Cuando me desperté,
estaba nevando.
Supe que estaba
nevando porque había una especie de resplandor en la habitación y
afuera todo estaba en silencio. De la calle no llegaban ruidos de
pisadas ni de neumáticos; sólo de los motores de los coches. Alcé
los ojos y vi a George, con su bata verde, inclinado sobre la cocina
de petróleo, preparando el café.
—Está nevando
—dije.
—Hace frío
—replicó George—. Hace frío de verdad.
Salí de la cama y
cogí el periódico de la mañana, que estaba afuera, junto a la
puerta. Sí que hacía frío, así que volví corriendo, me metí en
la cama de un brinco y me quedé quieto un rato bajo las sábanas,
con las manos apretadas entre las piernas para calentármelas.
—¿No hay cartas?
—preguntó George.
—No. Ni una.
—No parece que el
viejo tenga intención de soltar dinero.
—A lo mejor piensa
que cuatrocientos cincuenta billetes son suficientes para un mes
—dije.
—No ha estado
nunca en Nueva York y no sabe lo que cuesta vivir aquí.
—No deberías
habértelo gastado en una semana.
George se puso de
pie y me miró.
—Querrás decir
que no deberíamos haberlo gastado.
—Eso —dije—.
No deberíamos.
Me puse a leer el
periódico.
El café estaba
listo, y George trajo la cafetera y la dejó en la mesilla que
separaba nuestras camas.
—No se puede vivir
sin dinero —dijo—. El viejo debería saberlo.
Se volvió a la cama
sin quitarse la bata verde. Yo seguí leyendo. Acabé la página de
las carreras de caballos y la del fútbol, y después me metí con
Lionel Pantaloon, el famoso cronista político y de sociedad. Siempre
leo a Pantaloon, al igual que otros veinte o treinta millones de
personas en todo el país. Es como una costumbre; incluso más que
una costumbre. Forma parte de mis mañanas, como las tres tazas de
café o el afeitado.
—Este tipo es un
caradura impresionante —dije.
—¿Quién?
—El Lionel
Pantaloon ése.
—¿Qué dice?
—Lo de siempre.
Los escándalos de costumbre. Siempre habla de los ricos. Escucha
esto: «... se le ha visto en el Penguin Club... al banquero William
S. Womberg con la bella estrella Theresa Williams... tres noches
seguidas... La señora Womberg estaba en casa, con dolor de
cabeza..., cosa que haría cualquier esposa si su marido anduviera
acompañando a la señorita Williams...»
—Eso es poner a
Womberg en un compromiso —dijo George.
—Yo pienso que es
una vergüenza —repliqué—. Esas cosas pueden provocar un
divorcio. ¿Cómo es posible que nadie le haga nada, diciendo lo que
dice?
—Porque todos le
tienen miedo. Pero si yo fuera William S. Womberg —dijo
George—¿sabes qué haría? Le pegaría un puñetazo en la nariz al
Pantaloon ése. Es la única forma de tratar a ese tipo de gentuza.
—El señor Womberg
no puede hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque es viejo
—contesté—. El señor Womberg es un anciano digno y respetable.
Es un eminente banquero de la ciudad. No podría...
Y entonces se me
ocurrió la idea, así, de repente, mientras hablaba con George. Me
callé bruscamente y sentí como si se me inundase el cerebro. Me
quedé muy quieto, dejé que fluyera por mi cabeza, y casi antes de
saber qué había ocurrido ya lo tenía todo pensado, un plan
completo, un plan brillante y magnífico. Y justo en ese momento
comprendí que era fantástico.
Me di la vuelta y vi
a George mirándome fijamente con expresión de asombro.
—¿Qué ocurre?
—me preguntó—. ¿Qué te pasa?
Mantuve la calma. Me
serví más café antes de hablar.
—George —dije,
tranquilo—, tengo una idea. Escucha con mucha atención, porque se
me ha ocurrido una idea que nos hará ricos. Estamos sin una perra,
¿no?
—Sí.
—¿Crees que el
tal William S. Womberg estará enfadado con Lionel Pantaloon esta
mañana?
—¡Enfadado!
—exclamó George—. ¡Estará furioso!
—Eso es. ¿Y crees
que le gustaría que a Lionel Plantaloon le pegaran un buen puñetazo
en la nariz?
—¡Vaya si le
gustaría!
—Y dime, ¿no cabe
la posibilidad de que el señor Womberg esté dispuesto a pagar
cierta cantidad de dinero a alguien que realice por él ese combate
de boxeo, eficazmente y con discreción?
George se volvió y
me miró con dulzura, con cautela, y después dejó la taza de café
en la mesa. En su boca empezó a dibujarse lentamente una sonrisa.
—Ya entiendo
—dijo—. Veo por dónde vas.
—Pero esto es sólo
una parte. Si lees la columna de Pantaloon verás que hay otra
persona a la que ha ofendido.
Cogí el periódico.
Una tal señora Ella Gimple, una dama de la alta sociedad que podría
tener un millón de dólares en el banco.
—¿Qué dice
Pantaloon de ella?
Volví a mirar el
periódico.
—Insinúa
—contesté— que les saca un montón de dinero a sus amigos en las
partidas de ruleta en que ella lleva la banca.
—Eso pone en un
compromiso a la Gimple —dijo George—. Y a Womberg. Gimple y
Womberg.
