Las
farolas empezaban a apagarse a pesar de que aún las calles estaban
en penumbra, y tal vez fuera mejor así para no ver el deterioro del
disfraz y los desperfectos del peinado. Como lágrimas negras, el
rímel surcaba a sus anchas el rostro del apresurado caminante, que
aún escuchaba en su cabeza el retumbar de aquella melodía que
hablaba de una lluvia de hombres.
Una
ducha borró todo resto externo del festejo, pero aquella canción
insistía en recordarle sus actos. Llegado al trabajo, suspiró
aliviado por ser el primero, de modo que pudo prepararse para una
mañana concurrida. Repasó la ceremonia, colocó los bancos, alumbró
la sala y se puso la casulla. Nada hacía recordar al que había sido
unas horas antes; nada salvo aquella musiquilla pertinaz y traviesa
que no lo abandonaba.
Madrugadores
y noctámbulos se dieron cita al mismo tiempo para recibir la ceniza
de manos del honorable párroco, que a unos les recitaba de corrido
el latinajo y a otros el tozudo estribillo bailable. Como ni los unos
entendían el latín ni los otros el inglés, la liturgia no
desentonó, y así todos decían para sus adentros al final:
¡Aleluya!
Esta noche te cuento, febrero, 2004.
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