“Un equipo de magia”, eso fue lo que dijo Ramiro cuando le pregunté por su regalo. “Con una varita y un sombrero”, remató antes de salir corriendo a la calle a patear la pelota. La tarde del cumpleaños fue una batalla campal: niños corrían por todas partes como murciélagos encandilados. En la noche, Ramiro destapó los regalos y casi cae desmayado cuando abrió el mío. De la caja, sacó un juego de cartas españolas, un tarro con monedas falsas, tres pañuelos de colores y, entre otras cosas, un sombrero negro que se colocó en la cabeza. Se paró sobre la cama y se envolvió una sábana en el cuello; en su mano derecha, una varita mágica cortaba el aire como si se tratara de un pastel. “Soy Mandrake”, gritó y su felicidad fue la mía. Los otros regalos seguían sin destapar, tirados sobre el piso. Le pasé el manual de instrucciones y le dije que lo leyera antes de cometer un disparate o dañar alguna cosa. “Tranquila, mamá —me dijo—; yo sé cómo funcionan estas cosas”; y, como si tuviera experiencia, empezó a recitar palabras en un idioma infantil que no logré entender. Agitó la varita y un dispositivo de fuegos artificiales llenó la habitación de un humo blanco. Y ahí, ahí mismo fue cuando sentí un cosquilleo en el pecho y un dolor en la boca, como si alguien me hubiera sacado los dientes de adelante. Al despejarse la humareda, me vi sobre el piso y Ramiro seguía sobre la cama con una sonrisa macabra. Desde ese día, me la paso encerrada en esta jaula, las garras me han crecido y nadie me presta atención cuando, con mucho esfuerzo, consigo cazar una mosca.
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