«El tiempo no es sino la corriente
en la que estoy pescando».
Henry
David Thoreau
Durante
los veranos de mi infancia iba a pescar a menudo con mis abuelos
maternos. Ebrios de entusiasmo, mi abuelo y yo emprendíamos un paseo
silencioso y expectante hacia el río que cruzaba la finca donde él
y mi abuela trabajaban como guardeses; y crecía aún más nuestra
emoción cuando comenzábamos a oír el rumor cristalino del agua.
Nada más llegar, tendíamos las cañas y nos sentábamos a la espera
de que picara alguna suculenta trucha. Yo me descalzaba y me ponía
un sombrero de paja, como para imitar a Tom Sawyer. Mi abuela, que
siempre gozó de una sorprendente agilidad, iba un poco más tarde, a
lomos de su vieja bicicleta, para llevarnos la merienda en una cesta
de mimbre (valga decir entre paréntesis que a mí me recordaba mucho
a Katharine Hepburn, que era, por cierto, su actriz favorita). Allí,
a la sombra de una encina y a la vera de un arroyo que, en vano,
intentaba escapar del ardiente sol del mediodía, comíamos y
bebíamos (el abuelo un vino de pitarra que él mismo hacía; la
abuela y yo, nuestro propio zumo de naranjas, cuya fórmula secreta
ya solo conoce quien esto escribe). «Con un vaso de vino bajan mejor
el chorizo y el tocino», decía mi abuelo en tono sentencioso. Y
como ni la abuela ni yo encontrábamos nada adecuado que rimase con
zumo o con naranja, no sabíamos qué responderle, y esto le hacía
bastante gracia al buen anciano. Hoy le podría haber replicado algo
parecido a esto: «Bebiendo zumo, de salud presumo» Pero en aquel
entonces no se me ocurría nada ingenioso.
De
todos modos, ni la merienda ni la pesca me interesaban mucho por sí
mismas. Lo mejor de todo era que mis abuelos siempre llevaban un
libro consigo y les gustaba turnarse para leerme en voz alta. Fueron
ellos quienes me inculcaron, sin yo saberlo todavía, el impagable
hábito de la lectura. Por aquellos años me leyeron libros de Verne,
Defoe, Twain, Salgari, Kipling, Stevenson, Conan Doyle y otros
muchos. Siempre eran novelas de aventuras. En verano me leían junto
al río, y en invierno frente al fuego del hogar. Las aventuras de
Sherlock Holmes eran mis favoritas, hasta tal punto que pedí a mis
padres que me comprasen una lupa, y, cual detective en ciernes, me
acostumbré a mirarlo todo con ella. No descubrí gran cosa, salvo lo
sucio que está el mundo cuando se lo mira de cerca; pero esa, como
diría el propio Kipling, es otra historia.
Lo
que yo quiero contar aquí es otra cosa. Lo que yo quiero contar es
que echo de menos a mis abuelos cada día. Lo que quiero contar es
que los veranos no han vuelto a ser los mismos para mí desde que
ambos murieron sin que yo fuera capaz de hacer nada para evitarlo.
Todo sucedió demasiado deprisa, y todavía hoy me parece un mal
sueño. Aquel día ya habíamos recogido las cañas, y mi abuelo se
estaba dando un baño en el río cuando hizo un gesto muy extraño,
como si hubiera sufrido un calambre mientras nadaba, y enseguida
desapareció bajo el agua. Mi abuela, que era una excelente nadadora,
no tardó un segundo en meterse en el río para ir en su busca; solo
le dio tiempo a decirme: «No te muevas de aquí, pase lo que pase».
Cuando llegó a la altura del río donde había desaparecido mi
abuelo, se sumergió ella también, ágil cual experimentada náyade.
Incontables segundos más tarde salió de nuevo a la superficie,
sola; me miró durante unos instantes (una mirada que no podré
olvidar mientras me quede un hálito de vida), llenó sus pulmones de
aire por última vez y volvió a zambullirse. Ya no volví a verlos
nunca más, a ninguno de los dos.
Yo
tenía doce años, y me quedé petrificado en la orilla, incapaz de
reaccionar de ninguna manera –«No te muevas de aquí, pase lo que
pase», resonaban en mi mente las palabras de mi abuela–. Aún
esperaba un milagro: esperaba verlos aparecer de entre las aguas,
cariñosos y sonrientes como tantas otras veces en las que jugaban a
coger piedras del fondo, a ver cuál era la más bonita, la más rara
y lustrosa. Pero toda espera fue inútil. Perdí por completo la
noción del tiempo, y no recuerdo cuántos segundos o minutos
transcurrieron antes de que echase a correr en dirección al cortijo,
en busca de ayuda. Después, todo se volvió borroso para mí; y ya
no recuerdo nada más de aquel día.
