martes, 28 de marzo de 2017

La venganza es mía S.A. Roald Dahl.

Cuando me desperté, estaba nevando.
Supe que estaba nevando porque había una especie de resplandor en la habitación y afuera todo estaba en silencio. De la calle no llegaban ruidos de pisadas ni de neumáticos; sólo de los motores de los coches. Alcé los ojos y vi a George, con su bata verde, inclinado sobre la cocina de petróleo, preparando el café.
—Está nevando —dije.
—Hace frío —replicó George—. Hace frío de verdad.
Salí de la cama y cogí el periódico de la mañana, que estaba afuera, junto a la puerta. Sí que hacía frío, así que volví corriendo, me metí en la cama de un brinco y me quedé quieto un rato bajo las sábanas, con las manos apretadas entre las piernas para calentármelas.
—¿No hay cartas? —preguntó George.
—No. Ni una.
—No parece que el viejo tenga intención de soltar dinero.
—A lo mejor piensa que cuatrocientos cincuenta billetes son suficientes para un mes —dije.
—No ha estado nunca en Nueva York y no sabe lo que cuesta vivir aquí.
—No deberías habértelo gastado en una semana.
George se puso de pie y me miró.
—Querrás decir que no deberíamos haberlo gastado.
—Eso —dije—. No deberíamos.
Me puse a leer el periódico.
El café estaba listo, y George trajo la cafetera y la dejó en la mesilla que separaba nuestras camas.
—No se puede vivir sin dinero —dijo—. El viejo debería saberlo.
Se volvió a la cama sin quitarse la bata verde. Yo seguí leyendo. Acabé la página de las carreras de caballos y la del fútbol, y después me metí con Lionel Pantaloon, el famoso cronista político y de sociedad. Siempre leo a Pantaloon, al igual que otros veinte o treinta millones de personas en todo el país. Es como una costumbre; incluso más que una costumbre. Forma parte de mis mañanas, como las tres tazas de café o el afeitado.
—Este tipo es un caradura impresionante —dije.
—¿Quién?
—El Lionel Pantaloon ése.
—¿Qué dice?
—Lo de siempre. Los escándalos de costumbre. Siempre habla de los ricos. Escucha esto: «... se le ha visto en el Penguin Club... al banquero William S. Womberg con la bella estrella Theresa Williams... tres noches seguidas... La señora Womberg estaba en casa, con dolor de cabeza..., cosa que haría cualquier esposa si su marido anduviera acompañando a la señorita Williams...»
—Eso es poner a Womberg en un compromiso —dijo George.
—Yo pienso que es una vergüenza —repliqué—. Esas cosas pueden provocar un divorcio. ¿Cómo es posible que nadie le haga nada, diciendo lo que dice?
—Porque todos le tienen miedo. Pero si yo fuera William S. Womberg —dijo George—¿sabes qué haría? Le pegaría un puñetazo en la nariz al Pantaloon ése. Es la única forma de tratar a ese tipo de gentuza.
—El señor Womberg no puede hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque es viejo —contesté—. El señor Womberg es un anciano digno y respetable. Es un eminente banquero de la ciudad. No podría...
Y entonces se me ocurrió la idea, así, de repente, mientras hablaba con George. Me callé bruscamente y sentí como si se me inundase el cerebro. Me quedé muy quieto, dejé que fluyera por mi cabeza, y casi antes de saber qué había ocurrido ya lo tenía todo pensado, un plan completo, un plan brillante y magnífico. Y justo en ese momento comprendí que era fantástico.
Me di la vuelta y vi a George mirándome fijamente con expresión de asombro.
—¿Qué ocurre? —me preguntó—. ¿Qué te pasa?
Mantuve la calma. Me serví más café antes de hablar.
—George —dije, tranquilo—, tengo una idea. Escucha con mucha atención, porque se me ha ocurrido una idea que nos hará ricos. Estamos sin una perra, ¿no?
—Sí.
—¿Crees que el tal William S. Womberg estará enfadado con Lionel Pantaloon esta mañana?
—¡Enfadado! —exclamó George—. ¡Estará furioso!
—Eso es. ¿Y crees que le gustaría que a Lionel Plantaloon le pegaran un buen puñetazo en la nariz?
—¡Vaya si le gustaría!
—Y dime, ¿no cabe la posibilidad de que el señor Womberg esté dispuesto a pagar cierta cantidad de dinero a alguien que realice por él ese combate de boxeo, eficazmente y con discreción?
George se volvió y me miró con dulzura, con cautela, y después dejó la taza de café en la mesa. En su boca empezó a dibujarse lentamente una sonrisa.
—Ya entiendo —dijo—. Veo por dónde vas.
—Pero esto es sólo una parte. Si lees la columna de Pantaloon verás que hay otra persona a la que ha ofendido.
Cogí el periódico. Una tal señora Ella Gimple, una dama de la alta sociedad que podría tener un millón de dólares en el banco.
—¿Qué dice Pantaloon de ella?
Volví a mirar el periódico.
—Insinúa —contesté— que les saca un montón de dinero a sus amigos en las partidas de ruleta en que ella lleva la banca.
—Eso pone en un compromiso a la Gimple —dijo George—. Y a Womberg. Gimple y Womberg.
Estaba sentado en la cama, muy erguido, esperando a que yo continuara.
—De modo que tenemos dos personas que odian a muerte a Pantaloon esta mañana —dije—, y las dos desean ardientemente pegarle un puñetazo en la nariz, pero no se atreven. ¿Entiendes?
—Perfectamente.
—Pues pobre Lionel Pantaloon. Pero no olvides que hay otros como él. Hay docenas de periodistas que se pasan la vida insultando a la gente rica e importante. Tenemos a Harry Weyman, a Claude Taylor, a Jacob Swinski, Walter Kennedy y muchos otros.
—Es verdad —dijo George—. Absolutamente cierto.
—Lo que quiero decir es que no hay nada que ponga tan furiosos a los ricos como que se burlen de ellos y les insulten en los periódicos.
—Continúa —dijo George—. Continúa.
—Muy bien. El plan es el siguiente. —Yo también empezaba a entusiasmarme. Estaba apoyado en el borde de la cama, con una mano en la mesilla y agitando la otra en el aire mientras hablaba—. Crearemos inmediatamente una organización, y la llamaremos... ¿Cómo podríamos llamarla?... Vamos a ver... Sí, la llamaremos «La venganza es mía, S. A.». ¿Qué te parece?
—Es un nombre muy raro.
—Es de la Biblia. A mí me gusta. «La venganza es mía, S. A.». Suena bien. Haremos tarjetas que enviaremos a nuestros clientes para recordarles que les han insultado y ofendido públicamente, y para ofrecernos a castigar al ofensor a cambio de cierta cantidad de dinero. Compraremos todos los periódicos y leeremos los artículos, y mandaremos doce tarjetas o más todos los días a los posibles clientes.
—¡Es maravilloso! —gritó George—. ¡Es fantástico!
—Nos haremos ricos en un santiamén.
—¡Tenemos que empezar inmediatamente!
Salté de la cama, cogí un cuaderno y un lápiz, y volví corriendo a meterme entre las sábanas.
—Venga —dije, subiendo las rodillas bajo la ropa de la cama y apoyando encima el cuaderno—; lo primero es decidir qué vamos a poner en las tarjetas que enviaremos a los clientes —y en la parte superior de la hoja escribí: «LA VENGANZA ES MÍA, S. A.», a modo de encabezamiento.
A continuación, y con mucho cuidado, redacté una carta en la que explicaba las funciones de la organización. Terminaba con la siguiente frase:


