Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y
tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas
solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y
alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas
vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados
de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas
retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el
aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me
siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos
recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá,
hacia el otro.
No sé dónde nací,
salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos
oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba
telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores
estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un
olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas.
Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme
mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el
sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la
torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y
salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y
sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que
imposible de escalar.
Debo haber vivido
años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos
debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo
rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente
salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que,
quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente
viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona
viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y
deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos
los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra
cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía
asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más
reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos
libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro
alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos
esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien
había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió
hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi
mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por
instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía
dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud
a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en
el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía
pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros;
añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de
la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero
a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más
densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que
eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a
extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de
crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué.
Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético
que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se
elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la
arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví
escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un
instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás
el día.
A la húmeda luz
crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al
nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por
pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa
ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y
sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo
aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la
lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que
me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho
venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba
por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría
mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de
pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del
antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba
y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo
de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel
precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo
sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando
menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad,
palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible.
Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier
soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi
mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y
reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la
cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba
no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más
alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que
la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de
piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el
piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me
deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no
volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía
exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída,
pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese
necesario.
Creyéndome ya a una
altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me
incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna
ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y
esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me
decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías
de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante
dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños
secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa
distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron
inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una
plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas
incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo
un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia
adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás
conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el
extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la
puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su
esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes,
salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar
recuerdos.
Seguro ahora de que
había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos
peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la
luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con
mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja,
que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise
trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que
había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los
impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable
y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía
compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las
extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama
en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en
esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles
vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al
mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en
compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y
sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel
brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente,
abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca
que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que
estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz;
ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía
detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura,
enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad
y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles
podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida
que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie
de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo
fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de
vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de
curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional
revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En
un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos
de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo
atrás desaparecido.
Habían transcurrido
más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta:
un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran
parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin
embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido
rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban
demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían
al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite
fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y
que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas.
Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de
personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran
jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía
adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones
que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran
absolutamente ajenas.
Salté por la
ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a
la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más
negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no
bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que
hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral
cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito
pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y
arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El
desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios
sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían
enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a
ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose
contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las
numerosas puertas.
Solo y aturdido en
el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de
aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía
ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el
lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas
creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado
del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la
primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir
la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último
sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi
tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible
intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que,
por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión
en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera
decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de
todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era
una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación;
la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo
que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás.
Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de
serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en
sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y
lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y
destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más
aún.
Estaba casi
paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia
la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el
hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre.
Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los
miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto,
tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de
levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que
el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el
intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y,
bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo
adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa,
cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco
menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para
detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de
pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo
extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero
todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche
lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una
avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo
instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico
castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba;
reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía
ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis
dedos manchados.
Pero en el cosmos
existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el
olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había
espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de
reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio
fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la
luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí
los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra;
pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo
y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y
cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las
catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de
Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la
luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para
mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la
Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad
agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el
olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero;
un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es
lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable
surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y
toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
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