Solo
algunas semanas más tarde, y presionada por mis preguntas, mi madre
me explicó que, según los médicos, mi abuelo había sufrido un
infarto mientras nadaba en el río. La abuela, añadió, había
muerto tratando de salvarlo. Durante varios años creí esta versión
de los hechos. Pero llegó un momento en que empecé a pensar que
aquella última mirada de mi abuela fue una mirada de despedida,
consciente y voluntaria. Mi teoría es que volvió al fondo de
aquellas aguas envenenadas para morir abrazada a su esposo, porque no
quiso seguir viviendo sin él. Estoy convencido de que fue así, y de
que así –abrazados– habrían de encontrarlos cuando rescataron
sus cuerpos, aunque mis padres nunca me hayan dicho nada sobre ese
punto ni yo haya preguntado nunca nada al respecto. ¡Para qué
preguntarles!: sé que me mentirían («La abuela murió tratando de
salvarlo» es, precisamente, lo que mi madre llamaría una mentira
piadosa), porque en esta familia, como en tantas otras, el suicidio
es un tema tabú. En cualquier caso, es mejor no indagar sobre el
asunto; así nadie se atreverá a desmentir la verdad verdadera: lo
que yo, que estaba allí, vi con mis propios ojos.
De
mis abuelos maternos (los paternos no llegué a conocerlos) conservo
infinidad de recuerdos imborrables y todos y cada uno de los libros
que me leyeron, pues siempre me los regalaban cuando terminaban de
leérmelos. Esos libros los atesoro bajo llave, dispuestos por orden
de lectura, con su fecha de inicio y fin incluida, en la única
vitrina de cuantos muebles conforman mi biblioteca (vitrina que
adquirí a propósito para dicho fin). También conservo el último
libro, aquel que nunca terminaron de leerme. Ahí está, al final de
la hilera, El lobo de mar, de Jack London, aguardando con
paciencia infinita a que algún día reúna las fuerzas suficientes
para leerlo yo mismo. Tres veces he recomenzado su lectura a lo largo
de estos años, y las tres me he detenido, incapaz de seguir
adelante, al llegar a la página 87, esa página a la que mi abuela
dobló la esquina superior para señalar el lugar en que dejó la
lectura aquella tarde fatídica.
También
conservo, como mi objeto más preciado, una vieja fotografía que,
desde que ellos me la regalaran, utilizo como marcapáginas. En la
imagen aparezco yo, con cinco años de edad, junto a mis abuelos. Él
tenía cincuenta y siete, y ella cincuenta y cinco. Sé con certeza
que teníamos esa edad porque al dorso aparece escrita la fecha –con
su día, mes y año– en que fue tomada la foto. Está escrita en
diagonal, con números y en tinta negra, como si formara un triángulo
con el ángulo recto de la esquina izquierda. El escenario es el
salón de su casa. Yo estoy subido en una mesa, con gesto
ensimismado, vestido de pistolero del viejo oeste; ellos aparecen de
pie, uno a cada lado de la mesa, mirando sonrientes a la cámara.
También al dorso, y centrado con tal exactitud que parece haber sido
medido con escuadra y cartabón (o con precisión cartesiana, para
emplear una expresión que solía utilizar mi abuela), aparece un
texto escrito con tinta azul, y que debió de ser escrito unos años
más tarde, cuando mis abuelos me entregaron la fotografía como
recuerdo. La letra, escrita con una caligrafía impecable, es, sin
duda, la de mi abuela; aunque estoy convencido de que el mensaje es
cosa de ambos, pues siempre parecían pensarlo todo de mutuo acuerdo.
Dice así:
Algún
día, querido nieto, nosotros seremos para ti como personajes de
cuento: mitad verdad y mitad fantasía. Pero sabe que la fantasía no
hace otra cosa que enriquecer la realidad, es decir, la hace aún más
real y completa; por eso no debes dejar nunca de amar la lectura.
Aquel
río ha sido un personaje más en el relato de mi vida. De él guardo
los recuerdos más bellos y el recuerdo más trágico. Nunca he
vuelto a pescar en él, mucho menos a bañarme en él. Ya sé lo que
dice Heráclito, que nadie se baña dos veces en el mismo río
(aunque hay quien atribuye esta frase a algún discípulo suyo); pero
también T. S. Eliot escribe que «el río está dentro de nosotros».
