Mi
padre y mi madre habían discutido esa tarde por alguna razón, o por
ninguna, no me acuerdo. Creo que discutían más veces por ninguna
que por alguna. El caso es que a la hora de la cena, mi madre, como
viera que mi padre no dejaba de observarla, le dijo:
-¿Qué
pasa?
-La
saliva por la garganta -respondió mi padre.
Yo,
que era muy pequño y no advertí la ironía, me quedé impresionado.
Mi madre preguntaba qué pasaba y mi padre le respondía que la
saliva por la garganta, como si se tratara de un hecho excepcional,
raro, quizá patológico. Sin decir nada, concentré toda la atención
en mi boca y comprobé que también a mí me pasaba la saliva por la
garganta, lo que no supe cómo interpretar.
-A
mí también me pasa la saliva por la garganta -dije asustado.
-Pues
lleva cuidado, no te envenenes -añadió mi padre, descargando sobre
mí el mal humor provocado por la discusión con mi madre.
Deduje,
en fin, que el hecho de que a uno le pasara la saliva por la garganta
podía tener efectos perniciosos y me pasé los siguientes quince
días escupiendo a escondidas. A veces, dejaba que la saliva se
acumulara en la boca y cuando ya no me cabía más, corría al baño
y la descargaba sobre el lavabo. Aunque con el tiempo averigüé que
lo normal era que la saliva pasara por la garganta, se me instaló en
esa zona del cuerpo un malestar del que nunca me he recuperado. Me
cuesta tragar.
En
el diván de mi psicoanalista, al permanecer boca arriba, el asunto
se complica más, si cabe, pues la saliva, debido a la fuerza de la
gravedad, se desliza enseguida hacia la faringe.
-Ya
está pasándome otra vez la saliva por la garganta -dije el otro día
en voz alta.
-¿Cómo
dice usted? -preguntó ella.
Iba
a contarle la historia, pero me dio tal pereza que me hundí en el
silencio. Desde entonces no he parado de tragar cantidades
industriales de saliva, pero cuanto más pienso en ello, más
producen mis glándulas. Y eso es lo que les quería decir.
Articuentos escogidos, 2012.
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