En el hotel había
noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como
monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica
del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos
y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista
femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o
infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la
falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de
Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar.
Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el
alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas
de la mano izquierda.
No era una chica a
la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se
comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente
desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el
teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo
meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y,
poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la
izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto
y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se
sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y-ya era la cuarta o
quinta llamada-levantó el auricular del teléfono.
-Diga-dijo,
manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la
bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con
las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva
York, señora Glass-dijo la operadora.
-Gracias-contestó
la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del
auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres
tú?
La chica alejó un
poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo
estás?-dijo.
-He estado
preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
-Traté de
telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
-¿Estás bien,
Muriel?
La chica separó un
poco más el auricular de su oreja.
-Estoy
perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha
habido en Florida desde...
-¿Por qué no has
llamado antes? He estado tan preocupada...
-Mamá, querida, no
me grites. Te oigo perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé
dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre
que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás
bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy
perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaste?
-No sé... el
miércoles, de madrugada.
-¿Quién condujo?
-Él-dijo la chica-.
Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Condujo él?
Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá-interrumpió
la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de
ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
-¿No trató de
hacer el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte
que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se
mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y
entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar
los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el
coche?
-Todavía no. Es que
piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le
dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
-Bueno, ya veremos.
¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
-Muy bien-dijo la
chica.
-¿Sigue llamándote
con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno
nuevo
-¿Cuál?
-Mamá... ¿qué
importancia tiene?
-Muriel, insisto en
saberlo. Tu padre...
-Está bien, está
bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948-dijo la chica, con una
risita.
-No tiene nada de
gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es
triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá-interrumpió
la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de
Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado
rompiendo la cabeza...
-Lo tienes tú.
-¿Estás
segura?-dijo la chica.
-Por supuesto. Es
decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y
no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
-No. Simplemente me
preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo
había leído.
-¡Pero está en
alemán!
-Sí, mamita. Ese
detalle no tiene importancia-dijo la chica, cruzando las piernas-.
Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único
gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una
traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos…
-Espantoso.
Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
-Un segundo,
mamá-dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de
cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-.
¿Mamá?-dijo, echando una bocanada de humo.
-Muriel, mira,
escúchame.
-Te estoy
escuchando.
-Tu padre habló con
el doctor Sivetski.
-¿Sí?-dijo la
chica.
-Le contó todo. Por
lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese
asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela
acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos
tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
-¿Y...?-dijo la
chica.
-En primer lugar,
dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de
alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay
una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour
pierda por completo la razón. Te lo juro.
-Aquí, en el hotel,
hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo
se llama?
-No sé. Rieser o
algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
-Nunca lo he oído
nombrar. -De todos modos, dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor,
no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es
que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para
que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso
volver, mamá. Así que tómalo con calma
-Muriel, te doy mi
palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por
completo la...
-Mamá, acabo de
llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo
en la maleta y volver a casa porque sí-dijo la chica-. Por otra
parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni
me puedo mover.
-¿Te has quemado
mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta?
Está...
-Lo usé. Pero me
quemé lo mismo.
-¡Qué horror!
¿Dónde te has quemado?
-Me he quemado toda,
mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿has hablado
con ese psiquiatra?
-Bueno... sí... más
o menos...-dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde
estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano,
tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado
aquí.
-Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! ¡Él
fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando
al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala
era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había
estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
-¿Por qué te hizo
esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal
vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé-dijo la chica-. La
cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me
invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te
acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el
escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo
había que tener un pequeño, pequeñísimo...
-¿El verde?
-Lo llevaba puesto.
¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era
pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida
Madison... la mercería...
-Pero ¿qué dijo
él? El médico.
-Ah, sí... Bueno...
en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho
barullo.
-Sí, pero... ¿le...
le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No entré
en detalles-dijo la chica-. Seguramente podré hablar con él de
nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había
alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo
así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no
-dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que
saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo,
había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu
abrigo azul?
-Bien. Le subí un
poco las hombreras.
-¿Cómo es la ropa
este año?
-Terrible. Pero
preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero
nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban
antes de la guerra-dijo la chica-. Este año la gente es espantosa.
Tendrías que ver a los que se sientan al lado de nosotros en el
comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas
partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
-Demasiado largo. Te
dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a
preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
-Sí, mamá -dijo la
chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres
volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo
anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte
sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso
crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo
la chica, y descruzó las piernas-.
-Mamá, esta llamada
va a costar una for...
-Cuando pienso cómo
estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero
decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que...
-Mamá-dijo la
chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa?
¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá-dijo la
chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No he dicho nada de
eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la
impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la
arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
-¿Que no se quita
el albornoz? ¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez
porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita
tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien
-dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas-. Dice que no quiere
tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene
ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No,
querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te
llamo otra vez mañana.
-Muriel, hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la
chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en cuanto
haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo
miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que
me lo prometas.
-Bueno, te lo
prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Besos a papá- y colgó.
-Ver más vidrio
-dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre-.
¿Has visto más vidrio?
-Cariño, por favor,
no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte
quieta, por favor.
La señora Carpenter
untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus
omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada
sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba
un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de
las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez
años.
-No era más que un
simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba
a mirarlo -dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la
señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una
preciosidad.
-Por lo que dice,
debía de ser precioso -asintió la señora Carpenter.
-Estáte quieta,
Sybil, cariño...
-¿Viste más
vidrio?-dijo Sybil.
