La
brevísima reseña en prensa que se ocupó del caso hablaba de
imprudencia, pero lo cierto es que Ana García no había cometido una
imprudencia en su vida. Si hizo lo que hizo fue porque estaba cansada
de que nadie la viera, de andar por el mundo como si estuviese hecha
de aire, como si no existiera. Para sus compañeros de trabajo era un
cero a la izquierda, en las cafeterías la servían tarde y mal, la
gente olvidaba su nombre, se la saltaban en las colas, nadie
recordaba su rostro. Vivía como un fantasma en un limbo invisible,
un alma en pena en el purgatorio de la ciudad.
Así
que si hizo lo que hizo no fue por imprudencia, sino para que la
vieran. Cruzó la Castellana sin mirar para verificar que su cuerpo
era real, que estaba hecha de carne, que existía.
Y
el conductor del coche la vio.
Demasiado
tarde, pero la vio.
No habría sido igual sin la lluvia, 2017.
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