A
Mercedes y Antonio, siempre
—No,
no, doctor psiquiatra, usted no me logra entender, no se trata de
eso, doctor psiquiatra; se trata más bien de insomnios, de sueños
raros... rarísimos...
—Pesadillas...
—No
me interrumpa, doctor psiquiatra; se trata de los rarísimos pero no
de pesadillas; las pesadillas dan miedo y yo no tengo miedo, bueno
sí, un poco de miedo pero más bien antes de acostarme y mientras me
duermo, después vienen los sueños, esos que usted llama pesadillas,
doctor psiquiatra, pero ya le digo que no son pesadillas porque no me
asustan, son más bien graciosos, sí, eso exactamente: Sueños
graciosos, doctor psiquiatra...
—Sebastián,
no me llames doctor psiquiatra; es casi como si me llamaras señor
míster Juan Luna; llámame doctor, llámame Juan si te acomoda
más...
—Sí,
doctor psiquiatra, son unos sueños realmente graciosos, la más
vieja de mis tías en calzones, mi abuelita en patinete, y esta noche
usted cagando, seguramente, doctor psiquiatra... no puedo prescindir
de la palabra psiquiatra, doctor... psiquiatra... ya lo estoy viendo,
ya está usted cag...
—Vamos,
vamos, Sebastián. Un poco de orden en las ideas; un poco de control;
al grano; venga la historia desde atrás... desde el comienzo del
viaje...
—Sí,
doctor psiquiatra... «cagando».
—Ya
te lo había dicho: Un café no es lugar apropiado para una consulta:
A cada rato volteas a mirar a los que entran, debió ser en mi
consultorio...
—No,
no, no— nada en el consultorio; no hay que tomar este asunto tan en
serio; entiéndame: Una cita con el psiquiatra en su consultorio y
tengo miedo a la que le dije; aquí en el café todo parece menos
importante, aquí no puede usted cerrar las persianas ni hacerme
recostar en un sofá, aquí entre cafecito y cafecito, doctor
psiquiatra, porque si usted no me quita esto, doctor psiquiatra,
perdóneme, no puedo dejar de llamarlo así, si usted no me quita
esto, es mejor que lo siga viendo cagar, perdóneme... pero es así y
todo es así, el otro día, por ejemplo, he aquí un sueño de los
graciosos, el otro día un ejército enorme iba a invadir un país,
no sé cuál, podría ser cualquiera, y justo antes de llegar todos
se pusieron a montar en patinete, como mi abuelita, y a tirarse
baldazos de agua como en carnaval, y después arrancó, en el sueño,
el carnaval de Río hasta que me desperté casi contento... Lo único
malo es que aún eran las cinco mañana... Como ve, no llegan a ser
pesadillas o qué sé yo...
—Un
poco de orden, Sebastián. Empieza desde que saliste de París.
Había
terminado de arreglar su maleta tres días antes
del
viaje porque era precavido, maniático y metódico. Había alquilado
su cuarto del barrio latino durante
el
verano porque era un estudiante más bien pobre. Había decidido
pasar el verano en España porque allá tenía amigos, porque que
veneraba al Quijote y porque quería ver vez también por todo lo que
allá le iba a pasar.
Le
había alquilado su cuarto a un español que venía a preparar una
tesis durante el verano. El español llegó dos días antes de lo
acordado y tuvieron que dormir juntos. Conversaron. Como el español
no lo conocía muy bien aún, le habló de cosas superficiales, sin
mayor importancia; o tal vez no:
—Si
dices que has perdido seis kilos, ya verás como los recuperas; allá
se come bien y barato.
—Odio
los trenes. No veo la hora de estar en Barcelona.
—¡Hombre!,
un viaje en tren en esta época puede ser muy entretenido. Ya verás:
O te toca viajar con algunas suecas o alemanas y en ese caso, como tú
hablas español, nada fácil que sacar provecho de la situación; o
de lo contrario te encontrarás con obreros españoles que regresan a
su vacaciones y entonces pan, vino, chorizo, transistores, una
semijuerga que te acorta el viaje; no hay pierde.