Por tanto, LA VENGANZA ES MIA, S. A., se compromete a infligir en su nombre, con absoluta discreción, el castigo adecuado al periodista [...],y a este fin somete respetuosamente a su consideración diversos métodos (y precios).


—¿Qué quiere decir eso de «diversos métodos»? —preguntó George.
—Tenemos que darles a elegir. Debemos pensar varias cosas..., castigos diferentes. El número uno será... —y escribí: « 1. Un fuerte puñetazo en la nariz»—. ¿Cuánto podemos cobrar por esto?
—Quinientos dólares —respondió George.
Lo anoté.
—¿Qué más?
—Poner un ojo morado —dijo George.
Escribí: «2. Poner un ojo morado... 500 dólares.»
—iNo! —exclamó George—. No estoy de acuerdo con ese precio. Es evidente que para ponerle a alguien un ojo morado como es debido hace falta más concentración que para pegarle un puñetazo en la nariz. Es un trabajo de expertos. Seiscientos dólares.
—Vale —dije—. Seiscientos. ¿Qué más?
—Las dos cosas juntas, naturalmente, O sea, el uno y el dos.
Aquél era el terreno de George. Se sentía a sus anchas.
—¿Las dos cosas?
—Desde luego. Puñetazo en la nariz y ojo morado. Mil cien dólares.
—Deberíamos hacer una rebaja —dije—. Mil dólares.
—Es baratísimo —objetó George—. Todos elegirán ése.
—¿Qué más?
Los dos quedamos en silencio, concentrándonos con todas nuestras fuerzas. Tres profundos surcos de piel arrugada aparecieron en la frente baja y huidiza de George. Se puso a rascarse la cabeza, lenta pero vigorosamente. Desvié la mirada e intenté pensar en las cosas espantosas que la gente se hacen unos a otros. Al cabo de un rato se me ocurrió algo, y mientras George observaba la mina del lápiz que se deslizaba por el papel, escribí: «4. Colocar una serpiente de cascabel (tras haberle extraído el veneno) en el suelo del coche, junto a los pedales, cuando aparque.»
—¡Cielo santo! —murmuró George—. ¿Es que quieres matarlos del susto?
—Claro —respondí.
—¿Y de dónde vamos a sacar una serpiente de cascabel?
—Comprándola. Pueden comprarse. ¿Cuánto cobramos por esto?
—Mil quinientos dólares —respondió George sin vacilar.
Lo anoté.
—Nos hace falta uno más.
—Ya lo tengo —dijo George—. Secuestrarlo con un coche, quitarle la ropa, excepto los calzoncillos, los zapatos y los calcetines, y soltarlo en la Quinta Avenida en una hora punta.
Sonrió con una sonrisa amplia, triunfal.
—No podemos hacer eso.
—Escríbelo. Y cobraremos dos mil quinientos billetes. Lo harías si el viejo Womberg te ofreciese esa cantidad.
—Si —dije—, supongo que sí —y lo escribí—. Ya hay suficientes —añadí—. Tienen para elegir.
—¿Y dónde vamos a imprimir las tarjetas? —preguntó George.
—George Karnoffsky —respondí—. Otro George. Es amigo mío. Tiene una pequeña imprenta en la Tercera Avenida. Hace invitaciones de boda y cosas así para las tiendas grandes. Lo hará, estoy seguro.
—Entonces, ¿a qué esperamos?
Los dos saltamos de la cama y empezamos a vestirnos.
—Son las doce —dije—. Si nos damos prisa, le pillaremos antes de que se vaya a comer.
Aún nevaba cuando salimos a la calle, y la capa de nieve de la acera tenía un grosor de diez o doce centímetros; pero recorrimos las catorce manzanas que nos separaban de la tienda de Karnoffsky a una velocidad increíble y llegamos justo en el momento en que se estaba poniendo el abrigo para salir.
—¡Claude! —exclamó—. ¡Hola, chaval! ¿Cómo te va? —y me dio un apretón de manos.
Tenía una cara gruesa, afable, y una nariz enorme con anchas aletas que se extendían al menos dos centímetros sobre cada mejilla. Lo saludé y le dije que habíamos ido a hablar de un asunto muy urgente. Se quitó el abrigo y nos llevó a su despacho; a continuación le hablé de nuestros planes y le dije lo que queríamos que hiciera.
Cuando le había contado aproximadamente la cuarta parte de la historia estalló en carcajadas y me resultó imposible continuar, de modo que abrevié y le di un papel con lo que había escrito para que lo imprimiese. Al leerlo, su cuerpo empezó a convulsionarse de la risa; se puso a dar palmadas en la mesa, tosiendo, atragantándose y desternillándose de la risa como un loco. Nosotros lo mirábamos. No nos parecía que tuviera ninguna gracia.
Finalmente, se calmó, sacó un pañuelo y se secó los ojos con gran aparatosidad.
—Es una broma muy buena; sí, señor. Se merece una comida. Vamos, os invito a comer.
—Oye —dije con seriedad—, no es una broma. No hay motivo para reírse. Eres testigo del nacimiento de una nueva organización muy poderosa...
—Venga —dijo, y se echó a reír otra vez—. Vamos a comer.
—¿Cuándo puedes imprimir las tarjetas? —pregunté. Mi voz era severa, grave.
Se detuvo y se quedó mirándonos.
—¿Quieres decir..., quieres decir que esto va en serio?
—Totalmente. Eres testigo del nacimiento...
—De acuerdo —dijo—, de acuerdo. Pienso que estáis locos y que os vais a buscar problemas; estoy seguro. A esa gente les gusta liar a otros, pero no que les metan en líos a ellos.
—¿Cuándo pueden estar listas las tarjetas, sin que las lea ninguno de tus empleados?
—Por esto —dijo gravemente— renunciaré a mi comida. Yo mismo prepararé la plancha. Es lo menos que puedo hacer —volvió a reír y el borde de las enormes aletas de su nariz se agitó de contento—. ¿Cuántas queréis?
—Mil para empezar. Y sobres.
—Volved a las dos —dijo.
Le di las gracias y al salir oímos su estrepitosa risa cuando iba por el pasillo hacia la trastienda.
Volvimos a las dos en punto. George Karnoffsky estaba en su despacho, y lo primero que vi cuando entramos fue un gran montón de tarjetas impresas sobre la mesa. Eran grandes, como el doble que las invitaciones de boda o de fiesta.
—¡Aquí están! —dijo—. Ya las tenéis.
Aquel imbécil seguía riéndose.
Nos dio una a cada uno, y yo examiné la mía cuidadosamente. Era muy bonita. Se notaba que se había tomado muchas molestias. Era gruesa y dura, con un estrecho borde dorado, y las letras del encabezamiento resultaban sumamente elegantes. No puedo reproducirla aquí en todo su esplendor, pero al menos les mostraré lo que decía:


LA VENGANZA ES MÍA, S. A.


Estimado................................
Seguramente habrá visto el calumnioso ataque, sin que mediara provocación alguna, que el periodista ........................... ha desatado contra su persona en el periódico de hoy. Sus insinuaciones son escandalosas, una deformación deliberada de la verdad.
¿Está usted dispuesto a consentir que un miserable provocador le insulte de esa forma sin hacer nada?
Todo el mundo sabe que los norteamericanos no permiten que se les insulte en público o en privado sin que ello provoque su justa indignación y sin que procuren —mejor dicho, exijan— una compensación adecuada.
Por otra parte, es natural que un ciudadano de su posición y reputación no desee verse envuelto personalmente en este sórdido asunto, ni tener el menor contacto directo con persona de tal calaña.
¿Cómo, entonces, puede reparar la afrenta? La respuesta es sencilla. LA VENGANZA ES MÍA, SOCIEDAD ANÓNIMA, lo hace por usted. Nos comprometemos a infligir en su nombre, con absoluta discreción, un castigo individual al periodista ..................... y a este fin sometemos respetuosamente a su consideración diversos métodos (y precios).