Estaba sentado en la
cama, muy erguido, esperando a que yo continuara.
—De modo que
tenemos dos personas que odian a muerte a Pantaloon esta mañana
—dije—, y las dos desean ardientemente pegarle un puñetazo en la
nariz, pero no se atreven. ¿Entiendes?
—Perfectamente.
—Pues pobre Lionel
Pantaloon. Pero no olvides que hay otros como él. Hay docenas de
periodistas que se pasan la vida insultando a la gente rica e
importante. Tenemos a Harry Weyman, a Claude Taylor, a Jacob Swinski,
Walter Kennedy y muchos otros.
—Es verdad —dijo
George—. Absolutamente cierto.
—Lo que quiero
decir es que no hay nada que ponga tan furiosos a los ricos como que
se burlen de ellos y les insulten en los periódicos.
—Continúa —dijo
George—. Continúa.
—Muy bien. El plan
es el siguiente. —Yo también empezaba a entusiasmarme. Estaba
apoyado en el borde de la cama, con una mano en la mesilla y agitando
la otra en el aire mientras hablaba—. Crearemos inmediatamente una
organización, y la llamaremos... ¿Cómo podríamos llamarla?...
Vamos a ver... Sí, la llamaremos «La venganza es mía, S. A.».
¿Qué te parece?
—Es un nombre muy
raro.
—Es de la Biblia.
A mí me gusta. «La venganza es mía, S. A.». Suena bien. Haremos
tarjetas que enviaremos a nuestros clientes para recordarles que les
han insultado y ofendido públicamente, y para ofrecernos a castigar
al ofensor a cambio de cierta cantidad de dinero. Compraremos todos
los periódicos y leeremos los artículos, y mandaremos doce tarjetas
o más todos los días a los posibles clientes.
—¡Es maravilloso!
—gritó George—. ¡Es fantástico!
—Nos haremos ricos
en un santiamén.
—¡Tenemos que
empezar inmediatamente!
Salté de la cama,
cogí un cuaderno y un lápiz, y volví corriendo a meterme entre las
sábanas.
—Venga —dije,
subiendo las rodillas bajo la ropa de la cama y apoyando encima el
cuaderno—; lo primero es decidir qué vamos a poner en las tarjetas
que enviaremos a los clientes —y en la parte superior de la hoja
escribí: «LA VENGANZA ES MÍA, S. A.», a modo de encabezamiento.
A continuación, y
con mucho cuidado, redacté una carta en la que explicaba las
funciones de la organización. Terminaba con la siguiente frase:
Por tanto, LA
VENGANZA ES MIA, S. A., se compromete a infligir en su nombre, con
absoluta discreción, el castigo adecuado al periodista [...],y a
este fin somete respetuosamente a su consideración diversos métodos
(y precios).
—¿Qué quiere
decir eso de «diversos métodos»? —preguntó George.
—Tenemos que
darles a elegir. Debemos pensar varias cosas..., castigos diferentes.
El número uno será... —y escribí: « 1. Un fuerte puñetazo en
la nariz»—. ¿Cuánto podemos cobrar por esto?
—Quinientos
dólares —respondió George.
Lo anoté.
—¿Qué más?
—Poner un ojo
morado —dijo George.
Escribí: «2.
Poner un ojo morado... 500 dólares.»
—iNo! —exclamó
George—. No estoy de acuerdo con ese precio. Es evidente que para
ponerle a alguien un ojo morado como es debido hace falta más
concentración que para pegarle un puñetazo en la nariz. Es un
trabajo de expertos. Seiscientos dólares.
—Vale —dije—.
Seiscientos. ¿Qué más?
—Las dos cosas
juntas, naturalmente, O sea, el uno y el dos.
Aquél era el
terreno de George. Se sentía a sus anchas.
—¿Las dos cosas?
—Desde luego.
Puñetazo en la nariz y ojo morado. Mil cien dólares.
—Deberíamos hacer
una rebaja —dije—. Mil dólares.
—Es baratísimo
—objetó George—. Todos elegirán ése.
—¿Qué más?
Los dos quedamos en
silencio, concentrándonos con todas nuestras fuerzas. Tres profundos
surcos de piel arrugada aparecieron en la frente baja y huidiza de
George. Se puso a rascarse la cabeza, lenta pero vigorosamente.
Desvié la mirada e intenté pensar en las cosas espantosas que la
gente se hacen unos a otros. Al cabo de un rato se me ocurrió algo,
y mientras George observaba la mina del lápiz que se deslizaba por
el papel, escribí: «4. Colocar una serpiente de cascabel (tras
haberle extraído el veneno) en el suelo del coche, junto a los
pedales, cuando aparque.»
—¡Cielo santo!
—murmuró George—. ¿Es que quieres matarlos del susto?
—Claro —respondí.
—¿Y de dónde
vamos a sacar una serpiente de cascabel?
—Comprándola.
Pueden comprarse. ¿Cuánto cobramos por esto?
—Mil quinientos
dólares —respondió George sin vacilar.
Lo anoté.
—Nos hace falta
uno más.
—Ya lo tengo —dijo
George—. Secuestrarlo con un coche, quitarle la ropa, excepto los
calzoncillos, los zapatos y los calcetines, y soltarlo en la Quinta
Avenida en una hora punta.
Sonrió con una
sonrisa amplia, triunfal.
