Un tipo, en el restaurante, alababa la silueta de su compañero de mesa.
—Estás estupendo, de verdad. ¿Cómo consigues mantenerte?
—Por odio a mi mujer —respondía el interpelado—. Cada día está más gorda y cada día se lamenta más de ello. Me he comprado un peso para el cuarto de baño. Cuando salgo de la ducha diciendo que he adelgazado cien gramos, le amargo el día, je, je.
El tipo tenía pinta de jefe de departamento. Me pareció que llevaba un peluquín, pero no estoy seguro. Hay cabellos que acaban adquiriendo la textura de una prótesis, del mismo modo que hay labios que parecen operados sin haber pasado por el quirófano. El tipo delgado presumía, además, de haber dejado de fumar. Su compañero de mesa le preguntaba cómo.
—También gracias a mi mujer—respondía—. Vi que ella era incapaz de dejarlo, aunque lo deseaba, y me apeteció darle una lección. Ahora, cada vez que enciende un cigarrilo la miro con lástima y la pobre lo pasa fatal. A veces, se esconde para fumar, pero siempre me las arreglo para sorprenderla.
Empecé a imaginarme a la esposa del susodicho y me excité: una mujer que fumaba con culpa, que comía sin desearlo... Quizá vivía también a su pesar. Esa mujer y yo, me dije, somos almas gemelas.
—Lo mejor —añadió el hombre delgado— es que he comenzado a escribir poesías gracias también a mi mujer. Un día, habiendo gente en casa, comentó que no entendía la poesía, que sólo era capaz de leer novelas. Esa noche me puse a ello y me salieron unos versos que presenté a los juegos florales. Y los gané.
Una mujer gorda que fumaba y que no entendía la poesía, como Platón. Aquello era demasiado. Habría dado cualquier cosa por conocerla en ese mismo instante.
—Me voy —dijo el poeta— , he quedado con ella, con mi mujer, para ir al cine y no soporta que sea puntual, porque ella siempre llega con diez o quince minutos de retraso.
Pedí la cuenta y le seguí. Pero todo era mentira, porque se metió en un cine cualquiera, más solo que la una, y se pasó la película durmiendo.
Articuentos completos, 2011.
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