Y dentro de mí, ¡qué cierto es!, está, y siempre estará, ese río
que marcó para siempre mi existencia. Solo he regresado una vez a la
finca, hace un par de años, para que mi hija conociera aquellos
parajes inmemoriales de mi infancia. Asimismo, cual criminal que no
puede evitar volver al lugar del crimen, me acerqué a contemplar de
nuevo el río maldito; y no encontré, también es cierto, el mismo
río: el tiempo, irracional y azaroso, lo había transmutado, como
hace con todo lo que nace y muere; el tiempo, dios que todo lo crea y
todo lo destruye con la misma despreocupada indolencia con que un
niño corta flores para hacer un colorido ramillete, el cual habrá
de languidecer en pocos días. Entonces comprendí, con Borges, que
el río no solo está hecho de agua, sino de tiempo; «y recordé que
el tiempo es otro río»; un río que –para nosotros, mortales que
habitamos la tierra– transcurre fugaz hasta la muerte, que es el
mar: ese mar «que es el morir», como escribió Manrique. Pero hay
un río que es vida, y otro río que es olvido; y en ese río que es
vida –vida que, a un tiempo, pasa y se queda– permanece intacto
el recuerdo de mis abuelos. Sí, aquel río, desde luego, está
dentro de mí; ese río que fue y que siempre será el mismo en mi
memoria.
Aquí
debería poner fin a mi relato, pues, como bien dice Mario Benedetti,
«cinco minutos bastan para soñar toda una vida». Sin embargo,
siento que ha llegado para mí el tiempo de la reflexión más allá
del recuerdo. Tal vez, el estudiante de literatura encuentre en ello
un buen ejemplo de cómo lo que comienza siendo un cuento, puede
terminar convirtiéndose en un pequeño ensayo. A veces, los géneros
literarios muestran esta permeabilidad y no dibujan sus fronteras de
manera definida. No obstante, el lector que se sienta defraudado por
este giro formal puede abandonar ahora la lectura.
Dije
más arriba que lo que yo pretendía decir con estas páginas es que
los veranos no han vuelto a ser los mismos para mí desde que
murieron mis abuelos, a quienes echo de menos cada día que pasa.
Dicho queda, pero no es suficiente. Hay algo más que quiero añadir,
algo que necesito poner bajo estas líneas. Y es que ha llegado el
momento de curar mis heridas de una vez por todas. Pero para eso no
basta con el mero relato de los hechos ni con una simple descarga de
emociones y sentimientos (por profundos y auténticos que estos
sean); para espantar los demonios que atenazan mi espíritu, y lograr
así vivir en paz conmigo mismo, es preciso reflexionar sobre tales
emociones y sentimientos. Dicho de otro modo: no me basta con
experimentar una simple catarsis, sin ánimo de menospreciar sus
efectos terapéuticos; pero para que mi liberación sea duradera debo
emplear el poder de la razón sobre la raíz misma del problema. Sin
embargo, y habida cuenta de que no sé con exactitud qué pienso
hasta que lo veo escrito, me veo obligado a plasmar sobre el papel el
discurso que habrá de dar forma a ese pensamiento: solo así,
palabra y pensamiento establecerán una relación simbiótica
fructífera y plena de sentido.
Admito
que no sé por dónde empezar, y que estas reflexiones, por tanto,
estarán escritas un poco al desgaire. Pero no importa. No soy de
esos escritores que planifican sus textos hasta el más mínimo
detalle antes de sentarse a redactarlos, que erigen una estructura
bien proporcionada cual esqueleto al que luego vestirán de órganos,
músculos y piel. Soy más bien de los que, una vez que han hallado
un cabo a propósito para tirar del hilo, se lanzan a la aventura de
hacer camino al andar. Pero también sé –gracias a la experiencia
ganada con los muchos años que llevo dedicado a estos menesteres de
la narración– que, más tarde o más pronto, habré de encontrar
la otra punta del ovillo con que he de rematar la historia. Solo
entonces retomo el camino andado para procurar, a base de múltiples
mejoras y correcciones, hacerlo más ameno y transitable para el
lector. Confío, por tanto, en que esta vez todo resultará también
de la misma manera. Comenzaré este breve ensayo, pues, y con el
permiso de ustedes, por donde he concluido el relato precedente: por
la figura del río.