—No podemos hacer
eso.
—Escríbelo. Y
cobraremos dos mil quinientos billetes. Lo harías si el viejo
Womberg te ofreciese esa cantidad.
—Si —dije—,
supongo que sí —y lo escribí—. Ya hay suficientes —añadí—.
Tienen para elegir.
—¿Y dónde vamos
a imprimir las tarjetas? —preguntó George.
—George Karnoffsky
—respondí—. Otro George. Es amigo mío. Tiene una pequeña
imprenta en la Tercera Avenida. Hace invitaciones de boda y cosas así
para las tiendas grandes. Lo hará, estoy seguro.
—Entonces, ¿a qué
esperamos?
Los dos saltamos de
la cama y empezamos a vestirnos.
—Son las doce
—dije—. Si nos damos prisa, le pillaremos antes de que se vaya a
comer.
Aún nevaba cuando
salimos a la calle, y la capa de nieve de la acera tenía un grosor
de diez o doce centímetros; pero recorrimos las catorce manzanas que
nos separaban de la tienda de Karnoffsky a una velocidad increíble y
llegamos justo en el momento en que se estaba poniendo el abrigo para
salir.
—¡Claude!
—exclamó—. ¡Hola, chaval! ¿Cómo te va? —y me dio un apretón
de manos.
Tenía una cara
gruesa, afable, y una nariz enorme con anchas aletas que se extendían
al menos dos centímetros sobre cada mejilla. Lo saludé y le dije
que habíamos ido a hablar de un asunto muy urgente. Se quitó el
abrigo y nos llevó a su despacho; a continuación le hablé de
nuestros planes y le dije lo que queríamos que hiciera.
Cuando le había
contado aproximadamente la cuarta parte de la historia estalló en
carcajadas y me resultó imposible continuar, de modo que abrevié y
le di un papel con lo que había escrito para que lo imprimiese. Al
leerlo, su cuerpo empezó a convulsionarse de la risa; se puso a dar
palmadas en la mesa, tosiendo, atragantándose y desternillándose de
la risa como un loco. Nosotros lo mirábamos. No nos parecía que
tuviera ninguna gracia.
Finalmente, se
calmó, sacó un pañuelo y se secó los ojos con gran aparatosidad.
—Es una broma muy
buena; sí, señor. Se merece una comida. Vamos, os invito a comer.
—Oye —dije con
seriedad—, no es una broma. No hay motivo para reírse. Eres
testigo del nacimiento de una nueva organización muy poderosa...
—Venga —dijo, y
se echó a reír otra vez—. Vamos a comer.
—¿Cuándo puedes
imprimir las tarjetas? —pregunté. Mi voz era severa, grave.
Se detuvo y se quedó
mirándonos.
—¿Quieres
decir..., quieres decir que esto va en serio?
—Totalmente. Eres
testigo del nacimiento...
—De acuerdo
—dijo—, de acuerdo. Pienso que estáis locos y que os vais a
buscar problemas; estoy seguro. A esa gente les gusta liar a otros,
pero no que les metan en líos a ellos.
—¿Cuándo pueden
estar listas las tarjetas, sin que las lea ninguno de tus empleados?
—Por esto —dijo
gravemente— renunciaré a mi comida. Yo mismo prepararé la
plancha. Es lo menos que puedo hacer —volvió a reír y el borde de
las enormes aletas de su nariz se agitó de contento—. ¿Cuántas
queréis?
—Mil para empezar.
Y sobres.
—Volved a las dos
—dijo.
Le di las gracias y
al salir oímos su estrepitosa risa cuando iba por el pasillo hacia
la trastienda.
Volvimos a las dos
en punto. George Karnoffsky estaba en su despacho, y lo primero que
vi cuando entramos fue un gran montón de tarjetas impresas sobre la
mesa. Eran grandes, como el doble que las invitaciones de boda o de
fiesta.
—¡Aquí están!
—dijo—. Ya las tenéis.
Aquel imbécil
seguía riéndose.
Nos dio una a cada
uno, y yo examiné la mía cuidadosamente. Era muy bonita. Se notaba
que se había tomado muchas molestias. Era gruesa y dura, con un
estrecho borde dorado, y las letras del encabezamiento resultaban
sumamente elegantes. No puedo reproducirla aquí en todo su
esplendor, pero al menos les mostraré lo que decía:
LA VENGANZA ES MÍA,
S. A.
Estimado................................
Seguramente habrá
visto el calumnioso ataque, sin que mediara provocación alguna, que
el periodista ........................... ha desatado contra su
persona en el periódico de hoy. Sus insinuaciones son escandalosas,
una deformación deliberada de la verdad.
¿Está usted
dispuesto a consentir que un miserable provocador le insulte de esa
forma sin hacer nada?
Todo el mundo sabe
que los norteamericanos no permiten que se les insulte en público o
en privado sin que ello provoque su justa indignación y sin que
procuren —mejor dicho, exijan— una compensación adecuada.
Por otra parte, es
natural que un ciudadano de su posición y reputación no desee verse
envuelto personalmente en este sórdido asunto, ni tener el menor
contacto directo con persona de tal calaña.
¿Cómo, entonces,
puede reparar la afrenta? La respuesta es sencilla. LA VENGANZA ES
MÍA, SOCIEDAD ANÓNIMA, lo hace por usted. Nos comprometemos a
infligir en su nombre, con absoluta discreción, un castigo
individual al periodista ..................... y a este fin sometemos
respetuosamente a su consideración diversos métodos (y precios).