El
español no lo acompañó a tomar ese maldito tren. Sebastián
detestaba los trenes y se había levantado tempranísimo para
encontrar su asiento reservado de segunda, para que nadie se le
sentara en su sitio, y porque, maniático, él estaba seguro de que
el conductor del tren lo odiaba y que para fastidiarlo partiría,
sólo ese día, antes de lo establecido por el horario. Fue el
primero en subir al tren. El primero en ubicar su asiento, en
acomodar su equipaje. Como al cabo de tres minutos el vagón
continuaba vacío, Sebastián se puso de pie y salió a comprobar que
en ese tren no hubiese ningún otro vagón con el mismo número ni,
ya de regreso a su coche, ningún otro asiento con su número. Esto
último lo hizo corriendo, porque temía que ya alguien se hubiese
sentado en su sitio y entonces tenía que tener tiempo para ir a
buscar al hombre de la compañía, uno nunca sabe con quién tendrá
que pelear, para que éste desalojara al usurpante. Desocupado. Su
asiento continuaba desocupado y Sebastián lo insultó por no estar
al lado de la ventana, por estar al centro y por eso de que ahora,
como en el cine, nadie sabrá jamás en cuál de los dos brazos le
tocaría apoyar el codo y eso podría ser causa de odios en el
compartimiento. Pero tal vez no porque ya no tardaban en llegar dos
obreros andaluces, con él tres hombres, con el vino, el chorizo y
los transistores, y luego las tres suecas, tres contra tres, con sus
piernas largas, sus cabelleras rubias, listas a morir de insolación
en alguna playa de Málaga. Él empezaría hablando de Ingmar
Bergman, los españoles invitando vino, todos hablarían a los diez
minutos pero media hora después él ya sólo hablaría con la
muchacha sueca con que se iba a casar, ya no volveré más a mi
patria, con que se iba a instalar para siempre en Estocolmo, y que
era incompatible con la dulce chiquilla vasca que lo haría radicarse
en Guipúzcoa, un caserío en el monte y poemas poemas poemas, tan
incompatible con los ojos negros inmensos enamorados de Soledad, la
guapa andaluza que lo llevó a los toros, tan incompatible con, que
lo adoró mientras el Viti les brindaba el toro, tan incompatible
con, triunfal Santiago Martín El Viti... Todo, todo le iba a
suceder, pero antes, antes, porque después, después volvería a
estudiar a París.
Las
cinco sacaron el rosario y empezaron a rezar. Las cinco. No bien
partió el tren, las cinco sacaron el rosario y empezaron a rezar. Él
no tenía un revolver para matarlas y además no lograba odiarlas.
Iban limpísimas las cinco monjitas y lo habían saludado al entrar
al compartimento. Entonces el viaje empezó a durar ocho horas hasta
la frontera; sesenta minutos cada hora hasta la frontera; ocho mil
horas hasta la frontera y las cinco monjitas viajarían inmóviles
hasta la frontera y él cómo haría para no orinar hasta la frontera
porque tenia a una limpiecita entre él y la puerta y no le podía
decir «madre, por favor, quiero ir al baño», mientras ella a lo
mejor estaba rezando por él. Tampoco podía apoyar los codos;
tampoco podía leer su libro, cómo iba a leer al marqués de Sade
ese que traía en el bolsillo delante de ellas, cómo iba a decirle a
la que había puesto su maleta encima de la suya: «Madre, por favor,
podría sacar su maleta de encima de la mía? Quisiera buscar un
libro que tengo allí adentro». Se sentía tan malo, tan infernal
entre las monjitas. «Madrecita regáleme una estampita», pensó, y
en ese instante se le vino a la cabeza esa imagen tan absurda, las
monjitas contando frijoles negros, luego otra, las monjitas en
patinete hasta la frontera, y entonces como que se sacudió para
despejar su mente de tales ideas y para ver si algo líquido se movía
en sus riñones y comprobar si ya tenía ganas de orinar para empezar
a aguantarse hasta la frontera.