He
dicho que el río de mi infancia será siempre en mi memoria el mismo
río, ese río que nada tiene que ver con el que visité hace dos
años. Son dos ríos diferentes, que ni se confunden ni se entorpecen
en mi recuerdo. Y es que mientras la memoria permanezca incólume (y
lúcida la imaginación que la renueva y vivifica), el paso del
tiempo no podrá eclipsar los recuerdos ni la vigorosa percepción
del pasado en el que proyectamos dichos recuerdos. El pasado vive en
nosotros. Y si el pasado no está muerto, tampoco lo están mis
abuelos. Pero ya lo decía Antonio Machado en su poema El dios
ibero: «(…) ni el pasado ha/ muerto,/ ni está el mañana –ni
el ayer–/ escrito». Años más tarde, Faulkner escribiría algo
parecido: «El pasado no está muerto. Ni siquiera ha pasado». Del
mismo modo, nada de lo que cuento aquí ha pasado (en el sentido de
quedarse atrás), puesto que pervive en mi memoria; pero, además,
queda ya registrado en estas páginas que habrán de proyectar dichos
recuerdos hacia el futuro.
Ahora
que lo pienso, quizá debería matizar las palabras de Machado y de
Faulkner para expresar esa misma idea de otro modo: solo pertenecen
al pasado las vivencias que olvidamos, los recuerdos son cosa del
presente. Fueron muchos los buenos momentos que compartí con mis
abuelos, y mientras algunos habiten esa caprichosa casa –siempre
expuesta a reformas tan diversas como insospechadas– que es la
memoria, el pasado –no aquello que pasó, sino aquello que, para
bien o para mal, recordamos del ayer– seguirá vivo, y mis abuelos,
como ya digo, no habrán muerto todavía, no del todo. Creo que esta
primera conclusión –he tardado poco en pescar una– ya supone un
paso muy importante para la consecución de esa razonada y duradera
paz de espíritu que ando buscando.
Hay
quienes mantienen la rancia idea de que cualquier tiempo pasado fue
mejor; cosa que es falsa de todo punto, aunque pudiera parecer
verdadera al primer golpe de vista, es decir, si no profundizamos
mucho en ello. Bien dijo Jorge Manrique aquello de «cómo, a nuestro
paresçer,/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor»). A nuestro
paresçer, escribe el poeta; es decir, parece mejor (según
nuestra opinión subjetiva), pero no fue así en realidad. Ya habló
Woody Allen en una de sus películas sobre ese síndrome de la edad
de oro que tantos padecen. Síndrome, sí, porque bien es verdad que
nunca existió una edad de oro; y creer lo contrario solo puede
darnos una percepción negativa del presente en que vivimos. De
hecho, quien considera que cualquier tiempo pasado fue mejor, solo
puede concebir ideas pesimistas sobre el presente, lo cual, a su vez,
alumbrará en nosotros la perniciosa idea de que el futuro será peor
todavía. He aquí, pues, una conclusión más: cualquier tiempo
pasado no fue mejor, y nunca existió una edad de oro; ni siquiera
deberíamos aseverar que la propia infancia fue nuestra particular
edad de oro. Esta percepción también es errónea y carece de toda
objetividad, pues está particularmente empañada por el intangible
barniz de la nostalgia. Por otra parte, tendemos a creer no solo que
vivíamos mejor o que nuestra vida era más fácil, sino que el mundo
era mucho más sencillo en nuestra infancia o juventud; pero lo que
sucede es que el pasado, puesto que ya lo hemos vivido, carece de la
incertidumbre con que tan a menudo nos asalta el presente, y que
tanta ansiedad puede provocarnos en determinados momentos. Eso sin
contar con que durante la infancia y adolescencia nuestro
conocimiento del mundo es mucho más exiguo que en la edad adulta.
De
todos modos, no vivimos hacia atrás, sino hacia delante, como la
corriente de un río. Así que nadie puede retomar el tiempo perdido,
ni falta que hace. Es cierto que mis veranos no han vuelto a ser los
mismos desde que dejé atrás la infancia (y con una experiencia asaz
traumática a mis espaldas), pero también lo es –ahora lo veo con
claridad– que casi siempre han sido mejores (los ha habido de todos
los colores, desde luego; pero casi siempre mejores). Para ser
sincero, yo no cambiaría mis mejores veranos de la vida adulta por
ninguno de aquellos veranos de la infancia; como no cambiaría mi
presente por mi pasado. Viví buenos veranos con mis abuelos, sí;
pero aún los viví mejores con L y con P, también, más tarde, con
mi esposa y mi hija. Por supuesto, se trata de experiencias que no se
anulan unas a otras, sino que se complementan, se suman y forman
parte del maravilloso equipaje de la vida.
