Fue a la entrada del pueblo de
Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y
estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar,
enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía
darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas
anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo
-¿Y anda bien? -le pregunté
-Atrasa un poco -reconoció.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo
-¿Y anda bien? -le pregunté
-Atrasa un poco -reconoció.
Celebración de la fantasía, de Eduardo Galeano en El libro de los abrazos, Siglo XXI, 1993.
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