En
la habitación del hospital el padre contempla, por primera vez y con
infinita dulzura, a su hijo recién nacido. Es hermoso, de una
inocencia irradiadora, rozagante. El padre nota cómo una corriente
de júbilo asciende desde algún lugar de su interior y amenaza con
desbordarse y reventar cada grieta hasta que levanta un poco los ojos
y ve, bajo el techo, levitando pacientemente, con esos acerados
destellos de sus filos, cientos de espadas de Damocles que cuelgan
justo sobre el cuerpecito de su hijo. Vuelve la cabeza hacia su mujer
y sabe al instante que ella lo sabe, pero ninguno dice nada.
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