—Y
cuando me quedé dormido, doctor psiquiatra, no debe haber sido más
de media hora, doctor psiquiatra, estoy seguro, tome nota porque ésa
fue la primera vez que soñé cosas raras, esos sueños graciosos,
las monjitas en patinete, en batalla campal, arrojándose frijoles en
la cara. Creo que hasta me desperté porque me cayó un frijolazo en
el ojo.
—¿Estas
seguro de que esa fue la primera vez, Sebastián?
—Sí,
sí, seguro, completamente seguro. Y la segunda vez fue mientras
dormitaba en esa banca en Irún, esperando el tren para Barcelona.
Llovía a cántaros y se me mojaron los pies; por eso cogí ese
maldito resfriado. .. Maldita lluvia.
—¿Y
las religiosas? . . . .
—Las
monjitas tomaron otro tren con dirección a Madrid. Yo las ayudé a
cargar y a subir sus maletas; si supiera usted cómo me lo
agradecieron; cuando me despedí de ellas pensé que podría llorar,
en fin, que podrían llenárseme los ojos de lágrimas; se fueron con
sus rosarios... limpísimas... Si viera usted la meada que pegué en
Irún...
—¿Los
sueños de Irún fueron los mismos que los del tren?
—Sí,
doctor psiquiatra, exactos, ninguna diferencia, sólo que al fin yo
las ayudé a cargar sus patinetes hasta el otro tren. En el tren a
Barcelona también soñé lo mismo en principio, pero esa vez también
estaban las suecas y los obreros andaluces y no nos atrevíamos a
hablarles porque uno no le mete letra a una sueca delante de una
monja que está rezando el rosario...
Llegó
a Barcelona en la noche del veintisiete de julio y llovía. Bajó del
tren y al ver en su reloj que eran las once de la noche, se convenció
de que tendría que dormir en la calle. Al salir de la estación,
empezaron a aparecer ante sus ojos los letreros que anunciaban las
pensiones, los hostales, los albergues. Se dijo: «No hay habitación
para usted», en la puerta de cuatro pensiones, pero se arrojó
valientemente sobre la escalera que conducía a la quinta pensión
que encontró. Perdió y volvió a encontrar su pasaporte antes de
entrar, y luego avanzó hasta una especie de mostrador donde un
recepcionista lo podría estar confundiendo con un contrabandista.
Quería, de rodillas, un cuarto para varios días porque en Barcelona
se iba a encontrar con los Linares, porque estaba muy resfriado y
porque tenía que dormir bien esa noche. El recepcionista le contó
que él era el propietario de esa pensión, el dueño de todos los
cuartos de esa pensión, de todas las mesas del comedor de esa
pensión y después le dijo que no había nada para él, que sólo
había un cuarto con dos camas para dos personas. Sebastián inició
la más grande requisitoria contra todas las pensiones del mundo: a
el que era un estudiante extranjero, a él que estaba enfermo,
resfriado, cansado de tanto viajar, a él que tenía su pasaporte en
regla (lo perdió y lo volvió a encontrar), a él que venía en
busca de descanso, de sol y del Quijote, se le recibía con lluvia y
se le obligaba a dormir en la intemperie. «Calma, calma, señor»,
dijo el propietario-recepcionista, «no se desespere, déjeme
terminar: voy a llamar a otra pensión y le voy a conseguir un
cuarto».
