Era
un paquete enorme, delicadamente envuelto en papel celofán verde y
ornamentado con un abultado moño de cinta roja. Lo abrí con recelo,
pensando en alternativas desagradables: bombas de tiempo, perros
muertos, lavadoras descompuestas, esculturas modernas. Errores todos
ellos. Era un hermoso caballo de madera tallado y barnizado al
natural, sostenido sobre una plataforma rodante. El Caballo de Troya,
pensé. Tenía la pata izquierda levantada, eso le otorgaba
movimiento y elegancia. Del recelo pasé al temor, y de allí al
sobrecogimiento. ¿Qué oscuro enemigo podía haber ideado este plan
homérico en mi contra? Repasé la lista y eso me tomó un buen
tiempo. Todos podían haber sido; no pude descartar a ninguno. Ahora,
qué contenía el caballo, ésa era la pregunta. Me aproximé con
cautela y golpeteé la madera con los nudillos. Madera maciza. O
interior repleto de explosivos plásticos. O cobalto radiactivo, para
eliminarme lentamente. O una masa de arácnidos letales. No había
tarjeta ni indicación de remitente.
Me
subí sobre el regalo. Instantáneamente echó a rodar por el mundo.
Me llevó lejos, a lugares maravillosos y desconocidos. Muy tarde
comprendí la trampa, pero ya era feliz.
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