Un hombre pasó veinte años
haciéndose un par de alas. En 1924 las estrenó, de madrugada. Su
temor principal era la policía. Anduvieron, con un vaivén bastante
lento. No lo subían más de doce metros, la altura de una araucaria
de la plaza San Martín.
El
hombre abandonó a su mujer y sus hijos para pasar más horas sobre
el árbol. Era empleado en una compañía de seguros. Se instaló en
una pensión. Cada medianoche ponía aceite para máquinas de coser
en las alas, y marchaba a la plaza. Las llevaba en un estuche de
violoncello.
Bastante
cómodo, tenía un nido sobre el árbol. Hasta con almohadones.
De
noche la vida de la plaza es extraordinariamente compleja, pero él
nunca se molestó en enterarse. Le bastaban los follajes, las casas
oscuras, y sobre todo las estrellas. Las noches de luna eran las
mejores.
Nuestro
mal es no aceptar el límite. Se le puso pasar un día entero en el
nido. Fue en un feriado de la compañía.
Salió
el sol. Nada como el amanecer entre las copas de los árboles. Muy
alta, una banda de pájaros pasó dejando la ciudad a sus pies. Los
contempló con una especie de mareo, con lágrimas.
Eso
había soñado los veinte años que puso en fabricar sus alas. No en
una araucaria.
Los
bendijo. Se le fue el corazón tras ellos.
Una
sirvienta abrió los postigos en casa de una vieja insomne. Vio al
hombre en su nido. La vieja llamó a la policía y a los bomberos.
Con
altavoces, con escaleras, lo rodearon.
Tardó
en notarlo. Se calzó las alas. Se puso de pie.
Los
autos frenaron. La gente se juntó. Se abrieron las ventanas. Vio a
sus hijos, con delantales de colegio. A su mujer, con la bolsa del
mercado. A la sirvienta y a la vieja abrazadas.
Las
alas funcionaron, despacio. Rozó ramas. Pero perdió altura. Bajó
hasta el monumento. Saltó. Se enhorquetó en ancas del caballo.
Tomó de la cintura al general San Martín. Sonreía.
Un
policía disparó un tiro.
Quedó
sobre el caballo un zapato enganchado.
Pero
pudo volar. Lento, avanzó, apenas más alto que las cabezas de los
que estaban en la plaza, y nadie respiro observándolo.
Llegó
a la torre de los ingleses, el viento lo ayudó hacia el sur.
Vive
entre las chimeneas de una fábrica. Es viejo y come chocolate.
El país del humo, 1977.
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