Dólares


1. Un fuerte puñetazo en la nariz.................................... 500
2. Poner un ojo morado................................................... 600
3. Puñetazo en la nariz y ojo morado............................. 1000
4. Colocar una serpiente de cascabel (tras haberle
extraído el veneno) en el suelo del coche, junto
a los pedales, cuando aparque..................................... 1.500
5. Secuestrarlo con un coche, quitarle la ropa,
excepto los calzoncillos, los zapatos y los calcetines
y soltarlo en la Quinta Avenida, en una hora punta.... 2500



Estos trabajos serán realizados por profesionales.


Si desea beneficiarse de alguna de estas ofertas, tenga la amabilidad de contestar a LA VENGANZA ES MÍA S. A. (la dirección se indica en la tarjeta adjunta). Si es posible, se le notificará con antelación el lugar y la hora en que tendrá lugar la acción, de modo que, si lo desea, pueda presenciar nuestra actuación desde una prudente distancia que le garantice el anonimato.
No tendrá que pagar nada hasta que sus órdenes se ejecuten a su entera satisfacción, momento en que se le enviará la cuenta por los procedimientos habituales.


George Karnoffsky había hecho un magnífico trabajo.
—¿Te gusta, Claude? —preguntó.
—Es maravilloso.
—Lo he hecho lo mejor que he podido. Es como cuando, en la guerra, veía a los soldados que se iban, a lo mejor a que los matasen, y siempre quería regalarles cosas y hacer algo por ellos.
Como empezaba a reírse otra vez, le pregunté:
—¿Tienes sobres grandes para las tarjetas?
—Aquí está todo. Y podéis pagarme cuando empiece a llegaros el dinero.
Por lo visto, aquello le hizo muchísima gracia, y se derrumbó en una silla, riéndose como un idiota. George y yo salimos rápidamente a la calle, a la fría tarde y a la nieve.
Casi fuimos corriendo hasta nuestra habitación, y al subir cogí, del teléfono público del vestíbulo, una guía de Manhattan. Encontramos «Womberg, William S.», sin ninguna dificultad, y mientras yo leía la dirección en alto —estaba por la calle Noventa Este—, George la escribió en un sobre.
«Gimple, Ella, H.», también venía en la guía, y le enviamos una tarjeta.
—Hoy se las mandaremos a Womberg y a Gimple —dije—. En realidad, todavía no hemos empezado. Mañana enviaremos una docena.
—A ver si llegamos a la última recogida del correo —dijo George.
—Las llevaremos nosotros mismos —repliqué—. Ahora, en seguida. Mañana podría ser demasiado tarde. Mañana no estarán ni la mitad de enfadados que hoy. La gente es capaz de calmarse por la noche. Mira —añadí—, tú vas a llevar estas dos tarjetas ahora mismo, y mientras tanto yo daré una vuelta por el centro a ver si averiguo algo sobre las costumbres de Lionel Pantaloon. Nos veremos aquí por la noche...
Volví a eso de las nueve, y encontré a George tumbado en la cama, fumando y bebiendo café.
—He llevado las dos —dijo—. Las metí en el buzón, llamé al timbre y salí corriendo. Womberg tiene una casa enorme, blanca. ¿Qué tal te han ido las cosas a ti?
—He estado viendo a un amigo mío que trabaja en la sección de deportes del Daily Mirror. Me lo ha contado todo.
—¿Qué te ha dicho?
—Que los movimientos de Pantaloon siempre son los mismos, más o menos. Funciona por la noche, pero aunque vaya a algún sitio antes, siempre —y esto es importante— acaba en el Penguin Club. Llega a eso de medianoche y se marcha a las dos o dos y media. Entonces es cuando sus chivatos le van con el cuento.
—Eso es todo lo que necesitamos saber —dijo George alegremente.
—Es muy fácil.
—Pan comido.
Había una botella entera de whisky en el armario y George la sacó. Durante las dos horas siguientes estuvimos sentados en la cama, bebiendo y haciendo planes fantásticos y complicados para el desarrollo de nuestra organización. Al dar las once ya teníamos cincuenta empleados, doce famosos boxeadores entre ellos, y nuestras oficinas estaban en el centro Rockefeller. A medianoche, controlábamos a todos los periodistas y les dictábamos por teléfono sus columnas desde nuestro cuartel general, poniendo cuidado en insultar y agraviar todos los días al menos a veinte personas ricas de una u otra parte del país. Éramos inmensamente ricos, y George tenía un Bentley inglés. Yo, cinco Cadillacs. George ensayaba conversaciones telefónicas con Lionel Pantaloon. «¿Es usted Pantaloon?» «Sí, señor.» «Escuche. Su columna de hoy es una porquería.» «Lo siento, señor. Mañana intentaré hacerlo mejor.» «Claro que lo intentará. La verdad es que he pensado en sustituirle por otra persona.» «Déme otra oportunidad, por favor, señor.» «De acuerdo, Pantaloon; pero es la última. A propósito, los chicos van a ponerle una serpiente de cascabel en el coche esta noche, en nombre del señor Hiram C. King, el fabricante de jabón. El señor King lo estará viendo desde la acera de enfrente; o sea, que no se olvide de aparentar que se muere de miedo cuando la vea.» «Sí, señor. Claro, señor. No lo olvidaré.»
Cuando al fin nos acostamos y apagamos la luz, seguí oyendo a George que le echaba una bronca telefónica a Pantaloon.
A la mañana siguiente nos despertamos al dar las nueve en el reloj de la iglesia de la esquina. George se levantó y fue hasta la puerta a recoger los periódicos. Volvió con una carta en la mano.
—Ábrela —dije.
La abrió y desdobló cuidadosamente una hoja de papel fino.
—¡Léela! —grité.
Se puso a leerla en alto, la voz grave y seria al principio; pero cuando comprendió el contenido, fue alzándola hasta casi soltar un grito histérico de triunfo. Decía:


