El niño Raúl era un niño
con personalidad; esto es, un niño flaquito, paliducho, que hacía,
más o menos, lo que le daba la gana. El niño Raúl tendía a la
histeria, a la misantropía y a la holganza, como los sabios de la
antigüedad. El niño Raúl tenía manías, una bicicleta y diez o
doce años.
Al niño Raúl, aquella temporada, lo que le
preocupaba era tener una oreja más grande que otra. El niño Raúl
se miraba al espejo constantemente, pero el espejo no le sacaba
demasiado de
dudas; en los espejos que había en casa del niño Raúl jamás
podían verse las dos orejas a un tiempo.
El niño Raúl,
preocupado por sus orejas, pasaba por largos baches de tristeza y de
depresión.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás con esa cara? -le
decía su padre a la hora de comer.
-Nada... Lo de las
orejas... -contestaba el niño Raúl con el mirar perdido.
El
niño Raúl, a fuerza de mucho pensar, descubrió que la mejor manera
de medir las orejas era con la mano, cogiéndolas entre dos dedos,
las dos al mismo tiempo, y llevando la medida a pulso, un momento,
por el aire -¡por un momentito no había de variar!- para ver si
casaban o
no casaban.
Lo malo del nuevo procedimiento fue que, contra
todos los pronósticos, no resultaba de gran precisión, y la oreja
izquierda, por ejemplo, tan pronto aparecía más grande como más
pequeña que la oreja derecha. ¡Aquello era para volverse loco!
El
niño Raúl empezó a prodigar las mediciones, a ver si conseguía
salir de dudas, y hubo días -días excepcionales, días de suerte y
de aplicación, días radiantes- en que llegó a medirse las
orejas hasta tres mil
veces.
Los movimientos del niño Raúl para medirse las orejas
eran ya automáticos, eran ya unos movimientos casi reflejos, y el
niño Raúl llegó a tal grado de perfección, que se medía las
orejas como hacía la digestión, o como le crecían el pelo y las
uñas, o como crecía todo él, que era un niño larguirucho,
desangelado, desgarbado.
Mientras estudiaba la Física,
mientras se bañaba, mientras comía, el niño Raúl se medía las
orejas incansablemente y a una velocidad increíble.
-¡Niño!
¿Qué haces?
-Nada, papá; me mido las orejas.
El niño
Raúl vivía con sus padres y con sus hermanos en un chalet de la
carretera de Chamartín. La cosa, para el niño Raúl, había ido
marchando bastante bien -con algún grito de
vez en cuando-, pero la
fatalidad, siempre al acecho, hizo que al padre de Raúl se le
ocurriera pensar que lo único que faltaba en el jardín era un
gallinero, y allí empezó la decadencia y la
ruina del niño Raúl.
-¡Un gallinero! -decía el padre del niño Raúl con
entusiasmo-. ¡Un gallinero pequeño, pero bien construido! ¡Un
gallinero poblado de gallinas Leghorn, que son muy ponedoras!
El
niño Raúl seguía midiéndose las orejas mientras veía levantarse
el gallinero. Los dos albañiles que lo construían miraban con aire
de conmiseración al niño Raúl, pero el niño Raúl ni imaginaba
que aquella compasión fuera por él.
Y, como pasa con todo,
llegó el momento en que el gallinero se terminó. Quedaba mono el
gallinero con su tejadito y su tela metálica.
-¡Bueno! -dijo
el padre del niño Raúl-. ¡Por fin está terminado el gallinero!
Ahora lo único que falta son gallinas. Compraremos gallinas Leghorn,
que son muy ponedoras. Pero iremos poco a poco, no conviene
precipitarse. De momento compraremos dos gallinas y un gallo. ¡Raúl!
El niño Raúl se estaba midiendo las orejas.
-¡Voy,
papá!
-Acompáñame tú, que eres el mayorcito. ¡Vamos a
comprar dos gallinas y un gallo de raza Leghorn!
-Muy bien,
papá.
-¿Estás arreglado?
-Sí, papá.
-¡Pues
andando!
Era una radiante mañana de primavera. El niño Raúl
y su padre se perdieron en el horizonte, a través del campo, camino
de la Ciudad Lineal, donde había una granja muy afamada.
El
padre del niño Raúl iba delante, con paso firme y decidido y aire
de jefe de una familia bóer colonizadora del África del Sur. Daba
gusto verlo. El niño Raúl se quedaba atrás, midiéndose las
orejas, y después daba un trotecillo para alcanzar a su padre.
Al
cabo de hora y pico de andar, el niño Raúl y su padre llegaron a la
granja. El niño Raúl iba algo cansado, pero no decía nada. La
oreja izquierda era ligeramente más grande que la derecha...
-¿Qué
desean?
-Deseamos dos gallinas y un gallo de raza Leghorn.
Queremos unos buenos ejemplares. Son para inaugurar un gallinero.
El
encargado de la granja miró para el niño Raúl, que estaba
midiéndose las orejas.
El encargado de la granja se metió
entre las gallinas y, ésta quiero, ésta no quiero, salió con dos
gallinas blancas, relucientes, que tenían una pulserita en una pata.
-¡Raúl! -dijo el padre-, coge estas gallinas. Ponte una
debajo de cada brazo y sujétalas con la mano.
-Bien, papá.
El encargado se perdió un momento y volvió con un gallo
orondo, un gallo espléndido que parecía de anuncio. El padre del
niño Raúl pagó y cogió el gallo en brazos, casi con mimo, como si
fuera un hijo.
El niño Raúl y su padre, los dos con su
preciada carga, emprendieron el camino de vuelta.
-¡Qué
contenta se va a poner mamá cuando los vea!
-¡Ya lo creo!
El
niño Raúl y su padre caminaron en silencio unos cientos de metros.
El aire, de repente, se puso turbio dentro de la cabeza del niño
Raúl. El niño Raúl sintió como un ligero vahído. Las piernas le
flaquearon y la voz se le quedó pegada a la garganta. La mente del
niño Raúl vio como en una agonía, perfectamente claras, las
escenas de su más remota niñez. El niño Raúl se puso pálido y
rompió a sudar. El temblor le invadió todo el cuerpo.
-¿Te
encuentras mal?
El niño Raúl no pudo contestar. Miró a su
padre con una ternura infinita, procurando sonreír con una sonrisa
que pedía clemencia a gritos, soltó las gallinas y se midió las
orejas.
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