Algunos lloran, sobre todo las señoras de buen corazón que se arrebujan en sus abrigos de pieles, tiritando de tristeza y enjugándose unas lagrimillas mientras observan la escena del mendigo destripado en medio de la calle, reteniendo el tráfico que lo rodea, atropellado frente a la puerta de la iglesia, protegido por un chucho desgreñado que no para de aullar.
Tapándose la boca con un pañuelito de hilo dice una:
-¡Qué lástima! Alguien debería llamar a la perrera.
Discordancias, 2011.
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