La señora Carpenter
suspiró.
-Muy bien-dijo. Tapó
el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a
ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la
aceituna.
Cuando estuvo libre,
Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa
hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para
hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en
seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de
medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose
del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre
joven que estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua,
ver más vidrio? -dijo.
El joven se
sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las
solapas del albornoz. Se volvió bocabajo, dejando caer una toalla
enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de
reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola, Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te esperaba -dijo
el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué?-dijo Sybil.
-¿Qué hay de
nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega
mañana en un avión -dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
-No me tires arena a
la cara, niña -dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de
Sybil-. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado
esperando horas. Horas.
-¿Dónde está la
señora? -dijo Sybil.
-¿La señora? -el
joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Es
difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la
peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su
habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso bocabajo,
cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el
mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo
más, Sybil -dijo-. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me
gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró
asombrada y después contempló su prominente barriga.
-Es amarillo -dijo-.
Es amarillo.
-¿En serio?
Acércate un poco más.
Sybil dio un paso
adelante.
-Tienes toda la
razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al
agua?-dijo Sybil.
-Lo estoy
considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los
dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como
almohadón.
-Necesita aire
-dijo.
-Es verdad. Necesita
más aire del que estoy dispuesto a admitir -retiró los puños y
dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás
muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos
hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy
capricornio. ¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz
dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo
Sybil.
-¿Sharon Lipschutz
dijo eso?
Sybil asintió
enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó
la mejilla en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú
sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando.
Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz
y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es
cierto?
-Sí que podías.
-Ah, no. No era
posible. Pero ¿sabes lo que hice?
-¿Qué?
-Me imaginé que
eras tú.
Sybil se agachó y
empezó a cavar en la arena.
-Vayamos al agua
-dijo.
-Bueno -replicó el
joven-. Creo que puedo hacerlo.
-La próxima vez,
échala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que eche a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-Ah, Sharon
Lipschutz -dijo él-. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y
deseos. -De repente se puso de pie y miró el mar-. Sybil-dijo-, ya
sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
-¿Un qué?
-Un pez
plátano-dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía
los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul
eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres
dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos,
la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se
agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho.
Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a
andar hacia el mar.
-Me imagino que ya
habrás visto unos cuantos peces plátano -dijo el joven.
Sybil negó con la
cabeza.
-¿En serio que no?
Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que lo sabes.
Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene
tres años y medio.
Sybil se detuvo y de
un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la
observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood,
Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
-Whirly Wood,
Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de
Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo
-dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos
pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o
tres saltos.
-No puedes
imaginarte cómo lo aclara todo eso -dijo él.
Sybil soltó el pie:
-¿Has leído El
negrito Sambo?-dijo.
-Es gracioso que me
preguntes eso-dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo
anoche. -Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te
pareció?
-¿Te acuerdas de
los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol? -Creí que
nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que
seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que
seis! -dijo el joven-. ¿Y dices «nada más»?
-¿Te gusta la
cera?-preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué?
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con
la cabeza:
-¿Te gustan las
aceitunas?-preguntó.
-¿Las aceitunas?...
Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon
Lipschutz?-preguntó Sybil.
-Sí. Sí me gusta.
Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los
perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la
señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas
niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los
globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la
quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar
velas -dijo ella por último.
-Ah, ¿y a quién
no?-dijo el joven mojándose los pies-. ¡Diablos, qué fría está!
-Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil.
Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que
el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y
la puso bocabajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorro
de baño ni nada de eso?-preguntó él.
-No me sueltes-dijo
Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita
Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-.
Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día
perfecto para los peces plátano.
-No veo ninguno-dijo
Sybil.
-Es muy posible. Sus
costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el
flotador. El agua le llegaba al pecho.
-Llevan una vida
triste-dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la
cabeza.
-Bueno, te lo
explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando
entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se
portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que
han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta
y ocho plátanos-empujó al flotador y a su pasajera treinta
centímetros más hacia el horizonte-. Claro, después de eso
engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan
lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con
quiénes?
-Con los peces
plátano.
-Bueno, ¿te
refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del
pozo?
-Sí-dijo Sybil.
-Mira, lamento
decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué?-preguntó
Sybil.
-Contraen fiebre
platanífera. Una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola
-dijo Sybil nerviosa.
-No le haremos caso.
La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos.
Tomó los tobillos
de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó
la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de
Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador
estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo
pegado, húmedo, y comentó:
-Acabo de ver uno.
-¿Un qué, amor
mío?
-Un pez plátano.
-¡No, por
Dios!-dijo el joven-. ¿Tenía algún plátano en la boca?
-Sí-dijo Sybil-.
Seis.
De pronto, el joven
tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del
flotador y le besó la planta.
-¡Eh!-dijo la
propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora
volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
-¡No!
-Lo siento-dijo, y
empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El
resto del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil,
y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el
albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo.
Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el
brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda,
hasta el hotel.
En el primer nivel
de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según
instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer
con la nariz cubierta de pomada.
-Veo que me está
mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice?-dijo
la mujer.
-Dije que veo que me
está mirando los pies.
-Perdone, pero
casualmente estaba mirando el suelo -dijo la mujer, y se volvió
hacia las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme
los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de
hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por
favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron
las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies
completamente normales y no veo por qué demonios tienen que
mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la
habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto
piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La
habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a
quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a
la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta
una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de
un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65.
Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el
seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica,
apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
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