía un puñado de boas constrictor, todas entrenadas para su acto y completamente inofensivas cuando ella estaba allí. Pero Richey tenía un pavor tan grande a las serpientes que ni siquiera quería acercarse al remolque de ella.
Su equivocación fue acercarse demasiado al remolque de Madame Sylvia. Cora era más joven por aquel entonces, en plena floración podríamos decir, pero aquello no retuvo a Richey. No ocurrió nada serio entre ellos, tan sólo palabras. Ignoro cómo lo supo la vieja, y cómo supo que a él le aterraban las serpientes, puesto que él siempre había intentado ocultarlo, por supuesto.
El caso es que una tarde, el último día de nuestra estancia en Red Clay, Madame Sylvia dio un pequeño paseo hasta el remolque de Richey. Él estaba fuera, afeitándose, con un espejito colgado de su puerta.
Ella no le dijo nada, ni siquiera le miró… simplemente se quedó mirando a su reflejo en el espejo. Luego hizo un par de pases y murmuró algo para sí misma, y siguió andando. Eso fue todo.
A la mañana siguiente, Richey no apareció. Lo encontraron tendido en el suelo dentro de su remolque, hecho papilla. La mitad de sus huesos estaban rotos, y la forma en que su cuerpo había sido aplastado hacía pensar en que una docena de boas constrictor se habían encargado concienzudamente de él. Vi su rostro, y te juro que no era en absoluto agradable.
La voz de Rod era ronca.
—¿Quieres decir que la vieja envió a aquellas serpientes contra él?
Tronco agitó la cabeza.
—Babe Flynn mantenía a sus serpientes encerradas bajo llave en su propio remolque, y nadie podía abrir aquella puerta excepto ella. Juró y perjuró que nadie se había acercado a ellas aquella noche, y si lo hubiera hecho y hubiera sido capaz de liberarlas no hubiera conseguido volver a encerrarlas de nuevo. Y allí estaban ellas, tranquilas y plácidas. Pero Richey estaba muerto. Y eso es lo que quiero decir con el mal de ojo.
—Mira —Rod le estaba hablando a Tronco, pero deseaba oírse él también—, Madame Sylvia es simplemente otra echadora de cartas, que lo único que sabe hacer es decirle la buenaventura a los imbéciles. Toda esa palabrería acerca de las maldiciones de las gitanas…
—De acuerdo, de acuerdo —Tronco se alzó de hombros—. Pero si yo fuera tú echaría a correr, y aprisa. Y hasta que hiciera eso, no permitiría que la vieja me hallara frente a ningún espejo.
—Gracias por el consejo —dijo Rod.
Mientras se alejaba, Tronco dijo a sus espaldas:
—Te veré en el funeral.
Pero Rod no fue al funeral.
No era que tuviera miedo de nada; simplemente no le gustaba la idea de estar de pie junto a la tumba de Cora, con todo el mundo mirándole como si supieran. Y por supuesto lo sabían, todos ellos. Quizá lo más juicioso fuera largarse de allí como había dicho Tronco pero no ahora. No hasta que pudiera pagar lo que le debía a Donahue. Durante las siguientes tres semanas simplemente tendría que apechugar.
Mientras tanto, vigilaría sus pasos. No era que creyera aquella estúpida historia acerca del mal de ojo. Tronco simplemente estaba metiéndole miedo en el cuerpo, todo aquello era una tontería. Pero no le haría ningún daño ser precavido.
Fue por eso por lo que se afeitó temprano para el espectáculo de aquella noche. Sabía que la vieja estaba en el funeral con todos los demás; así que no podría aparecer a sus espaldas para capturar su alma a través de su reflejo en el espejo…
¡Maldita sea, no lo conseguiría!
Rod se hizo una mueca a su imagen en el espejo. ¿Qué infiernos le estaba pasando? Él no creía en absoluto en aquellas tonterías de maldiciones.
Pero había algo que no iba bien allí. Porque, por un momento, cuando Rod miró al espejo no se vio a sí mismo. En su lugar contempló un rostro ennegrecido, luciendo una sardónica sonrisa, con ojos sanguinolentos y una retorcida boca que se abría para mostrar unos colmillos amarillentos…
Rod parpadeó, y el rostro desapareció; era su propio reflejo el que lo miraba al otro lado del cristal. Pero su mano estaba temblando, y tuvo que dejar la navaja.
Su mano seguía temblando todavía cuando se tendió hacia la botella en el estante de arriba, y derramó más whisky del que consiguió meter dentro del vaso. Así que tomó un trago directamente de la botella. Y luego otro, hasta que sus manos fueron firmes de nuevo. Es bueno para los nervios, un trago aquí y otro allá. Sólo tienes que vigilarte un poco, no dejar que te domine. Porque si te domina, dependerás de él, y algún día antes de que te des cuenta de lo que está sucediendo te encontrarás metido debajo de una lanosa peluca y con la cara ennegrecida, allá abajo en el pozo, esperando a que te lancen el pollo blanco…
Al infierno con todo eso. No iba a ocurrir nunca. Sólo un par de semanas y se iría de allí, se acabarían las ferias, nadie volvería a molestarle. Todo lo que tenía que hacer ahora era mantener su sangre fría y ser un poco precavido.
Rod fue muy precavido aquella noche cuando subió a su plataforma y ajustó el micro para empezar a hablar. De pie frente a las rojas banderas, se sintió bien, muy bien, y el par de tragos extra que había tomado directamente de la botella sólo para asegurarse parecía haber eliminado aquella bola de miedo en el interior de su cabeza. Era fácil hacer su discurso acerca de la Extraña Gente… «Todos ellos aquí dentro, muchachos, aquí dentro»… y observar a los primos tragar el anzuelo y entrar. Los primos… ellos eran los auténticos fenómenos, sólo que no lo sabían. Pagando su entrada para ver a pobres diablos como Tronco, y luego pagando una entrada extra para la Atracción suplementaria especial, sólo para adultos, en el pozo de paredes de lona dentro de la otra tienda. ¿Qué tipo de pervertido podía pagar dinero para ver a un monstruo? ¿Qué le ocurría a toda aquella gente?