Pero
alguien estaba subiendo la escalera; unos pasos en la escalera,
fuertes, optimistas, definitivos, impidieron que el
propietario-recepcionista marcara el número de la otra pensión en
el teléfono, y desviaron la mirada de Sebastián hacia la puerta de
la recepción. Ahí se había detenido y ellos casi lo aplauden
porque representaba todas las virtudes de la juventud mundial. Estaba
sano, sanísimo, y cuando se sonrió, Sebastián leyó claramente en
las letras que se dibujaban en cada uno de sus dientes: «Me los lavo
todos los días; tres veces al día». Llevaba puestos unos botines
inmensos, una llanta de tractor por suelas, en donde Sebastián sólo
lograría meter los pies mediante falsas caricias y engaños y
despidiéndose de ellos para siempre. Llevaba, además, colgada a la
espalda, una enorme mochila verde oliva, y estaba dispuesto, si
alguien se lo pedía, a sacar de adentro una casa de campo y a
armarla en el comedor de la pensión (o donde fuera) en exactamente
tres minutos y medio. Tenía menos de veinticuatro años y vestía
pantalón corto y camisa militar. Era rubio y colorado y sus piernas,
cubiertas de vellos rubios y enroscados, podrían causarle un
complejo de inferioridad por superioridad.
Hizo
una venia y habló: «Haben
Sie ein Zimmer?».
El propietario-recepcionista sonrió burlonamente y dijo: «Nein».
Pero entonces Sebastián decidió que el dios Tor y él podían tomar
el cuarto de dos camas por esa noche. Fue una gran idea porque el
propietario-recepcionista aceptó y les pidió que mostraran sus
documentos y llenaran estos papelitos de reglamento. Sebastián no
encontraba su lápiz pero Tor, sonriente, sacó dos, obligándolo a
inventar su cara de confraternidad y a decidirse, en monólogo
interior, a mostrarle en el mapa que Tor sacaría de la casa de campo
que traía en la mochila, dónde exactamente quedaba su país, a lo
mejor le interesaba y mañana se iba caminando hasta allá.
Se
llamaba Sigfrido, no Tor, y Sebastián, ya con pulmonía, le entregó
su mano para que se la hiciera añicos, obligándolo a cargar su
maleta con la mano izquierda y a seguirlo mientras desfilaba enorme
hasta la habitación bastante buena, con ducha y todo. Sebastián
estornudó tres veces mientras se ponía el pijama y, cuando al cabo
de unos minutos, vio a Tor desnudo meterse a la ducha fría, luego lo
escuchó cantar y dar porrazos, no sabía bien si en la pared o en su
pecho vikingo, decidió cubrirse bien con la frazada porque esa noche
se iba a morir de pulmonía. «Tara-la-la-la-la-la-la;
trra-la-la-la-la-la-la-la; Jijoanito Panano, Jijoanito Panano...»
—Estoy
seguro, doctor psiquiatra, de que venía de dar la vuelta al mundo
con la mochila en la espalda y los zapatones esos que eran un peligro
para la seguridad, para los pies públicos. Y todavía podía cantar
con una voz de coro de la armada rusa y bañarse en agua fría, sólo
teníamos agua fría y no hubo la menor variación en el tono de voz
cuando abrió el caño; nada, absolutamente nada: Siguió cantando
como si nada y yo ahí muriéndome de frío y pulmonía en la cama...
—Sebastián,
yo creo que exageras un poco; cómo va a ser posible que un simple
resfriado se convierta en pulmonía en cosa de minutos; te sentías
mal, cansado, deprimido...
—A
eso voy, doctor psiquiatra; a eso iba hace un rato cuando lo empecé
a ver a usted cag...
—Ya
te dije que había sido un error tener la cita en un café;
constantemente volteas a mirar a la gente que entra...
—No,
doctor psiquiatra; no es eso; los sacudones que doy con la cabeza
hacia todos lados son para borrármelo a usted de la mente cag...
—Escucha,
Sebastián...
—Escuche
usted, doctor psiquiatra, y no se amargue si lo veo en esa postura
porque si usted no es capaz de comprender que un resfriado puede
transformarse en pulmonía en un segundo por culpa de un tipo como
Tor, entonces es mejor que lo vea siempre cagando, doctor
psiquiatra...
—...
