Cada
ciego tiene su modo de esperanza entre tinieblas.
Está
ese que con su bastón golpea y golpea las sombras hasta que una de
ellas, cruja al fin, y sea el comienzo, al menos, de la penumbra.
Está
ese otro que sueña un sueño modesto, un sueño de sencilla timidez
pero de porfiada tenacidad: sueña ser un cíclope.
Está
también el que enciende un fósforo y otros diez y otros cien, muy
cerca de su cara, mientras aguarda tenso y con la sangre ardiendo a
que, de entre las cenizas de los ojos, surja un humo y después el
fuego.
Pero
ninguno como aquél que lleva un arma en el bolsillo. Un arma tan
milagrosa que si le faltara la vida por razones de un balazo en el
corazón, igual lo ayudaría a seguir respirando. Un arma a la que ha
de cuidar más que a su perro guía si lo tuviera, y aún más que a
sus raciones de sed, de hambre y de cuerpo de mujer. Un arma (como la
poesía) cargada de futuro. Por si algún día, en algún momento, de
pronto...
Un
diminuto espejo.
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