¿Y qué le ocurría a él? De pie allí junto al pozo, sujetando el saco de arpillera y sintiendo al pollo agitarse dentro indefenso, Rod notó que el miedo volvía a adueñarse de él. No deseaba mirar al interior del pozo y ver al monstruo agazapado allí, gruñendo y haciendo muecas como un auténtico hombre salvaje. Así que en vez de ello miró a la gente, y aquello fue mejor. La gente no sabía que él tenía miedo. Nadie sabía que estaba asustado, allí a solas con lo que le aterraba.
Rod le habló a la gente, haciendo su discurso, y sus manos empezaron a trastear con la cuerda que cerraba el saco de arpillera, preparándose para abrirlo y echar el pollo al interior del pozo.
Y entonces fue cuando la vio.
Estaba de pie a un lado, justo al extremo de la lona; tan sólo una pequeña y arrugada vieja vestida de negro, con un chal negro cubriendo su cabeza. Su rostro estaba contraído, su piel era oscura y correosa, fruncida en una mueca constante. Una vieja, alguien a quien nadie le habría concedido una segunda ojeada, pero Rod la miró.
Y ella lo miró a él.
Era curioso que nunca se hubiera fijado antes en los ojos de Madame Sylvia. Eran grandes y marrones y miraban fijamente… y ahora le estaban mirando directamente a él, directamente a través de él.
Rod apartó su mirada, obligó a sus dedos a abrir el saco. Durante todo el tiempo, mecánicamente, había seguido hablando, terminando con su perorata mientras agarraba al pollo, lo sacaba, arrojaba la agitada y cacareante criatura a aquella otra criatura en el pozo… aquella criatura que gruñía y agarraba y oh Dios mío mordía furiosamente…
No podía mirar y tuvo que girar su cabeza, viendo de nuevo a la multitud gritar y estremecerse y agitarse. Y ella seguía aún allí, seguía mirándole todavía.
Pero ahora la mano de ella, parecida a una garra, se movió, se movió por encima del borde de la lona para extender un índice y señalar. Rod sabía a lo que estaba señalando; estaba señalando al pozo del monstruo. Y aquel rostro contraído podía cambiar su expresión, puesto que ahora estaba sonriendo.
Rod se giró y salió corriendo al exterior, a la noche.
Ella sabía.
No tan sólo acerca de él y Cora, sino acerca de todo. Aquellos ojos que le habían mirado a él y a través de él habían mirado también dentro de él… habían mirado dentro y habían descubierto su miedo. Por eso había señalado y había sonreído; sabía qué era lo que más temía en el mundo.
Las luces de la feria brillaban, pero estaba oscuro entre las paredes laterales de lona de las tiendas, excepto allá donde una mancha de luz lunar se reflejaba en el gran barril de agua situado cerca de la gran tienda de la cocina-comedor.
El rostro de Rod estaba empapado de sudor; se dirigió hacia el barril y mojó su pañuelo en el agua para refrescar su frente. Tenía tiempo para ir a tomar otro trago, y luego la próxima función. Debía tranquilizarse.
El agua fría ayudó a aclarar su cabeza, y volvió a mojar su pañuelo en el agua. Aquello estaba mejor. No tenía sentido perder el control simplemente porque una estúpida vieja le hubiese lanzado una rencorosa mirada. Aquellas historias acerca de las gitanas y la mirada diabólica y el mal de ojo eran simples cuentos. Y aunque hubiera algo de ello, no iba a dejar que lo atrapara. Lo único que tenía que hacer era evitar el situarse frente a un espejo.
Entonces miró al agua en el barril, vio sus rasgos reflejados a la luz lunar. Y vio también el rostro de ella, de pie inmediatamente detrás de él. Sus ojos le miraban fijamente, y su boca estaba murmurando algo, y sus manos se elevaron haciendo pases en el aire. Haciendo pases como una vieja bruja, para convertirlo a él en un monstruo a través del mal de ojo…
Rod se giró, y aquello fue lo último que recordó. Debió perder el conocimiento y caer, ya que cuando volvió en sí seguía aún en el suelo.
Pero el suelo era de algún modo distinto al que rodeaba las tiendas; estaba cubierto de serrín. Y la luz era más intensa, brillaba directamente sobre él entre las paredes de lona del pozo.
Estaba en el pozo.
Se dio cuenta de ello y miró hacia arriba, sabiendo que era demasiado tarde, que ella lo había atrapado, que ahora estaba en el cuerpo del monstruo.
Pero había algo desconcertante a su alrededor; el pozo era más profundo, las paredes de lona mucho más altas. Todo parecía más grande, incluso el confuso montón de rostros apiñados a los lados del pozo allá arriba, a lo lejos. Allá arriba, a lo lejos… ¿por qué era tan pequeño?
Entonces desvió los ojos cuando oyó el gruñido. Rod giró su cabeza y miró de nuevo hacia arriba, justo a tiempo para ver el ennegrecido rostro y su sonrisa sardónica inclinándose sobre él, la gigantesca boca abriéndose para mostrar los cariados y amarillentos dientes. Sólo entonces se dio cuenta Rod de lo que realmente le había hecho ella, cuando las enormes manos lo agarraron y tiraron de él. Por un momento cacareó y agitó alocadamente sus alas.
Entonces el monstruo le arrancó la cabeza de un mordisco.

Escalofrrríos. 1981.

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