El
ayer, en cualquier caso –y también vale la pena dejar aquí
constancia de ello–, es susceptible de nuevas interpretaciones; por
lo que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que está aún
pendiente de sernos revelado a cabalidad. Dicho de otro modo, el
pasado está por descubrir. Y relatarlo es una manera de descubrirlo.
También, como dijo alguien una vez, «relatar los recuerdos es una
manera de salvarlos»; de salvar los recuerdos y, con ello, de
rescatar del olvido a las personas que recordamos. Por tanto, y he
aquí una nueva conclusión (otro pez recién pescado en esta
corriente de la vida), con este relato no solo mantengo vivo el
recuerdo de mis abuelos, sino que los rescato de esa muerte que es el
olvido; y, ya de paso, compenso así mi fracaso infantil, cuando no
pude rescatarlos de las aguas de aquel río mortífero.
Así
las cosas, y aunque ya no pueda vivir experiencias nuevas con mis
abuelos ni pueda tener nuevas conversaciones con ellos, sí que tengo
mucho que revivir y renombrar, mucho que evocar y descubrir sobre el
tiempo que compartimos. Pero siempre manteniéndome fiel al amable
recuerdo que conservo de ellos y de sus enseñanzas. Un ejemplo de
esto que digo es mi tendencia a pulir el lenguaje coloquial, y a
veces algo descuidado, que ellos solían utilizar, para dotar a sus
palabras de la lisura y belleza que poseían esas piedras que
rescataban, cual tesoros que arrastraba la corriente, del fondo del
río. Embellecer sus palabras sin traicionar su esencia es
redescubrirlas bajo una nueva forma, dotándolas quizá de un sentido
más certero. Y fiel a esta premisa, quiero transcribir aquí las
últimas palabras que me dirigió mi abuelo:
–Procura
sentir siempre la vida en derredor: este día claro y despierto, el
alegre sol salpicando tu rostro, el azul incólume del cielo y el
verde apacible de los prados. Este es el sol de tu infancia, querido
nieto; apúralo hasta la última gota, porque nunca volverá a
brillar para ti como ahora. Estás viviendo lo que algún día será
tu pasado –manantial de tus recuerdos–, y cuando te asientes en
la edad adulta, cuando alcances eso que ahora te parece un futuro
lejano, a menudo volverás con tu imaginación a estos días
radiantes de la infancia; estos días que ahora te parecen detenidos
como ese ganado junto al arroyo que fluye, pero que cuando seas mayor
pensarás que han pasado en un suspiro. Sin embargo, si cultivas la
memoria y la imaginación, en los recuerdos de tu infancia hallarás
durante toda tu vida verdaderos tesoros por descubrir.
Yo
iría aún más allá. Gracias a mis abuelos, vivo cada día como si
fuera el mismo y único día, cual remanso de quietud en el arroyo de
la vida, esa vida que pasa y permanece con la lentitud que marca el
ritmo de una buena lectura. Porque una buena lectura es vida en la
quietud. El tiempo que dedicamos a leer un libro nunca es tiempo
perdido. Así soy feliz en la medida en que un hombre puede ser feliz
en esta tierra: a la manera epicúrea, meciendo mi espíritu en una
tranquila serenidad. Fui, soy y seré feliz mientras pueda sumergirme
en las páginas de un buen libro. Y prometo que, en cuanto acabe de
escribir estas palabras, abriré de nuevo la novela de Jack London;
pero esta vez para no cerrarla hasta que finalice su lectura. El
truco, creo yo, está en continuar desde la página en que la
abandonó mi abuela, en vez de recomenzar desde el principio. Porque
intuyo que solo cuando termine de leer esa novela habré pasado
página, de manera definitiva, a aquel día en el que tantas promesas
quedaron truncadas. Entonces, ya todo estará en su sitio, ya todo
estará bien.
Aquí
pongo fin a este pequeño ensayo y me deshago de la lupa de filósofo
para volver a verlo todo con los ojos asombrados del niño, del
poeta; pues, como dijo Van Gogh, «hay que encontrar bello todo lo
que podamos». O como decía mi abuela:
–Apréndelo
todo de nuevo para que tu presente sea siempre el mejor de los
tiempos y tú el mejor de los hombres. Pues no se puede ser un buen
hombre sin vivir en armonía con el mundo y con nuestra propia
naturaleza, sin demostrar amor por la vida y por la humanidad.
Que
ambos descansen en paz.
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