—¿No
comprende, usted? ¿No se da cuenta de que venía de dar la vuelta al
mundo como si nada? ¿No se lo imagina usted con la casa de campo en
la espalda y luego desnudo y colorado bajo la ducha fría,
preparándose para dormir sin pastillas y sin problemas las horas
necesarias para partir a dar otra vuelta al mundo?
—¿Cómo
acabó todo eso, Sebastián?
—Fue
terrible, doctor; fue una noche terrible; se durmió inmediatamente y
estoy seguro de que no roncó por cortesía; yo me pasé horas
esperando que empezara a roncar, pero nada: No empezó nunca; dormía
como un niño mientras yo empapaba todo con el sudor y clamaba por un
termómetro; nunca he sudado tanto en mi vida y ¡cómo me ardía la
garganta! Empecé a atragantarme las tabletas esas de penicilina; me
envenené por tomarme todas las que había en el frasco. Fue
terrible, doctor psiquiatra, Tor se levantó al alba para afeitarse,
lavarse los dientes y partir a dar otra vuelta al mundo; a pie,
doctor psiquiatra, las vueltas al mundo las daba a pie, no hacía
bulla para no despertarme y yo todavía no me había dormido; ya no
sudaba, pero ahora todo estaba mojado y frío en la cama y ya me
empezaban las náuseas de tanta penicilina. Tor era perfecto, doctor
psiquiatra, estaba sanísimo, y yo no sé para qué me moví: Se dio
cuenta de que no dormía y momentos antes de partir se acercó a mi
cama a despedirse, dijo cosas en alemán y yo debí ponerle mi cara
de náuseas y confraternidad cuando saqué el brazo húmedo de abajo
de la frazada y se lo entregué para que se lo llevara a dar la
vuelta al mundo, me ahorcó la mano, doctor psiquiatra...
—¿No
lograste dormir después que se marchó?
—Sí,
doctor psiquiatra, sí logré dormir pero sólo un rato y fue
suficiente para que empezaran nuevamente los sueños graciosos; fue
increíble porque hasta soñé con las palabras necesarias para que
el asunto fuera cómico; sí, sí, la palabra holocausto; soñé que
el propietario-recepcionista y yo ofrecíamos un holocausto a Tor,
allí, en la entrada de la pensión, los dos con el carnerito, y el
otro dale que dale con su «Haben Sie ein Zimmer» y después empezó
a regalarme tabletas de penicilina que sacó de un bolsillo numerado
de su camisa...
Era
domingo y faltaban dos días para el día de la cita. Sebastián fue
al comedor y desayunó sin ganas. Había vomitado varias veces pero
era mejor empezar el día desayunando, como todo el mundo, y así
sentirse también como todo el mundo. Necesitaba sentirse como todo
el mundo. Era un día de sol y por la tarde iría a toros. Por el
momento se paseaba cerca del mar y se acercaba al puerto. Se sentía
aliviado. Sentía que la penicilina lo había salvado de un fuerte
resfrío y que vomitar lo había salvado de la penicilina. Se sentía
bien. Optimista. Caminaba hacia el puerto y empezaba a gozar de una
atmósfera pacifica y tranquila y que el sol lograba alegrar. Sonreía
al pensar en el Sigfrido que él había llamado Tor y se lo imaginaba
feliz caminando por los caminos de España. En el puerto se unió a
un grupo de personas y con ellas caminó hasta llegar al pie de los
dos barcos de guerra. Eran dos barcos de guerra norteamericanos y
estaban anclados ahí, delante de él. Sebastián los contemplaba. No
sabía qué tipo de barcos eran, pero los llamó «destroyers»
porque esos cañones podrían destruir lo que les diera la gana. La
gente hacía cola; subía y visitaba los «destroyers» mientras los
marinos se paseaban por la cubierta y, desde abajo, Sebastián los
veía empequeñecidos; entonces decidió marcharse para que los
marinos que lo estaban mirando no lo vieran a él empequeñecido.