Dólares
1. Un fuerte
puñetazo en la nariz.................................... 500
2. Poner un ojo
morado................................................... 600
3. Puñetazo en la
nariz y ojo morado............................. 1000
4. Colocar una
serpiente de cascabel (tras haberle
extraído el
veneno) en el suelo del coche, junto
a los pedales,
cuando aparque..................................... 1.500
5. Secuestrarlo con
un coche, quitarle la ropa,
excepto los
calzoncillos, los zapatos y los calcetines
y soltarlo en la
Quinta Avenida, en una hora punta.... 2500
Estos trabajos serán
realizados por profesionales.
Si desea
beneficiarse de alguna de estas ofertas, tenga la amabilidad de
contestar a LA VENGANZA ES MÍA S. A. (la dirección se indica en la
tarjeta adjunta). Si es posible, se le notificará con antelación el
lugar y la hora en que tendrá lugar la acción, de modo que, si lo
desea, pueda presenciar nuestra actuación desde una prudente
distancia que le garantice el anonimato.
No tendrá que pagar
nada hasta que sus órdenes se ejecuten a su entera satisfacción,
momento en que se le enviará la cuenta por los procedimientos
habituales.
George Karnoffsky
había hecho un magnífico trabajo.
—¿Te gusta,
Claude? —preguntó.
—Es maravilloso.
—Lo he hecho lo
mejor que he podido. Es como cuando, en la guerra, veía a los
soldados que se iban, a lo mejor a que los matasen, y siempre quería
regalarles cosas y hacer algo por ellos.
Como empezaba a
reírse otra vez, le pregunté:
—¿Tienes sobres
grandes para las tarjetas?
—Aquí está todo.
Y podéis pagarme cuando empiece a llegaros el dinero.
Por lo visto,
aquello le hizo muchísima gracia, y se derrumbó en una silla,
riéndose como un idiota. George y yo salimos rápidamente a la
calle, a la fría tarde y a la nieve.
Casi fuimos
corriendo hasta nuestra habitación, y al subir cogí, del teléfono
público del vestíbulo, una guía de Manhattan. Encontramos
«Womberg, William S.», sin ninguna dificultad, y mientras yo leía
la dirección en alto —estaba por la calle Noventa Este—, George
la escribió en un sobre.
«Gimple, Ella, H.»,
también venía en la guía, y le enviamos una tarjeta.
—Hoy se las
mandaremos a Womberg y a Gimple —dije—. En realidad, todavía no
hemos empezado. Mañana enviaremos una docena.
—A ver si llegamos
a la última recogida del correo —dijo George.
—Las llevaremos
nosotros mismos —repliqué—. Ahora, en seguida. Mañana podría
ser demasiado tarde. Mañana no estarán ni la mitad de enfadados que
hoy. La gente es capaz de calmarse por la noche. Mira —añadí—,
tú vas a llevar estas dos tarjetas ahora mismo, y mientras tanto yo
daré una vuelta por el centro a ver si averiguo algo sobre las
costumbres de Lionel Pantaloon. Nos veremos aquí por la noche...
Volví a eso de las
nueve, y encontré a George tumbado en la cama, fumando y bebiendo
café.
—He llevado las
dos —dijo—. Las metí en el buzón, llamé al timbre y salí
corriendo. Womberg tiene una casa enorme, blanca. ¿Qué tal te han
ido las cosas a ti?
—He estado viendo
a un amigo mío que trabaja en la sección de deportes del Daily
Mirror. Me lo ha contado todo.
—¿Qué te ha
dicho?
—Que los
movimientos de Pantaloon siempre son los mismos, más o menos.
Funciona por la noche, pero aunque vaya a algún sitio antes, siempre
—y esto es importante— acaba en el Penguin Club. Llega a eso de
medianoche y se marcha a las dos o dos y media. Entonces es cuando
sus chivatos le van con el cuento.
—Eso es todo lo
que necesitamos saber —dijo George alegremente.
—Es muy fácil.
—Pan comido.
Había una botella
entera de whisky en el armario y George la sacó. Durante las dos
horas siguientes estuvimos sentados en la cama, bebiendo y haciendo
planes fantásticos y complicados para el desarrollo de nuestra
organización. Al dar las once ya teníamos cincuenta empleados, doce
famosos boxeadores entre ellos, y nuestras oficinas estaban en el
centro Rockefeller. A medianoche, controlábamos a todos los
periodistas y les dictábamos por teléfono sus columnas desde
nuestro cuartel general, poniendo cuidado en insultar y agraviar
todos los días al menos a veinte personas ricas de una u otra parte
del país. Éramos inmensamente ricos, y George tenía un Bentley
inglés. Yo, cinco Cadillacs. George ensayaba conversaciones
telefónicas con Lionel Pantaloon. «¿Es usted Pantaloon?» «Sí,
señor.» «Escuche. Su columna de hoy es una porquería.» «Lo
siento, señor. Mañana intentaré hacerlo mejor.» «Claro que lo
intentará. La verdad es que he pensado en sustituirle por otra
persona.» «Déme otra oportunidad, por favor, señor.» «De
acuerdo, Pantaloon; pero es la última. A propósito, los chicos van
a ponerle una serpiente de cascabel en el coche esta noche, en nombre
del señor Hiram C. King, el fabricante de jabón. El señor King lo
estará viendo desde la acera de enfrente; o sea, que no se olvide de
aparentar que se muere de miedo cuando la vea.» «Sí, señor.
