Julia tenía siete años cuando entró
por primera vez en la casa de su amiga Eugenia. Cruzar aquella puerta
la llenó de emoción. Eugenia tenía un padre muy guapo, una madre
que parecía su abuela y varios hermanos mayores. Esta familia
sorprendente vivía enfrente del colegio, y Julia no conocía ese
mundo del centro. No sabía cómo eran por dentro las casas de dos
pisos, con puertas y ventanas que daban a una acera, y un patio
trasero para jugar. Julia vivía lejos, en un lugar apartado fuera
del pueblo, un barrio de casitas pequeñas de marineros al que
ninguna madre del centro dejaría ir a su hija.
Al
salir del colegio, la casa de Eugenia ya estaba allí. Por fuera era
bonita. Julia se la imaginaba por dentro llena de lujos, con muebles
de comedor y lámparas, pero cuando entró todo fue diferente. Era
bastante lóbrega, olía a humedad y las paredes estaban despintadas.
La madre de Eugenia tenía cara de enferma, y se le acercó:
-¿Y
tú de quién eres?
Julia
dio el nombre de su padre y de su madre, pero se dio cuenta de que
esto no servía de nada para identificar a su familia.
-...soy
de los marrubes -dijo al fin.
-Claro,
con el pelo blanco, ya me lo pareció.
Los
marrubes tenían el pelo rubio. El padre de Eugenia tenía un
negocio de transportistas. A Julia, aquella mujer que le hacía
preguntas le pareció buena, le hablaba como a una persona mayor y se
disculpaba ante ella de las condiciones de la casa.
-Pasa,
pasa -le dijo muy amable-, todo está un poco sucio, es que estoy
enferma ¿sabes? Yo soy una mujer enferma. ¿Y no va a misa tu madre?
A
los marrubes la iglesia les quedaba lejos. Aquella mujer
empezó a hablar de Dios, y le preguntó si sabía rezar el rosario.
No. Los marrubes no sabían rezar el rosario. Muchos marrubes
no sabían ni leer.
-¿Y
eres muy lista? Sé que sacas buenas notas; no como mi hija.
Julia
se removió en el sofá. Le pareció que aquella madre no quería a
Eugenia; pero su amiga parecía acostumbrada.
-Ven,
que te enseño la guitarra -le dijo.
-Que
no se vaya a romper -avisó la madre enferma.
Eugenia
subió al cuarto a buscar la guitarra y Julia se quedó sola con
aquella mujer. Notaba sus ojos enfebrecidos clavándose en su cara,
ansiosos de saber. Eran muchas las dudas que la madre de Eugenia
quería despejar: cuántos hermanos eran, y cómo era su casa; le
preguntó si su madre estaba todo el día en casa como ella, si sabía
coser y si sabía cocinar. Le preguntó si quería a sus padres y si
era buena. ¿Y Eugenia? Le preguntó. ¿Es una buena amiga? ¿Es
buena mi hija? No eran preguntas difíciles; a todo Julia contestó
que sí.
-¿Y
tú, cuentas mentiras? Dime la verdad -dijo la mujer al final de su
interrogatorio.
Julia
se quedó callada. No recordaba haber contado una mentira en su vida.
No sabía lo que era mentir.
-¡No,
yo no!
-Así
me gusta, las personas que cuentan mentiras van al infierno, al
infierno de los mentirosos. Yo se lo recuerdo todos los días a
Eugenia.
En
ese momento Eugenia bajó por las escaleras con la guitarra en
brazos. La guitarra era más grande que ella, era un instrumento
enorme. A Julia le fascinó. Jamás había visto una cosa tan hermosa
en su vida. En el colegio todas las niñas iban a la rondalla menos
ella. No es que lo echara de menos, pero le gustaban las misteriosas
formas de aquellos instrumentos que su amigas llevaban a clase los
viernes por la tarde. Las guitarras, los laúdes, las bandurrias le
parecían animales con vida propia, y a veces, cuando las niñas
dejaban sus instrumentos al fondo del aula, eran como armas
relucientes de un ejército que desfilaba todos los viernes ante sus
ojos admirados.