Eran unos barcos enormes y Sebastián ya se estaba olvidando de
ellos, pero entonces vio la carabela.
Ahí
estaba, nuevecita, impecable, flotando, anclada, trescientos metros
más acá de los «destroyers», no a cualquiera le pasa, la
carabela, y Sebastián dejó de comprender. Quiso pero ya no pudo
sentirse como después del desayuno y ahora se le enfriaban las
manos. Ya no se estaba paseando como todo el mundo por Barcelona y
ahora sí que ya no se explicaba bien qué diablos pasaba con todo,
tal vez no él sino la realidad tenía la culpa, presentía una
teoría, sería cojonudo explicársela a un psiquiatra, una
contribución al entendimiento, pero no: nada con la que te dije,
nada de «recuéstese allí, jovencito», nada con las persianas del
consultorio.
Su
carabela seguía flotando como un barco de juguete en una tina, pero
inmensa, de verdad y muy bien charolada. Sebastián se escapó, se
fue cien metros más allá hasta las «golondrinas». Así les
llamaban y eran unos barquitos blancos que se llevaban, cada media
hora, a los turistas a darse un paseo no muy lejos del puerto. Ahí
mismo vendían los boletos; podía subir y esperar que partiera el
próximo; podía sentarse y esperar en la cafetería. No compró un
boleto; prefirió meterse a la cafetería y poner algún orden a todo
aquello que le hubiera gustado decirle a un psiquiatra, a cualquiera.
No
pudo, el pobre, porque al sentarse en su mesa se le vino a la cabeza
eso de los niveles. Recién lo captó cuando se le acercó el hombre
obligándolo a reconocer que tenía los zapatos sucios, él no
hubiera querido que se agachara, yo me los limpio, pero estaban
sucios y el hombre seguía a su lado, listo para empezar a molestarse
y él dijo sí con la cabeza y con el dedo y para terminar y ahora el
hombre ya estaba en cuclillas y ya todo lo de los pies y los
marineros de los «destroyers» arriba, sobre los taburetes, delante
del mostrador, pidiendo y bebiendo más cerveza. «Yo también quiero
una cerveza», dijo, cuando lo atendieron. El mozo también estaba a
otro nivel.
Después
pensaba que el lustrabotas no tenía una cara. Tenía cara pero no
tenía una cara, y cuando se inclinaba para comprobar sólo le veía
el pelo planchado, luchando por llenarse de rulos y una frente como
cualquier otra; nunca la cara; no tenía una cara porque también
cuando se deshacía en perfecciones y dominios lanzando la escobilla,
plaff plaff, como suaves bofetadas, de palma a palma de la mano, cada
vez más rápido, lustrando, puliendo, sacando brillo con maña,
técnica, destreza, casi un arte, un artista, pero no, no porque no
era importante, era sólo plaff plaff, arrodillado, y los barquitos,
«golondrinas», continuaban partiendo, cada media hora, llenos de
turistas, a dar una vuelta, un paseo, no muy lejos del puerto, por el
mar.
El
lustrabotas le dijo que el zapato tenía una rajadura, él ya lo
sabía y no miró; entonces el hombre sin cara le dijo que no era
profunda y que se la había salvado, le había salvado el zapato, el
par de zapatos; entonces él miró y ahí estaba siempre la rajadura,
sólo que ahora además brillaba, obligándolo a apartar la mirada y
agradecer, a agradecer infinitamente, a encender el cigarrillo, a
beber el enorme trago de cerveza, a mirar al mostrador, a volver a
pensar en niveles, a hablar de su adorado zapato, le había costado
un dineral, obligándolo a pensar ya en la propina, qué le dijo el
español sobre las propinas, qué piensan los Linares sobre los
lustrabotas, cuántas monedas tenía, plaff plaff plaff, como suaves
bofetadas, casi caricias, que es la generosidad.
Todavía
por la tarde, fue a los toros.