Claro, señor. No lo olvidaré.»
Cuando al fin nos
acostamos y apagamos la luz, seguí oyendo a George que le echaba una
bronca telefónica a Pantaloon.
A la mañana
siguiente nos despertamos al dar las nueve en el reloj de la iglesia
de la esquina. George se levantó y fue hasta la puerta a recoger los
periódicos. Volvió con una carta en la mano.
—Ábrela —dije.
La abrió y desdobló
cuidadosamente una hoja de papel fino.
—¡Léela! —grité.
Se puso a leerla en
alto, la voz grave y seria al principio; pero cuando comprendió el
contenido, fue alzándola hasta casi soltar un grito histérico de
triunfo. Decía:
Sus métodos parecen
un tanto heterodoxos, pero cualquier cosa que le hagan a ese canalla
cuenta con mi aprobación. De modo que adelante. Empiecen por el
punto número uno, y si lo logran, con mucho gusto les indicaré que
continúen hasta el último. Envíenme la factura.
William S. Womberg
Recuerdo que, con el
entusiasmo, hicimos una especie de baile por la habitación, en
pijama, bendiciendo al señor Womberg en voz alta y cantando que
éramos ricos. George dio varias volteretas en la cama, y es posible
que yo también las diera.
—¿Cuándo lo
hacemos? —preguntó—. ¿Esta noche?
Reflexioné antes de
responder. No quería que me metieran prisas. Las páginas de la
historia están repletas de nombres de grandes hombres que han
fracasado por tomar decisiones precipitadas movidos por un entusiasmo
momentáneo. Me puse la bata, encendí un cigarrillo y empecé a
pasear por la habitación.
—No tenemos prisa
—dije—. Ejecutaremos la petición de Womberg a su debido tiempo.
Pero lo primero que hay que hacer es enviar las tarjetas.
Me vestí
rápidamente, fui al quiosco que había en la acera de enfrente,
compré un ejemplar de todos los diarios que tenían y volví a
nuestra habitación. Pasamos las dos horas siguientes leyendo las
columnas de los periodistas, y al final teníamos una lista de once
personas —ocho hombres y tres mujeres— a los que habían
insultado aquella mañana de una u otra forma. Las cosas marchaban
bien. Trabajábamos con rapidez. Tardamos otra media hora en mirar
las direcciones de los ofendidos —dos no las encontramos— y en
escribirlas en los sobres.
Las entregamos por
la tarde, y a eso de las seis volvimos a nuestra habitación,
cansados pero contentos. Hicimos café, freímos hamburguesas y
cenamos en la cama. Después nos leímos mutuamente la carta de
Womberg muchas veces.
—Nos ha hecho un
pedido por valor de seis mil cien dólares -dijo George—. Desde el
punto uno hasta el cinco, ambos inclusive.
—No está mal para
empezar, teniendo en cuenta que es el primer día. Seis mil al día
son... Vamos a ver... Casi dos millones de dólares al año, sin
contar los domingos. Un millón para cada uno. Más de lo que tiene
Betty Grable.
—Somos muy ricos
—dijo George.
Sonrió con una
sonrisa lenta y luminosa, de pura alegría.
—Dentro de uno o
dos días nos mudaremos a una suite del St. Regis.
—Mejor al Waldorf
—dijo George.
—Como quieras. Al
Waldorf. Y más adelante podríamos comprar una casa.
—¿Como la de
Womberg?
—De acuerdo. Como
la de Womberg. Pero primero hay que trabajar. Mañana nos ocuparemos
de Pantaloon. Lo pillaremos cuando salga del Penguin Club. A las dos
y media lo estaremos esperando, y cuando salga a la calle tú te
adelantarás y le pegarás un buen puñetazo, justo en la punta de la
nariz, como nos hemos comprometido a hacer.
—Será un placer
—dijo George—. Un verdadero placer. Pero ¿cómo vamos a escapar?
¿Corriendo?
—Alquilaremos un
coche por una hora. Tenemos el dinero justo. Yo te esperaré al
volante con el motor en marcha, a menos de diez metros, con la puerta
abierta. Después de darle el puñetazo, sólo tienes que volver al
coche y nos marcharemos.
—Perfecto. Le
pegaré un puñetazo muy fuerte.
George guardó
silencio. Apretó el puño derecho y se contempló los nudillos.
Después volvió a sonreír y dijo lentamente:
—¿No se le
quedará la nariz tan aplastada que no podrá volver a meterla en los
asuntos de los demás?
—Es muy probable
—contesté, y con ese feliz pensamiento apagamos la luz y nos
dormimos en seguida.
A la mañana
siguiente me despertó un grito; me incorporé y vi a George al pie
de mi cama, en pijama, agitando los brazos.
—¡Mira! —gritó.—.
¡Hay cuatro! ¡Cuatro!
Miré y,
efectivamente, tenía cuatro cartas en la mano.
—Ábrelas. Rápido,
ábrelas.
Leyó la primera en
voz alta:
Estimada La venganza
es mía, S. A. Es la mejor propuesta que he recibido desde hace años.
