Cuando
el cocodrilo entró en mi dormitorio, pensé que tampoco había que
exagerar. No me refiero al cocodrilo sino a mí mismo. Ya que mi
primer impulso fue alcanzar el teléfono para marcar los tres números
de urgencias: policía, bomberos y ambulancia. Pero justamente
semejante reacción me pareció exagerada. Puesto que soy un europeo
educado en el espíritu cartesiano, siento repulsión por los
extremismos, pienso de un modo racional y no sucumbo a impulsos de
ningún tipo sin haberlos analizado previamente.
Así
que me cubrí la cabeza con el edredón y emprendí un trabajo
mental.
Primero
-determiné- la aparición de un cocodrilo en mi dormitorio es un
absurdo y, según el pensamiento lógico, el absurdo sirve sólo para
ser excluido del razonamiento ulterior. O sea que no había ningún
cocodrilo. Tranquilizado con esta conclusión, asomé la cara por
debajo del edredón, gracias a lo cual logré ver cómo el cocodrilo
cortaba de un mordisco el cable del aparato telefónico, ya
anteriormente devorado por él. Incluso en el caso de que alargando
la mano a través de sus fauces hasta el estómago consiguiera marcar
uno de los números de urgencias, la comunicación ya estaba cortada.
Decidí
acudir a la cabina telefónica más próxima para avisar al
pertinente departamento de la empresa de telecomunicaciones sobre el
fallo de mi teléfono particular, lo cual me permitiría, tras la
eliminación del fallo por un equipo de especialistas, ponerme en
contacto con la institución competente en materia de retirar
cocodrilos. Sin embargo, como hombre civilizado que soy, no podía
salir a la calle en pijama, y el cocodrilo, justamente, acababa de
engullir mis pantalones. Por supuesto no eran los únicos pantalones
de que yo disponía. A pesar del insuficiente, en mi opinión,
crecimiento del nivel de vida, en mi armario había unos cuantos
pantalones. Por desgracia, los que tenía la intención de ponerme,
pues combinaban mejor con la americana Yves Saint Laurent, no se
encontraban en el armario, sino en la tintorería. ¿Y dónde estaba
el comprobante de mi identidad como dueño de aquellos pantalones,
documento sin el cual resultaría imposible retirarlos de la
tintorería? Me puse a buscar el comprobante cojeando un poco, ya que
mientras tanto el cocodrilo había devorado una de mis piernas. No
hice caso de la pierna, pues iba creciendo en mí la preocupación
por los pantalones. Justamente estaba a punto de devorarme la otra
pierna, cuando adiviné la terrible verdad: el cocodrilo había
devorado el comprobante de la tintorería y nunca más recuperaría
mis pantalones.
Estrangulé
a la bestia con mis propias manos. Reconozco haber actuado con
brutalidad y, lo que es peor, bajo la influencia de una emoción
incontrolada. Reconozco que en lugar de confiar en las instituciones
constitucionales actué por mi cuenta. Pero ¡comerse un comprobante
de tintorería! Hay situaciones en las que la defensa de la
civilización requiere faltar a las normas civilizadas.
Juego de azar, 1991.
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