—La
peor corrida del mundo, doctor psiquiatra; no se imagina usted; fue
la peor corrida del mundo, con lluvia y todo. Puro marinero
americano, puro turista; sólo unos cuantos españoles y todos
furiosos; todos mandando al cacho a los toreros, pero desistieron,
doctor psiquiatra, desistieron y empezaron a tomarlo todo a la broma,
doctor psiquiatra; burlas, insultos, carcajadas, almohadonazos; sólo
la pobre sueca sufría, la pobre no resistía la sangre de los toros,
se tapaba la cara, veía cogidas por todos lados, lloraba, era para
casarse con ella, doctor psiquiatra, pero lloraba sobre el hombro de
su novio, doctor psiquiatra, desaparecía en el cuello de un grandazo
como Tor, doctor psiquiatra, un grandazo como Tor aunque este no
estaba tan sano...
—¿Y
tuviste más sueños, Sebastián?
—Ya
no tantos, doctor psiquiatra, ya no tantos; sólo soñé con la
corrida: Era extraño porque el grandazo de la sueca era y no era Tor
al mismo tiempo... Sí, sí, doctor psiquiatra, era y no era porque
después yo vi a Tor llegando a una pensión en Egipto y preguntando
«Haben Sie ein Zimmer?», aunque eso debió haber sido más tarde,
en realidad no recuerdo bien, sólo recuerdo que yo me asusté mucho
porque la plaza empezó a balancearse lentamente, se balanceaba como
si estuviera flotando y sólo se me quitó el miedo cuando descubrí
que las graderías habían adquirido el ritmo de las mandíbulas de
los marineros: Eran norteamericanos, doctor psiquiatra, y estaban
mascando chicle... Parecían contentos...
No
le gustaba jugar a las cartas; no sabía jugar solitario, pero cree
que puede hablar de lo que siente un jugador de solitario; cree, por
lo que hizo esa mañana, un día antes de la cita con los Linares.
Desayunó
como todo el mundo en la pensión, a las nueve de la mañana. Después
se sentó en la recepción, conversó con el
propietario-recepcionista, evitó los paseos junto al mar y fumó
hasta las once de la mañana. Una idea se apoderó entonces de
Sebastián: por qué no haberse equivocado en el día de la cita; se
habían citado el martes treinta de julio, a la una de la tarde, pero
se habían citado con más de un mes de anticipación, y con tanto
tiempo de por medio, cualquiera se equivoca en un día. Además le
preocupaba no conocer Barcelona; ¿y si se equivocaba de camino y
llegaba después de la hora?, ¿y si se perdía y llegaba muy
atrasado?, ¿y si ellos se cansaban de esperarlo y decidían
marcharse? Bajó corriendo la escalera de la pensión y se volcó a
la calle en busca del Café Terminus, esquina del Paseo de Gracia y
la calle Aragón. Y ahora caminaba desdoblando ese maldito plano de
la ciudad que se le pegaba al cuerpo y se le metía entre las piernas
con el viento. «Por aquí a la derecha, por aquí a la izquierda»,
se decía, y sentía como si ya lo estuvieran esperando en ese
maldito café al que nunca llegara. El sol, el calor, el viento, la
enormidad del plano que se desdoblaba con dificultad, que nunca jamás
se volvería a doblar correctamente, que podía estar equivocado, ser
anticuado... No, no; parado en esa esquina, la más calurosa del
mundo, sin un heladero a la vista, no, el ya nunca más volvería a
ver a los Linares.
Y
después no pudo preguntarle al policía ése porque el
propietario-recepcionista se había quedado con su pasaporte, su
único documento de identidad, ¿y si había vencido ya su
certificado de vacuna?, a ese otro sí podía preguntarle: peatón,
transeúnte, hágame el favor, señor, y luego lo odió cuando le
dijo que el Terminus estaba allá, en la próxima esquina, y él
comprobó que faltaba aún una hora para la cita, además la cita era
mañana.