Aplíquenle al señor Jacob Swinski el tratamiento de la serpiente de
cascabel (punto 4). Pero no me importaría pagar el doble si se les
olvidara sacarle el veneno de los colmillos. Atentamente,
Gertrude
Porter-Vandervelt
P.D.:
Será mejor que le hagan un seguro a la serpiente. La mordedura de
ese tipo es más peligrosa que la de una cascabel.
George leyó la
segunda en voz alta:
Tengo el cheque de
500 dólares sobre la mesa, firmado. En el momento en que se me
presenten pruebas de que le han pegado un buen puñetazo en la nariz
a Lionel Pantaloon, se lo enviaré. Yo preferiría que le rompieran
algo. Atentamente, etc.,
Wilbur H. Gollogly
George leyó la
tercera en voz alta:
En mi actual estado
de ánimo, y en contra de mi leal saber y entender, me siento
tentado a contestar a su tarjeta y a rogarles que depositen a ese
sinvergüenza de Walter Kennedy en la Quinta Avenida, vestido
únicamente con la ropa interior. Pongo como condición que el suelo
esté nevado y que la temperatura sea bajo cero.
H. Gresham
También leyó en
voz alta la cuarta:
Un buen porrazo en
la nariz de Pantaloon merece que les dé quinientos dólares, yo o
cualquier otra persona. Me gustaría presenciarlo. Les saluda
atentamente,
Claudia Calthorpe
Hines
George dejó las
cartas sobre la cama, delicada, cuidadosamente. Durante unos momentos
guardamos silencio. Nos miramos, demasiado contentos, demasiado
atónitos para hablar. Yo me puse a calcular el valor de aquellos
cuatro pedidos en términos monetarios.
—Son cinco mil
dólares —dije quedamente.
En la cara de George
había una mueca de satisfacción.
—¿No deberíamos
mudarnos ya al Waldorf? —dijo.
—Dentro de muy
poco —contesté—, pero de momento no tenemos tiempo para
mudanzas, ni siquiera para enviar más tarjetas. Hay que empezar a
despachar los pedidos que tenemos entre manos. Estamos sobrecargados
de trabajo.
—¿No deberíamos
contratar gente y aumentar la organización?
—Más adelante
—dije—. Hoy no tenemos tiempo ni para eso. Piensa en las cosas
que nos quedan por hacer. Tenemos que poner una serpiente de cascabel
en el coche de Jacob Swinski..., soltar a Walter Kennedy en la Quinta
Avenida en calzoncillos..., pegarle un puñetazo en la nariz a
Pantaloon... Vamos a ver... Sí, tenemos que darle un puñetazo en
nombre de tres clientes.
Me callé, cerré
los ojos, me quedé inmóvil. Una vez más tomé conciencia de que un
torrente claro de inspiración se derramaba por los tejidos de mi
cerebro.
—¡Ya lo tengo!
—exclamé—. ¡Ya lo tengo! ¡Mataremos tres pájaros de un tiro!
¡Tres clientes con un solo puñetazo!
—¿Cómo?
—¿No lo
entiendes? Solo tenemos que pegar un puñetazo a Pantaloon..., y cada
uno de los tres, Womberg, Gollogly y Claudia Hines, creerá que lo
hacemos especialmente en su honor.
—Explícamelo otra
vez.
Se lo expliqué.
—Eres muy listo.
—Es de sentido
común. Y aplicaremos el mismo sistema a los demás. El tratamiento
de la serpiente de cascabel y el otro pueden esperar hasta que
recibamos más pedidos.
A lo mejor dentro de
unos días ya nos han pedido varias personas que pongamos una
serpiente de cascabel en el coche de Swinski, y lo haremos todo de
una vez.
—Estupendo.
—Entonces, esta
noche nos encargaremos de Pantaloon —dije—. Pero lo primero que
hay que hacer es alquilar un coche. También podemos enviar
telegramas, uno a Womberg, otro a Gollogly y otro a Claudia Hines,
para decirles dónde y cuándo le pegaremos el puñetazo.
Nos vestimos
rápidamente y salimos.
Logramos alquilar un
coche, un Chevrolet de 1934, a ocho dólares la noche, en un garaje
sucio y silencioso de la calle Nueve Este. Después enviamos tres
telegramas, todos idénticos y astutamente redactados para ocultar su
verdadero significado ante ojos indiscretos:
Espero verle en la
puerta del Penguin Club a las dos y media. Saludos, L.V.E.M.
—Falta una cosa
—dije—. Es imprescindible que te disfraces. Así, ni Pantaloon ni
el portero podrán reconocerte. Tienes que ponerte un bigote falso.
—¿Y tú?
—No hace falta. Yo
me quedaré en el coche. No me verán. Fuimos a una tienda de
juguetes y compramos un magnífico bigote negro, con las guías
afiladas y hacia arriba, encerado, tieso y brillante, y cuando se lo
puso en la cara, George parecía el Káiser de Alemania. El
dependiente también nos vendió un tubo de pegamento y nos explicó
cómo había que colocarlo sobre el labio superior.
—Se lo van a pasar
en grande con los críos, ¿eh? —dijo.
George replicó:
—Desde luego.
Ya estaba todo
listo, pero aún había que esperar mucho. Nos quedaban tres dólares
con los que compramos un bocadillo para cada uno, y después fuimos
al cine. A las once de la noche recogimos el coche y empezamos a
pasear lentamente por las calles de Nueva York, esperando a que
llegase el momento.
