jueves, 16 de abril de 2020

Un niño mira. Eduardo Galeano.

La madre le tapó los ojos para que no viera al abuelo colgado de los pies. Y después las manos de la madre no lo dejaron ver al padre agujereado por los balazos de los bandoleros, ni a los tíos balanceándose, al soplo del aire, allá en lo alto de los postes del telégrafo.
Ahora la madre también se murió o se cansó de defenderle los ojos. Sentado en la cerca de piedra que culebrea por las lomas, Juan Rulfo contempla a ojo desnudo su tierra áspera. Ve a los jinetes, federales o cristeros, que lo mismo da, emergiendo del humo y, tras ellos, allá lejos, un incendio. Ve la hilera de los ahorcados, pura ropa en jirones vaciada por los buitres, y ve una procesión de mujeres vestidas de negro.
Juan Rulfo es un niño de nueve años rodeado de fantasmas que se le parecen.
Aquí no hay nada viviente. No hay más voces que los aullidos de los coyotes, ni más aire que el negro viento que sube en tremolina. En los llanos de Jalisco, los vivos son muertos que disimulan.

Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.
 

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