El tipo que desayunaba a mi
lado, en el bar, olvidó un teléfono móvil debajo de la barra.
Corrí tras él, pero cuando alcancé la calle había desaparecido.
Di un par de vueltas con el aparato en la mano por los alrededores y
finalmente lo guardé en el bolsillo y me metí en el autobús. A la
altura de la calle Cartagena comenzó a sonar. Por mi gusto no habría
descolgado, pero la gente me miraba, así que lo saqué con
naturalidad y atendí la llamada. Una voz de mujer, al otro lado,
preguntó: "¿Dónde estás?". "En el autobús",
dije. "¿En el autobús? ¿Y qué haces en el autobús?".
"Voy a la oficina". La mujer se echó a llorar, como si le
hubiera dicho algo horrible y colgó. Guardé el aparato en el
bolsillo de la chaqueta y perdí la mirada en el vacío. A la altura
de María de Molina con Velázquez volvió a sonar. Era de nuevo la
mujer. Aún lloraba. "Seguirás en el autobús, ¿no?",
dijo con voz incrédula. "Sí", respondí. Imaginé que
hablaba desde una cama con las sábanas negras, de seda, y que ella
vestía un camisón blanco, con encajes. Al enjugarse las lágrimas
se le deslizó el tirante del hombro derecho, y yo me excité mucho
sin que nadie se diera cuenta. Una mujer tosió a mi lado. "¿Con
quién estás?", preguntó angustiada. "Con nadie",
dije. "¿Y esa tos?". "Es de una pasajera del
autobús". Tras unos segundos añadió con voz firma: "Me
voy a suicidar; si no me das alguna esperanza me mato ahora mismo".
Miré a mi alrededor; todo el mundo estaba pendiente de mí, así que
no sabía qué hacer. "Te quiero", dije, y colgué. Dos
calles más allá sonó otra vez: "¿Eres tú el imbécil que
anda jugando con mi móvil?", preguntó una voz masculina. "Sí",
dije tragando saliva. "¿Me lo vas a devolver?" "No",
respondí. Al poco lo dejaron sin línea, pero yo lo llevo siempre en
el bolsillo por si ella volviera a telefonear.
Cuentos de adúlteros desorientados, 2003.
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