—Será mejor que
te pongas ya el bigote, para que te vayas acostumbrando.
Paramos bajo una
farola, le puse un poco de pegamento a George en el labio superior y
le coloqué el bigote negro, enorme y peludo, con las guías
afiladas. Después, continuamos. En el coche hacía frío y empezaba
a nevar otra vez. Vi unos copitos caer entre las luces de los faros.
George decía continuamente:
—¿Le pego muy
fuerte?
Y yo contestaba:
—Lo más fuerte
que puedas, y en la nariz. Tiene que ser en la nariz, porque forma
parte del contrato. Hay que hacerlo todo bien. A lo mejor lo ven
nuestros clientes.
A las dos de la
mañana pasamos por la puerta del Penguin Club para estudiar la
situación.
—Voy a aparcar ahí
—dije—, un poco más allá de la entrada, en ese trozo oscuro.
Pero te dejaré la puerta abierta.
Continuamos.
Entonces George preguntó:
—¿Cómo es? ¿Cómo
sabré quién es?
—No te preocupes
—contesté—. Ya he pensado en eso —saqué del bolsillo un papel
y se lo di—. Coge esto, dóblalo en pliegues pequeños y dáselo al
portero. Dile que se lo lleve a Pantaloon en seguida. Actúa como si
tuvieras una prisa enorme y como si estuvieras muerto de miedo. Te
apuesto cien contra uno a que Pantaloon sale. Ningún periodista se
resistiría a esta nota.
En el papel había
escrito:
Soy un funcionario
del consulado soviético. Venga a la puerta en seguida, por favor.
Tengo que decirle una cosa, pero venga en seguida porque corro
peligro. Yo no puedo entrar a verle.
—Con ese bigote
pareces ruso. Todos los rusos tienen grandes bigotes —dije.
George cogió el
papel, lo dobló en pliegues pequeños y lo sujetó entre los dedos.
Eran ya casi las dos y media, y nos dirigimos al Penguin Club.
—¿Estás listo?
—pregunté.
—Sí.
—Vamos allá. Voy
a aparcar un poco más allá de la puerta... Aquí. Pégale fuerte
—dije.
George abrió la
puerta y salió del coche. Yo la cerré, pero me incliné y puse la
mano en la manivela para poder abrirla rápidamente y bajé la
ventanilla para mirar. El motor ronroneaba.
Vi a George
dirigirse con paso rápido hacia el portero, parado bajo la
marquesina roja y blanca que ocupaba parte de la acera. Vi que el
portero se volvía y miraba a George, y no me gustó su forma de
hacerlo. Era un hombre alto e imponente, con un bonito uniforme de
color magenta con botones y hombreras dorados y una ancha lista
blanca en cada pernera. También llevaba guantes blancos, y miró
altaneramente a George, con el ceño fruncido, apretando con fuerza
los labios. Se quedó mirando el bigote de George, y yo pensé: «Dios
mío se nos ha ido la mano, va demasiado disfrazado. Se dará cuenta
de que es falso, va a coger uno de los extremos, tirará de él y se
soltará.» Pero no lo hizo. Le distrajo la actuación de George,
porque estaba interpretando muy bien su papel. Le vi dar saltitos,
entrelazar y separar las manos, balanceando el cuerpo y agitando la
cabeza, y le oí decir:
—Pog favog, pog
favog, dese pgisa. Es vida o muegte. Pog favog, llévelo gápido al
señog Pantaloon.
Su acento ruso no se
parecía a ningún acento que yo hubiese oído nunca, pero de todos
modos su voz tenía un tono de verdadera desesperación.
Finalmente el
portero dijo, grave, altanero:
—Déme la nota.
George se la dio y
dijo:
—Gacias, gacias,
pego diga que es uggente.
El portero
desapareció en el interior. A los pocos momentos volvió y dijo:
—Se la están
entregando en este momento.
George paseaba
nervioso. Yo esperaba, observando la puerta. Pasaron tres o cuatro
minutos. George se retorció las manos y dijo:
—¿Dónde está?
¿Dónde está? ¡Pog favog, vaya a veg si viene!
—Pero, ¿qué le
pasa? —dijo el portero, y volvió a mirar el bigote de George.
—¡Es vida o
muegte! ¡El señog Pantaloon puede ayudag! ¡Tiene que venig!
—Haga el favor de
callarse —replicó el portero, pero volvió a abrir la puerta,
asomó la cabeza y le oí decir algo a alguien.
A George le dijo:
—Parece que ya
viene.
A los pocos minutos
se abrió la puerta y salió Pantaloon, bajito y pulcro. Se detuvo y
miró rápidamente de un lado a otro, como un hurón inquisitivo y
nervioso. El portero se llevó la mano a la gorra y señaló a
George. Oí decir a Pantaloon:
—¿Qué desea?
George respondió:
—Pog favog, vamos
pog allí, pogque nadie oiga —y precediendo a Pantaloon se dirigió
hacia el coche.
—Vamos, diga qué
es lo que desea —repitió Pantaloon. De repente, George gritó:
—¡Mire! —y
señaló al otro extremo de la calle. Pantaloon volvió la cabeza, y
en ese momento George echó el brazo derecho hacia atrás y dejó
caer el puño sobre la punta de la nariz de Pantaloon.
