Ir a matar al
príncipe de Orange. Ir a matarlo y cobrar luego los veinticinco mil
escudos que ofreció Felipe II por su cabeza. Ir a pie, solo, sin
recursos, sin pistola, sin cuchillo, creando el género de los
asesinos que piden a su víctima el dinero que hace falta para
comprar el arma del crimen, tal fue la hazaña de Baltasar Gérard,
un joven carpintero de Dóle.
A
través de una penosa persecución por los Países Bajos, muerto de
hambre y de fatiga, padeciendo incontables demoras entre los
ejércitos españoles y flamencos, logró abrirse paso hasta su
víctima. En dudas, rodeos y retrocesos invirtió tres años y tuvo
que soportar la vejación de que Gaspar Añastro le tomara la
delantera.
El
portugués Gaspar Añastro, comerciante en paños, no carecía de
imaginación, sobre todo ante un señuelo de veinticinco mil escudos.
Hombre precavido, eligió cuidadosamente el procedimiento y la fecha
del crimen. Pero a última hora decidió poner un intermediario entre
su cerebro y el arma: Juan Jáuregui la empuñaría por él.
Juan
Jáuregui, jovenzuelo de veinte años, era tímido de por sí. Pero
Añastro logró templar su alma hasta el heroísmo, mediante un
sistema de sutiles coacciones cuya secreta clave se nos escapa. Tal
vez lo abrumó con lecturas heroicas; tal vez lo proveyó de
talismanes; tal vez lo llevó metódicamente hacia un consciente
suicidio.
Lo
único que sabemos con certeza es que el día señalado por su patrón
(18 de marzo de 1582), y durante los festivales celebrados en Amberes
para honrar al duque de Anjou en su cumpleaños, Jáuregui salió al
paso de la comitiva y disparó sobre Guillermo de Orange a
quemarropa. Pero el muy imbécil había cargado el cañón de la
pistola hasta la punta. El arma estalló en su mano como una granada.
Una esquirla de metal traspasó la mejilla del príncipe. Jáuregui
cayó al suelo, entre el séquito, acribillado por violentas espadas.
Durante
diecisiete días Gaspar Añastro esperó inútilmente la muerte del
príncipe. Hábiles cirujanos lograron contener la hemorragia,
taponando con sus dedos, día y noche, la arteria destrozada.
Guillermo se salvó finalmente, y el portugués, que tenía en el
bolsillo el testamento de Jáuregui a favor suyo, se llevó la más
amarga desilusión de su vida. Maldijo la imprudencia de confiar en
un joven inexperto.
Poco
tiempo después la fortuna sonrió para Baltasar Gérard, que recibía
de lejos las trágicas noticias. La supervivencia del príncipe, cuya
vida parecía estarle reservada, le dio nuevas fuerzas para continuar
sus planes, hasta entonces vagos y llenos de incertidumbre.
En
mayo logró llegar hasta el príncipe, en calidad de emisario del
ejército. Pero no llevaba consigo ni siquiera un alfiler.
Difícilmente pudo calmar su desesperación mientras duraba la
entrevista. En vano ensayó mentalmente sus manos enflaquecidas sobre
el grueso cuello del flamenco. Sin embargo, logró obtener una nueva
comisión. Guillermo lo designó para volver al frente, a una ciudad
situada en la frontera francesa. Pero Baltasar ya no pudo resignarse
a un nuevo alejamiento.
Descorazonado
y caviloso, vagó durante dos meses en los alrededores del palacio de
Delft. Vivió con la mayor miseria, casi de limosna, tratando de
congraciarse lacayos y cocineros. Pero su aspecto extranjero y
miserable a todos inspiraba desconfianza.
Un
día lo vio el príncipe desde una de las ventanas del palacio y
mandó un criado a reconvenirlo por su negligencia. Baltasar
respondió que carecía de ropas para el viaje, y que sus zapatos
estaban materialmente destrozados. Conmovido, Guillermo le envió
doce coronas.
Radiante,
Baltasar fue corriendo en busca de un par de magníficas pistolas,
bajo el pretexto de que los caminos eran inseguros para un mensajero
como él. Las cargó cuidadosamente y volvió al palacio. Diciendo
que iba en busca de pasaporte, llegó hasta el príncipe y expresó
su petición con voz hueca y conturbada. Se le dijo que esperara un
poco en el patio. Invirtió el tiempo disponible planeando su fuga,
mediante un rápido examen del edificio.
Poco
después, cuando Guillermo de Orange en lo alto de la escalera
despedía a un personaje arrodillado, Baltasar salió bruscamente de
su escondite, y disparó con puntería excelente. El príncipe
alcanzó a murmurar unas palabras y rodó por la alfombra,
agonizante.
En
medio de la confusión, Baltasar huyó a las caballerizas y los
corrales del palacio, pero no pudo saltar, extenuado, la tapia de un
huerto. Allí fue apresado por dos cocineros. Conducido a la
portería, mantuvo un grave y digno continente. No se le hallaron
encima más que unas estampas piadosas y un par de vejigas
desinfladas con las que pretendía —mal nadador— cruzar los ríos
y canales que le salieran al paso.
Naturalmente,
nadie pensó en la dilación de un proceso. La multitud pedía
ansiosa la muerte del regicida. Pero hubo que esperar tres días, en
atención a los funerales del príncipe.
Baltasar
Gérard fue ahorcado en la plaza pública de Delft, ante una multitud
encrespada que él miró con desprecio desde el arrecife del cadalso.
Sonrió ante la torpeza de un carpintero que hizo volar un martillo
por los aires. Una mujer conmovida por el espectáculo estuvo a punto
de ser linchada por la animosa muchedumbre.
Baltasar
rezó sus oraciones con voz clara y distinta, convencido de su papel
de héroe. Subió sin ayuda la escalerilla fatal.
Felipe
II pagó puntualmente los veinticinco mil escudos de recompensa a la
familia del asesino.
Confabulario, 1952.
No hay comentarios:
Publicar un comentario