Sus métodos parecen un tanto heterodoxos, pero cualquier cosa que le hagan a ese canalla cuenta con mi aprobación. De modo que adelante. Empiecen por el punto número uno, y si lo logran, con mucho gusto les indicaré que continúen hasta el último. Envíenme la factura.


William S. Womberg


Recuerdo que, con el entusiasmo, hicimos una especie de baile por la habitación, en pijama, bendiciendo al señor Womberg en voz alta y cantando que éramos ricos. George dio varias volteretas en la cama, y es posible que yo también las diera.
—¿Cuándo lo hacemos? —preguntó—. ¿Esta noche?
Reflexioné antes de responder. No quería que me metieran prisas. Las páginas de la historia están repletas de nombres de grandes hombres que han fracasado por tomar decisiones precipitadas movidos por un entusiasmo momentáneo. Me puse la bata, encendí un cigarrillo y empecé a pasear por la habitación.
—No tenemos prisa —dije—. Ejecutaremos la petición de Womberg a su debido tiempo. Pero lo primero que hay que hacer es enviar las tarjetas.
Me vestí rápidamente, fui al quiosco que había en la acera de enfrente, compré un ejemplar de todos los diarios que tenían y volví a nuestra habitación. Pasamos las dos horas siguientes leyendo las columnas de los periodistas, y al final teníamos una lista de once personas —ocho hombres y tres mujeres— a los que habían insultado aquella mañana de una u otra forma. Las cosas marchaban bien. Trabajábamos con rapidez. Tardamos otra media hora en mirar las direcciones de los ofendidos —dos no las encontramos— y en escribirlas en los sobres.
Las entregamos por la tarde, y a eso de las seis volvimos a nuestra habitación, cansados pero contentos. Hicimos café, freímos hamburguesas y cenamos en la cama. Después nos leímos mutuamente la carta de Womberg muchas veces.
—Nos ha hecho un pedido por valor de seis mil cien dólares -dijo George—. Desde el punto uno hasta el cinco, ambos inclusive.
—No está mal para empezar, teniendo en cuenta que es el primer día. Seis mil al día son... Vamos a ver... Casi dos millones de dólares al año, sin contar los domingos. Un millón para cada uno. Más de lo que tiene Betty Grable.
—Somos muy ricos —dijo George.
Sonrió con una sonrisa lenta y luminosa, de pura alegría.
—Dentro de uno o dos días nos mudaremos a una suite del St. Regis.
—Mejor al Waldorf —dijo George.
—Como quieras. Al Waldorf. Y más adelante podríamos comprar una casa.
—¿Como la de Womberg?
—De acuerdo. Como la de Womberg. Pero primero hay que trabajar. Mañana nos ocuparemos de Pantaloon. Lo pillaremos cuando salga del Penguin Club. A las dos y media lo estaremos esperando, y cuando salga a la calle tú te adelantarás y le pegarás un buen puñetazo, justo en la punta de la nariz, como nos hemos comprometido a hacer.
—Será un placer —dijo George—. Un verdadero placer. Pero ¿cómo vamos a escapar? ¿Corriendo?
—Alquilaremos un coche por una hora. Tenemos el dinero justo. Yo te esperaré al volante con el motor en marcha, a menos de diez metros, con la puerta abierta. Después de darle el puñetazo, sólo tienes que volver al coche y nos marcharemos.
—Perfecto. Le pegaré un puñetazo muy fuerte.
George guardó silencio. Apretó el puño derecho y se contempló los nudillos. Después volvió a sonreír y dijo lentamente:
—¿No se le quedará la nariz tan aplastada que no podrá volver a meterla en los asuntos de los demás?
—Es muy probable —contesté, y con ese feliz pensamiento apagamos la luz y nos dormimos en seguida.
A la mañana siguiente me despertó un grito; me incorporé y vi a George al pie de mi cama, en pijama, agitando los brazos.
—¡Mira! —gritó.—. ¡Hay cuatro! ¡Cuatro!
Miré y, efectivamente, tenía cuatro cartas en la mano.
—Ábrelas. Rápido, ábrelas.
Leyó la primera en voz alta:


Estimada La venganza es mía, S. A. Es la mejor propuesta que he recibido desde hace años. Aplíquenle al señor Jacob Swinski el tratamiento de la serpiente de cascabel (punto 4). Pero no me importaría pagar el doble si se les olvidara sacarle el veneno de los colmillos. Atentamente,
Gertrude Porter-Vandervelt


P.D.: Será mejor que le hagan un seguro a la serpiente. La mordedura de ese tipo es más peligrosa que la de una cascabel.