Le vi inclinarse
hacia adelante con el impulso, echando todo el peso, y me dio la
impresión de que el cuerpo de Pantaloon se elevaba del suelo un par
de metros y que flotaba hasta que la fachada del Penguin Cluy lo
frenó. Todo ocurrió con mucha rapidez y, al poco, George estaba en
el coche, a mi lado. Arrancamos y oí al portero tocar un silbato
detrás de nosotros.
—¡Lo conseguimos!
—dijo George jadeante. Estaba excitado y sin aliento—. ¡Le he
pegado un buen puñetazo! ¿Lo has visto?
Nevaba con fuerza.
Conduje deprisa y giré varias veces bruscamente, sabiendo que nadie
podría alcanzarnos en medio de la nevada.
—Ese hijo de perra
casi ha atravesado la pared del golpe que le he dado.
—Muy bien, George
—dije—. Buen trabajo.
—¿Y has visto
cómo se elevaba? ¿Has visto cómo se levantaba del suelo?
—Womberg estará
encantado —dije.
—Y Gollogly, y la
Hines.
—Todos estarán
encantados. Verás la de dinero que nos va a llegar.
—¡Viene un coche
detrás de nosotros! —gritó George—. ¡Nos sigue! ¡Nos viene
pisando los talones! ¡Corre, corre!
—¡Es imposible!
—exclamé—. No pueden habernos descubierto todavía. Será un
coche que va a lo suyo.
Me metí a la
derecha.
—Sigue detrás de
nosotros —dijo George—. Tuerce otra vez. Lo despistaremos.
—¿Cómo demonios
vamos a despistar a un coche de la policía en un Chevrolet del
treinta y cuatro? —dije—. Voy a parar.
—¡Sigue! —gritó
George—. Vamos bien.
—Voy a parar
—insistí—. Si seguimos se pondrán furiosos.
George protestó
enérgicamente, pero yo sabía que era lo mejor que podíamos hacer y
me detuve a un lado de la carretera. El otro coche torció
bruscamente, pasó delante de nosotros y frenó patinando.
—Rápido —dijo
George—, escapemos.
Tenía la puerta
abierta y estaba dispuesto a echar a correr.
—No seas idiota
—le dije—. Quédate donde estás. Ya no hay nada que hacer.
Una voz dijo desde
fuera:
—¿Qué pasa,
chicos? ¿Por qué tanta prisa?
—No llevamos prisa
—repliqué—. Vamos a casa.
—¿Ah, sí?
—Sí, hacia allí
vamos.
El hombre asomó la
cabeza por la ventanilla de mi asiento; me miró a mí, después a
George y otra vez a mí.
—Hace una noche
espantosa —dijo George—. Queremos llegar a casa antes de que las
calles se cubran de nieve.
—Pues tomáoslo
con calma —dijo aquel hombre—. Quería daros esto inmediatamente
—dejó caer un fajo de billetes en mi regazo—. Soy Gollogly
—añadió—. Wilbur H. Gollogly —y nos sonrió en medio de la
nevada, mientras daba patadas y se frotaba las manos para
calentarse—. Recibí vuestro telegrama y lo he visto todo. Habéis
hecho un buen trabajo. Os doy el doble. Ha merecido la pena. Es lo
más divertido que he visto en mi vida. Adiós, chicos. Andaos con
cuidado. Os empezarán a buscar. Yo que vosotros me marcharía de la
ciudad. Adiós.
Y sin darnos tiempo
a replicar, se marchó.
Cuando al fin
llegamos a nuestra habitación me puse a hacer el equipaje
inmediatamente.
—¿Estás loco?
—dijo George—. Sólo tenemos que esperar unas horas y recibiremos
quinientos dólares de Womberg y otros tantos de la Hines. Entonces
tendremos dos mil dólares y podremos ir a donde queramos.
De modo que pasamos
el día siguiente esperando en nuestra habitación, leyendo los
periódicos. En uno de ellos decía: «Brutal agresión a un famoso
periodista.» Pero, efectivamente, a última hora de la tarde nos
llegaron dos cartas con quinientos dólares cada una.
Y ahora, en este
preciso momento, estamos en un autocar, bebiendo whisky escocés,
rumbo al sur, hacia un lugar en el que siempre brilla el sol y en el
que hay carreras de caballos todos los días. Somos inmensamente
ricos, y George no para de decir que si apostamos los dos mil dólares
a un caballo a diez a uno ganaremos otros veinte mil dólares y
podremos jubilamos.
—Compraremos una
casa en Palm Beach —dice— y nos lo pasaremos realmente en grande.
Al borde de nuestra piscina se tumbarán las señoras más guapas de
la alta sociedad, tomando refrescos, y al cabo de cierto tiempo
podríamos invertir una buena cantidad en otro caballo y hacernos aún
más ricos. Es posible que nos cansemos de Palm Beach, y entonces
iremos de un sitio a otro, como la gente rica. Montecarlo y sitios
así. Como Ah Khan y el duque de Windsor. Seremos miembros destacados
de la alta sociedad internacional, las estrellas de cine nos
sonreirán, los camareros nos harán reverencias y a lo mejor, con el
tiempo, hasta salimos en la columna de Lionel Pantaloon.
—Eso sería
estupendo —dije.
—¿Verdad?
—replicó alegremente—. ¿A que sí?
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