Realmente
ese mozo del Terminus tenía paciencia, no le preguntaba qué
deseaba, aunque no debía seguirlo con la mirada. ¿Qué podía estar
haciendo ese señor? ¿Por qué se sentó primero en el interior y
después en la terraza? ¿Por qué se trasladó del lado izquierdo de
la terraza, al lado derecho? ¿Qué busca ese señor? ¿Está loco?
¿Por qué no cesa de mirarme? Me va a volver loco; ¿no se le ocurre
comprender? Y así Sebastián estudiaba todas las posibilidades, se
ubicaba en todos los ángulos, estudiaba todos los accesos al café,
para que no se le escaparan los Linares. Escogería la mejor mesa,
aquella desde donde se dominaban ambas calles, desde donde se
dominaban todas las entradas al café. La dejaría señalada y mañana
vendría, con horas de anticipación, a esperar a los Linares. Pero
ahora también los esperó bastante, por si acaso.
La
noche antes de la cita también soñó, pero era diferente. Por la
mañana se despertó muy temprano, pero se despertó alegre y
desayunó sintiéndose mejor que todo el mundo. También caminó
hasta el Café Terminus, pero ahora ya conocía el camino y no traía
el plano de la ciudad. Llevó ropa ligera y anteojos de sol, pero el
sol estaba agradable y no quemaba demasiado. Una vez en el café,
encontró su mesa vacía y el mozo ya no lo miraba desesperantemente;
se limitó a traerle la cerveza que él pidió, y luego lo dejó en
paz con el cuaderno y el lápiz que había traído para escribir,
porque aún faltaban horas para la hora de la cita. Y escribía;
escribía velozmente, y durante las primeras dos horas sólo
levantaba la cabeza cada diez minutos, para ver si ya llegaban los
Linares; luego ya sólo faltaba una hora, y entonces levantaba la
cabeza cada cinco minutos, cada tres, cada dos minutos porque ya no
tardaban en llegar, pero escribía siempre, escribía y levantaba la
cabeza, escribía y miraba... un mes.
—Dices
que eran unos sueños diferentes, Sebastián...
—Sí,
doctor, completamente diferentes; eran unos sueños alegres, ahí
estaban todos mis amigos, todos me hablaban, los Linares llegaban
constantemente, no se cansaban de llegar, llegaban y llegaban; eran
unos sueños preciosos y si usted me fuera a dar pastillas, yo sólo
quisiera pastillas contra los otros sueños, para estos sueños nada,
doctor, nada para estos sueños de los amigos y de los Linares
llegando...
¿Cuál
de los dos está más bronceado? ¿Él o ella? ¿Cuál lleva los
anteojos para el sol? ¿Quién sonríe más? Maldito camión que no
los deja atravesar. Y el semáforo todavía. Ponte de pie para
abrazarlos. No derrames la cerveza. No manches el cuento. No patees
la mesa. Luz verde. Cuál de los dos está más bronceado. A quién
el primer abrazo. Las sonrisas. Los Linares. Las primeras preguntas.
Los primeros comentarios a las primeras respuestas.
—¡Hombre!,
¡Sebastián!, pero si estás estupendo.
—Sí,
sí. Y ustedes ¡bronceadísimos! Ya hace más de un mes.
—¡Hombre!,
mes y medio bajo el sol; ya es bastante. ¿Y no ves lo guapa que se
ha puesto ella?
—Y
ahora, Sebastián, a Gerona con nosotros.
—¿Tres
cervezas?
—Sí,
sí. Asiento, asiento.
—¿Y
esto qué es, Sebastián?
—Ah,
un cuento; me puse a escribir mientras los esperaba; tendrán que
soplárselo.
—¡Vamos!,
¡vamos!, ¡arranca!
—No,
ahora no; tendría que corregirlo.
—¿Y
el título?
—Aún
no lo sé; había pensado llamarlo Doctor psiquiatra, pero dadas las
circunstancias, creo que le voy a poner Antes
de la cita, con ustedes, con los Linares.
La felicidad ja, ja. 1974.
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