El funámbulo se ha calzado unos
zapatos de estaño fabricados por él mismo. El metal plateado es resistente y
maleable al mismo tiempo, se adapta a su pie, acaricia al rayo.
Asciende son seguridad, sin pértiga,
haciendo equilibrio con los brazos, moviéndolos como si siguieran el compás de
una extraña melodía.
El ritmo es constante, no puede
acelerar ni reducir la marcha. Hacerlo sería perder el equilibrio, caer desde
una altura cada vez más grande.
Cada paso es una afirmación, un
recuerdo para su padre y su abuelo, que le metieron en el corazón y en la mente
el gusanillo de la maniobra perfecta. Ahora no le ven, murieron hace
años, pero él les dedica cada paso, cada roce sutil de su zapato contra el
rayo.
Camina durante horas, sin levantar la
vista, concentrado. Y llega a su destino exhausto, sin fuerzas más que para
dejarse caer sobre el polvo blanco.
Se sienta a descansar justo en el
borde mismo de la luna, dejando colgar los pies, como un niño en una silla inmensa, y observa satisfecho, desde su
altura, cómo empieza a amanecer allá abajo.
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