George leyó la segunda en voz alta:


Tengo el cheque de 500 dólares sobre la mesa, firmado. En el momento en que se me presenten pruebas de que le han pegado un buen puñetazo en la nariz a Lionel Pantaloon, se lo enviaré. Yo preferiría que le rompieran algo. Atentamente, etc.,
Wilbur H. Gollogly


George leyó la tercera en voz alta:


En mi actual estado de ánimo, y en contra de mi leal saber y entender, me siento tentado a contestar a su tarjeta y a rogarles que depositen a ese sinvergüenza de Walter Kennedy en la Quinta Avenida, vestido únicamente con la ropa interior. Pongo como condición que el suelo esté nevado y que la temperatura sea bajo cero.
H. Gresham


También leyó en voz alta la cuarta:


Un buen porrazo en la nariz de Pantaloon merece que les dé quinientos dólares, yo o cualquier otra persona. Me gustaría presenciarlo. Les saluda atentamente,
Claudia Calthorpe Hines


George dejó las cartas sobre la cama, delicada, cuidadosamente. Durante unos momentos guardamos silencio. Nos miramos, demasiado contentos, demasiado atónitos para hablar. Yo me puse a calcular el valor de aquellos cuatro pedidos en términos monetarios.
—Son cinco mil dólares —dije quedamente.
En la cara de George había una mueca de satisfacción.
—¿No deberíamos mudarnos ya al Waldorf? —dijo.
—Dentro de muy poco —contesté—, pero de momento no tenemos tiempo para mudanzas, ni siquiera para enviar más tarjetas. Hay que empezar a despachar los pedidos que tenemos entre manos. Estamos sobrecargados de trabajo.
—¿No deberíamos contratar gente y aumentar la organización?
—Más adelante —dije—. Hoy no tenemos tiempo ni para eso. Piensa en las cosas que nos quedan por hacer. Tenemos que poner una serpiente de cascabel en el coche de Jacob Swinski..., soltar a Walter Kennedy en la Quinta Avenida en calzoncillos..., pegarle un puñetazo en la nariz a Pantaloon... Vamos a ver... Sí, tenemos que darle un puñetazo en nombre de tres clientes.
Me callé, cerré los ojos, me quedé inmóvil. Una vez más tomé conciencia de que un torrente claro de inspiración se derramaba por los tejidos de mi cerebro.
—¡Ya lo tengo! —exclamé—. ¡Ya lo tengo! ¡Mataremos tres pájaros de un tiro! ¡Tres clientes con un solo puñetazo!
—¿Cómo?
—¿No lo entiendes? Solo tenemos que pegar un puñetazo a Pantaloon..., y cada uno de los tres, Womberg, Gollogly y Claudia Hines, creerá que lo hacemos especialmente en su honor.
—Explícamelo otra vez.
Se lo expliqué.
—Eres muy listo.
—Es de sentido común. Y aplicaremos el mismo sistema a los demás. El tratamiento de la serpiente de cascabel y el otro pueden esperar hasta que recibamos más pedidos.
A lo mejor dentro de unos días ya nos han pedido varias personas que pongamos una serpiente de cascabel en el coche de Swinski, y lo haremos todo de una vez.
—Estupendo.
—Entonces, esta noche nos encargaremos de Pantaloon —dije—. Pero lo primero que hay que hacer es alquilar un coche. También podemos enviar telegramas, uno a Womberg, otro a Gollogly y otro a Claudia Hines, para decirles dónde y cuándo le pegaremos el puñetazo.
Nos vestimos rápidamente y salimos.
Logramos alquilar un coche, un Chevrolet de 1934, a ocho dólares la noche, en un garaje sucio y silencioso de la calle Nueve Este. Después enviamos tres telegramas, todos idénticos y astutamente redactados para ocultar su verdadero significado ante ojos indiscretos:


Espero verle en la puerta del Penguin Club a las dos y media. Saludos, L.V.E.M.


