Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso
la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón
a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor!
Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada
pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que
vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también
se van al cielo –dijo la chica, que aprendía religión en el
colegio.
–Qué cielo ni
cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le
gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le
parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve
años y era una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir
porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es
mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga
–dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–,
esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la
hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó
con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–.
Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas
las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche en
la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente
todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir
porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo.
Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el
cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas.
–¿Monos en un
cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió
mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser
rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su
madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste.
Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me
muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura
de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la
fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de
Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó
el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante.
Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y
el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés
también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás
hoy, Rosaura.
Ella, con las manos,
impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono.
Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de
Rosaura.
–Está en la
cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie
porque es un secreto.
Rosaura quiso
verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba
meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen
rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la
fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en
la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero
ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura,
en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra
de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo
con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés
le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan
grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras.
De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del
moño le dijo:
–¿Y vos quién
sos?
–Soy amiga de
Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del
moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me
importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y
hacemos los deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá
hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
–Yo y Luciana
hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño
se encogió de hombros.
–Eso no es ser
amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
–No.
–¿Y entonces, de
dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a
impacientarse.
Rosaura se acordaba
perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
–Soy la hija de la
empleada –dijo.
Su madre se lo había
dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la
hija de la empleada, y listo.
También le había
dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó
que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
–Qué
empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo
Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
–¿Y entonces cómo
es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento
se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si
no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la
casa mejor que nadie.
–Viste –le dijo
Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño
todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana,
con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la
carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los
dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones
pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció
que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo
mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas.
Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a
servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los
chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”.
Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía
derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había
gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los
varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una
tajadita que daba lástima.
Después de la torta
llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de
verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas
que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el
mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio.
“A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me
escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era
la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y
el mago lo iba a hacer desaparecer.
–¿Al chico?
–gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó
el mago.
Rosaura pensó que
ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un
gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono.
El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el
mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser
tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es
timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y
otro lado, como para comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–.
Vaya a sentarse, compañero.
Después fue
mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el
corazón.
–A ver, la de los
ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a
ella.
No tuvo miedo. Ni
con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni
al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de
Rosaura, dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez
allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos
aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento,
el mago le dijo:
–Muchas gracias,
señorita condesa.
Eso le gustó tanto
que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero
que le contó.
–Yo lo ayudé al
mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro
porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada
con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir:
“Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta,
así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un
coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la
condesa.
Pero se veía que
también estaba contenta.
Y ahora estaban las
dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre
pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le
preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar
–le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos
vamos.
Le señaló al
gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall
al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los
regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se
iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una
pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le
gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó
a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no le
pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no
tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única
distinta. En cambio le dijo:
–Yo fui la mejor
de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de
entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se
acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa
celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la
de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y
la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó
a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso
le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la
madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se
mandó, Herminia.
Por un momento,
Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera
y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar
algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero
no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no
buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa.
Buscó algo en su cartera.
En su mano
aparecieron dos billetes.
–Esto te lo
ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por
todo, querida.
Ahora Rosaura tenía
los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de
su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó
contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada
fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés,
inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a
retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este
delicado equilibrio.
Los bordes de lo real. 1991.
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