Su
amiga Eugenia sacó con mucho cuidado la guitarra de su funda y se
puso a tocar “Las sirenas”. La madre la miró con satisfacción,
como si el sonido de aquellas cuerdas le recordar su juventud. Su
cara se relajó y su nariz enrojecida por la humedad pareció
templarse. Durante un rato permaneció absorta, ida, sin hacer
comentarios hirientes ni preguntas, y cuando volvió en sí la hija
de los marrubes todavía estaba allí, sentada en su sofá
viejo, mirándolo todo con sus ojos enormes, mirándola a ella que se
había olvidado por un momento de la humedad de las paredes y del
desorden de los cuartos, de la fealdad de aquella casa que podía ser
una casa bonita, la mejor del centro, y que no lo era. En ese momento
la madre de Eugenia se despertó de su ensueño.
-¿Y
no vas a la rondalla? ¿Qué instrumento tocas tú? -atacó.
Julia
se estremeció.
-No.
Yo no voy a la rondalla.
-¿No
vas a la rondalla? -la madre de Eugenia se volvió a su hija,
recriminándola-. ¿Lo ves, Eugenia? No todo el mundo tiene una
guitarra; y luego no apruebas. Seguro que Julia saca todos
sobresalientes. Eso es lo que yo tenía que hacer con Eugenia, no
comprarle una guitarra.
Julia,
apurada, trató de frenar aquella avalancha que amenazaba con
tragársela. Y se vio de pronto en medio de una orquesta, en otro
pueblo, en otro lugar.
-No
es eso. Es que yo toco la mandolina -añadió.
-¿La
mandolina?
La
madre de Eugenia no sabía si reírse o echar a llorar.
-Sí,
y mi padre el violín -aseguró la niña, hincando los pies
firmemente en su fantasía.
-¡Vaya,
vaya! Una familia de músicos -se rió a placer la madre de Eugenia,
divertida por las ocurrencias de aquella niña-, ¿y dónde te
enseñan a tocar la mandolina? Que yo sepa, no hay ninguna rondalla
de mandolinas en Foz.
-En
Ribadeo -se imaginó Julia, y pudo verse perfectamente a ella misma
en medio de unos músicos uniformados, con una preciosa mandolina
entre las manos.
-Voy
a Ribadeo porque allí enseñan a tocar la mandolina, en la rondalla
de Ribadeo hay mandolina, aquí no. Por eso no voy a la rondalla de
aquí.
La
madre de Eugenia no se dio por vencida. Hacía mucho tiempo que no se
divertía tanto:
-Una
mandolina, uhmm… ¿y cómo es una mandolina?
-Muy
pequeña -dijo Julia, sirviéndose de sus manos para moldear la
mandolina de su imaginación. Y llegó a notar en sus brazos el peso
del instrumento, una mandolina real y liviana como la prolongación
de una rama en otoño, deshojada-. No pesa nada y tiene muchas
cuerdas. Y el sonido es el más bonito que hay, mucho más bonito que
el de la bandurria y el de la guitarra. Está entre el laúd y el
violín. Con la guitarra no tiene nada que ver.
La
madre de Eugenia dejó de disfrutar y empezó a impacientarse.
-Pues
no sabía que hubiera rondalla de mandolinas en Ribadeo.
Y
se cruzó de brazos, sopesando si aquella pequeña mentirosa sería
una buena influencia para su hija.
-Pues
claro que hay -insistió Julia-; mi padre me lleva en coche todos los
viernes. Soy la única que va de todo el colegio.
-Bueno,
bueno… no sabía que tuviérais coche. Que toques bien la mandolina
¿eh?, y tu padre el violín -desistió la mujer, y le pareció
excesivo el tiempo que aquella niña llevaba allí.
Afuera
ya era de noche. Julia se despidió de su amiga. Con su mandolina
recién inventada en el hombro caminó un buen trecho en la
oscuridad. Cuando el pueblo empezaba a quedarse atrás, antes de
entrar en su casa tiró lejos el instrumento de su imaginación y
empezó a correr. En la cuneta del camino, en medio de un matorral,
entre espinos, aún sobresalía el mástil con sus clavijas blancas.
Se volvió y lo enterró hasta el fondo ayudándose con el paraguas.
Y entró en su casa como en el cielo, sin ningún peso.
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