—Falta una cosa —dije—. Es imprescindible que te disfraces. Así, ni Pantaloon ni el portero podrán reconocerte. Tienes que ponerte un bigote falso.
—¿Y tú?
—No hace falta. Yo me quedaré en el coche. No me verán. Fuimos a una tienda de juguetes y compramos un magnífico bigote negro, con las guías afiladas y hacia arriba, encerado, tieso y brillante, y cuando se lo puso en la cara, George parecía el Káiser de Alemania. El dependiente también nos vendió un tubo de pegamento y nos explicó cómo había que colocarlo sobre el labio superior.
—Se lo van a pasar en grande con los críos, ¿eh? —dijo.
George replicó:
—Desde luego.
Ya estaba todo listo, pero aún había que esperar mucho. Nos quedaban tres dólares con los que compramos un bocadillo para cada uno, y después fuimos al cine. A las once de la noche recogimos el coche y empezamos a pasear lentamente por las calles de Nueva York, esperando a que llegase el momento.
—Será mejor que te pongas ya el bigote, para que te vayas acostumbrando.
Paramos bajo una farola, le puse un poco de pegamento a George en el labio superior y le coloqué el bigote negro, enorme y peludo, con las guías afiladas. Después, continuamos. En el coche hacía frío y empezaba a nevar otra vez. Vi unos copitos caer entre las luces de los faros. George decía continuamente:
—¿Le pego muy fuerte?
Y yo contestaba:
—Lo más fuerte que puedas, y en la nariz. Tiene que ser en la nariz, porque forma parte del contrato. Hay que hacerlo todo bien. A lo mejor lo ven nuestros clientes.
A las dos de la mañana pasamos por la puerta del Penguin Club para estudiar la situación.
—Voy a aparcar ahí —dije—, un poco más allá de la entrada, en ese trozo oscuro. Pero te dejaré la puerta abierta.
Continuamos. Entonces George preguntó:
—¿Cómo es? ¿Cómo sabré quién es?
—No te preocupes —contesté—. Ya he pensado en eso —saqué del bolsillo un papel y se lo di—. Coge esto, dóblalo en pliegues pequeños y dáselo al portero. Dile que se lo lleve a Pantaloon en seguida. Actúa como si tuvieras una prisa enorme y como si estuvieras muerto de miedo. Te apuesto cien contra uno a que Pantaloon sale. Ningún periodista se resistiría a esta nota.
En el papel había escrito:


Soy un funcionario del consulado soviético. Venga a la puerta en seguida, por favor. Tengo que decirle una cosa, pero venga en seguida porque corro peligro. Yo no puedo entrar a verle.


