Misto era el primero en salir
cuando don Brano, sin darse la vuelta sobre el encerado, donde ponía
las cuentas que luego había que copiar en los cuadernos, alzaba la
mano izquierda y mostraba el reloj en la muñeca dejando apreciar los
puños raídos de la camisa, que había sido blanca en alguna
antigüedad tan remota como la de los cartagineses.
Misto
ocupaba habitualmente el primer pupitre, destacado entre las dos
filas que lo continuaban, como si el pupitre fuese la punta de lanza
de un ejército valeroso. Era el premio al mejor, no solo al más
aplicado sino al más sumiso y al que revelaba los mayores
sentimientos patrióticos, algo que los alumnos que alcanzaban el
tercer grado, y que jamás olvidarían a don Servo y a don Amo, no
lograban comprender con exactitud.
En
el hueco del tintero del primer pupitre don Brano colocaba todas las
mañanas, después de la oración y mientras los alumnos permanecían
de pie, la enseña nacional prendida en una vara de fresno, un mástil
nudoso y torcido y un trapo precario que mostraba en la franja gualda
los agujeros de las balas del frente.
-Las
hordas marxistas fusilaron la bandera porque el odio es ciego y no
repara siquiera en los símbolos…-decía don Brano con frecuencia,
cuando vigilaba los deberes dando vueltas por el aula, y los alumnos
observaban con temor el brillo de su mirada, la temblorosa mano
derecha que aliviaba en su cuello la grasienta corbata, como si aquel
gesto anunciara la convulsión que en seguida le llevaría a proferir
los primeros insultos y propinar las primeras bofetadas .
Misto
regresaba a los veinte minutos exactos. Entraba en el aula sudoroso y
sofocado y nada más sentarse se levantaba y salía el siguiente en
el orden de los pupitres, de izquierda a derecha.
Hasta
que finalizaba la jornada de la mañana, uno tras otro, con el ritmo
marcado por Misto, iban y venían de la Escuela al pueblo, inventando
el mejor atajo para llegar a la casa de don Brano, subir el tramo de
las empinadas escaleras, entrar en el piso, siempre sumido en el
abandono de su acérrima soltería, alcanzar la cocina, donde la
suciedad goteaba el aroma rancio de los cocidos, y alzar la tapa del
puchero para comprobar que hervía su insondable contenido y reponer
el agua para que no dejase de hacerlo.
La
franja gualda de la bandera mostraba la huella de las balas de su
fusilamiento y durante mucho tiempo fue para todos los alumnos una
reliquia temerosa que traía al aula el fragor de la pólvora y el
odio. La reliquia perdió buena parte de su aureola uno de aquellos
días en que don Brano estallaba en improperios y repartía bofetadas
a diestro y siniestro conteniendo a duras penas la alteración que le
llevaba finalmente a golpear con el puño la mesa, cuyo tablero había
roto en más de una ocasión.
Desde
el ventanal del patio los hermanos y sus amigos espiaron asustados al
maestro que en el recreo golpeaba con el gancho de la estufa los
pupitres vacíos, le vieron luego introducir el gancho en las brasas
y llevar la punta candente a la franja gualda de la bandera, donde
tres nuevos disparos añadían mayor oprobio al fusilamiento.
Fue
Perlo quien calculó mal el agua del puchero de don Brano, lo que
motivó que se quemara su contenido y se hiciera acreedor del castigo
que suscitaba el forzado ayuno. Al día siguiente don Brano abofeteo
a Perlo y en los siguientes continuó golpeándolo, buscando
cualquier motivo para hacerlo. Uno de aquellos golpes reventó el
oído derecho de Perlo y su padre denunció al maestro.
Fue
el último curso que estuvo en el Valle y no hubo especiales
comentarios cuando marchó, apenas la discreta referencia a sus
rarezas y extravíos, aquella extravagante soledad que le marginaba
de todos, como si el gesto huraño y violento de don Brano fuera el
gesto vengativo de un terco aborrecimiento del mundo y sus
habitantes.
En
los diez años que don Brano había ejercido de maestro, siempre
desaparecía del Valle en junio para volver a mediados de septiembre,
uno o dos días antes de que comenzara el curso. Nadie supo nunca de
dónde era ni adónde iba. El don Brano que regresaba en Septiembre
casi no resultaba reconocible: a su habitual delgadez había que
añadir cuatro o cinco kilos de menos, la modesta indumentaria
alcanzaba un límite andrajoso y su rostro se escondía en la
desordenada barba que había crecido en aquel tiempo.
La
gente lo olvidó en seguida y en el aula quedó la vilipendiada
enseña sin la huella de más disparos, hasta que un día el nuevo
maestro decidió retirarla.
Tuvieron
que pasar dos años hasta que en el Valle se supiera algo más de don
Brano, de su pasado, de sus desapariciones veraniegas.
Una
familia que buscaba trabajo en las minas preguntó por él y todos se
extrañaron de la devoción con que mentaban su nombre.
-Ese
hombre -dijeron- venía todos los veranos a los pueblos de la
Cabrera, a los más pobres y perdidos, y echaba los días en enseñar
a leer a quien quisiera y gastaba los ahorros, que no debían ser
muchos, en comida para los rapaces. No hay persona más querida y
recordada en aquella comarca.
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