—Con ese bigote pareces ruso. Todos los rusos tienen grandes bigotes —dije.
George cogió el papel, lo dobló en pliegues pequeños y lo sujetó entre los dedos. Eran ya casi las dos y media, y nos dirigimos al Penguin Club.
—¿Estás listo? —pregunté.
—Sí.
—Vamos allá. Voy a aparcar un poco más allá de la puerta... Aquí. Pégale fuerte —dije.
George abrió la puerta y salió del coche. Yo la cerré, pero me incliné y puse la mano en la manivela para poder abrirla rápidamente y bajé la ventanilla para mirar. El motor ronroneaba.
Vi a George dirigirse con paso rápido hacia el portero, parado bajo la marquesina roja y blanca que ocupaba parte de la acera. Vi que el portero se volvía y miraba a George, y no me gustó su forma de hacerlo. Era un hombre alto e imponente, con un bonito uniforme de color magenta con botones y hombreras dorados y una ancha lista blanca en cada pernera. También llevaba guantes blancos, y miró altaneramente a George, con el ceño fruncido, apretando con fuerza los labios. Se quedó mirando el bigote de George, y yo pensé: «Dios mío se nos ha ido la mano, va demasiado disfrazado. Se dará cuenta de que es falso, va a coger uno de los extremos, tirará de él y se soltará.» Pero no lo hizo. Le distrajo la actuación de George, porque estaba interpretando muy bien su papel. Le vi dar saltitos, entrelazar y separar las manos, balanceando el cuerpo y agitando la cabeza, y le oí decir:
—Pog favog, pog favog, dese pgisa. Es vida o muegte. Pog favog, llévelo gápido al señog Pantaloon.
Su acento ruso no se parecía a ningún acento que yo hubiese oído nunca, pero de todos modos su voz tenía un tono de verdadera desesperación.
Finalmente el portero dijo, grave, altanero:
—Déme la nota.
George se la dio y dijo:
—Gacias, gacias, pego diga que es uggente.
El portero desapareció en el interior. A los pocos momentos volvió y dijo:
—Se la están entregando en este momento.
George paseaba nervioso. Yo esperaba, observando la puerta. Pasaron tres o cuatro minutos. George se retorció las manos y dijo:
—¿Dónde está? ¿Dónde está? ¡Pog favog, vaya a veg si viene!
—Pero, ¿qué le pasa? —dijo el portero, y volvió a mirar el bigote de George.
—¡Es vida o muegte! ¡El señog Pantaloon puede ayudag! ¡Tiene que venig!
—Haga el favor de callarse —replicó el portero, pero volvió a abrir la puerta, asomó la cabeza y le oí decir algo a alguien.
A George le dijo:
—Parece que ya viene.
A los pocos minutos se abrió la puerta y salió Pantaloon, bajito y pulcro. Se detuvo y miró rápidamente de un lado a otro, como un hurón inquisitivo y nervioso. El portero se llevó la mano a la gorra y señaló a George. Oí decir a Pantaloon:
—¿Qué desea?
George respondió:
—Pog favog, vamos pog allí, pogque nadie oiga —y precediendo a Pantaloon se dirigió hacia el coche.
—Vamos, diga qué es lo que desea —repitió Pantaloon. De repente, George gritó:
—¡Mire! —y señaló al otro extremo de la calle. Pantaloon volvió la cabeza, y en ese momento George echó el brazo derecho hacia atrás y dejó caer el puño sobre la punta de la nariz de Pantaloon.
Le vi inclinarse hacia adelante con el impulso, echando todo el peso, y me dio la impresión de que el cuerpo de Pantaloon se elevaba del suelo un par de metros y que flotaba hasta que la fachada del Penguin Cluy lo frenó. Todo ocurrió con mucha rapidez y, al poco, George estaba en el coche, a mi lado. Arrancamos y oí al portero tocar un silbato detrás de nosotros.
—¡Lo conseguimos! —dijo George jadeante. Estaba excitado y sin aliento—. ¡Le he pegado un buen puñetazo! ¿Lo has visto?
Nevaba con fuerza. Conduje deprisa y giré varias veces bruscamente, sabiendo que nadie podría alcanzarnos en medio de la nevada.
—Ese hijo de perra casi ha atravesado la pared del golpe que le he dado.
—Muy bien, George —dije—. Buen trabajo.
—¿Y has visto cómo se elevaba? ¿Has visto cómo se levantaba del suelo?
—Womberg estará encantado —dije.
—Y Gollogly, y la Hines.
—Todos estarán encantados. Verás la de dinero que nos va a llegar.
—¡Viene un coche detrás de nosotros! —gritó George—. ¡Nos sigue! ¡Nos viene pisando los talones! ¡Corre, corre!
—¡Es imposible! —exclamé—. No pueden habernos descubierto todavía. Será un coche que va a lo suyo.
Me metí a la derecha.
—Sigue detrás de nosotros —dijo George—. Tuerce otra vez. Lo despistaremos.
—¿Cómo demonios vamos a despistar a un coche de la policía en un Chevrolet del treinta y cuatro? —dije—. Voy a parar.
—¡Sigue! —gritó George—. Vamos bien.
—Voy a parar —insistí—. Si seguimos se pondrán furiosos.
George protestó enérgicamente, pero yo sabía que era lo mejor que podíamos hacer y me detuve a un lado de la carretera. El otro coche torció bruscamente, pasó delante de nosotros y frenó patinando.
—Rápido —dijo George—, escapemos.
Tenía la puerta abierta y estaba dispuesto a echar a correr.
—No seas idiota —le dije—. Quédate donde estás. Ya no hay nada que hacer.
Una voz dijo desde fuera:
—¿Qué pasa, chicos? ¿Por qué tanta prisa?
—No llevamos prisa —repliqué—. Vamos a casa.
—¿Ah, sí?
—Sí, hacia allí vamos.
El hombre asomó la cabeza por la ventanilla de mi asiento; me miró a mí, después a George y otra vez a mí.
—Hace una noche espantosa —dijo George—. Queremos llegar a casa antes de que las calles se cubran de nieve.
—Pues tomáoslo con calma —dijo aquel hombre—. Quería daros esto inmediatamente —dejó caer un fajo de billetes en mi regazo—. Soy Gollogly —añadió—. Wilbur H. Gollogly —y nos sonrió en medio de la nevada, mientras daba patadas y se frotaba las manos para calentarse—. Recibí vuestro telegrama y lo he visto todo. Habéis hecho un buen trabajo. Os doy el doble. Ha merecido la pena. Es lo más divertido que he visto en mi vida. Adiós, chicos. Andaos con cuidado. Os empezarán a buscar. Yo que vosotros me marcharía de la ciudad. Adiós.
Y sin darnos tiempo a replicar, se marchó.
Cuando al fin llegamos a nuestra habitación me puse a hacer el equipaje inmediatamente.
—¿Estás loco? —dijo George—. Sólo tenemos que esperar unas horas y recibiremos quinientos dólares de Womberg y otros tantos de la Hines. Entonces tendremos dos mil dólares y podremos ir a donde queramos.
De modo que pasamos el día siguiente esperando en nuestra habitación, leyendo los periódicos. En uno de ellos decía: «Brutal agresión a un famoso periodista.» Pero, efectivamente, a última hora de la tarde nos llegaron dos cartas con quinientos dólares cada una.
Y ahora, en este preciso momento, estamos en un autocar, bebiendo whisky escocés, rumbo al sur, hacia un lugar en el que siempre brilla el sol y en el que hay carreras de caballos todos los días. Somos inmensamente ricos, y George no para de decir que si apostamos los dos mil dólares a un caballo a diez a uno ganaremos otros veinte mil dólares y podremos jubilamos.
—Compraremos una casa en Palm Beach —dice— y nos lo pasaremos realmente en grande. Al borde de nuestra piscina se tumbarán las señoras más guapas de la alta sociedad, tomando refrescos, y al cabo de cierto tiempo podríamos invertir una buena cantidad en otro caballo y hacernos aún más ricos. Es posible que nos cansemos de Palm Beach, y entonces iremos de un sitio a otro, como la gente rica. Montecarlo y sitios así. Como Ah Khan y el duque de Windsor. Seremos miembros destacados de la alta sociedad internacional, las estrellas de cine nos sonreirán, los camareros nos harán reverencias y a lo mejor, con el tiempo, hasta salimos en la columna de Lionel Pantaloon.
—Eso sería estupendo —dije.
—¿Verdad? —replicó alegremente—. ¿A que sí?

 

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