martes, 5 de octubre de 2021

El pequeño asesino. Ray Bradbury.

Capítulo 1 El tercer elemento.

No podía saber realmente cuándo se le ocurrió la idea de que iban a asesinarla. Durante el último mes apenas había habido algunas señales sutiles; cosas tan enterradas en ella como las mareas marinas, como si debajo de aquella calma perfecta de agua cerúlea que invita al baño, y tras dejar que las olas acaricien tu cuerpo, descubriéramos que los monstruos moran justo debajo de la superficie, criaturas invisibles, hinchadas, de muchos tentáculos, de aletas afiladas, malignas e inexorables.

Una habitación flotaba a su alrededor como un efluvio de histeria. Unos instrumentos afilados se mantenían inmóviles en el aire, y había voces y personas con máscaras graves y blancas.

Mi nombre, pensaba. ¿Cuál es mi nombre?

Alice Leiber. Lo recordaba. La esposa de David Leiber. Pero eso no la consolaba. Estaba sola con aquellas personas pálidas que murmuraban en silencio, y sentía mucho dolor y náusea y miedo de la muerte.

Me están matando delante de los ojos de todo el mundo. Esos médicos, esas enfermeras no se dan cuenta de las cosas ocultas que me han ocurrido. David no lo sabe. Nadie lo sabe excepto yo y… el asesino, el pequeño verdugo, el pequeño criminal.

Me estoy muriendo y no puedo decir cómo. Se reirían de mí y dirían que estoy delirando. Verán al asesino, lo acunarán, lo querrán y jamás le harán responsable de mi muerte. Aquí estoy, ante Dios y ante los hombres, muriéndome, y no hay nadie que pueda creer mi historia, todos dudarían, me tranquilizarían con mentiras, me enterrarían en la ignorancia, llorándome y dejando sin castigo a mi verdugo.

¿Dónde está David?, se preguntó. ¿En la sala de espera, fumando un cigarrillo tras otro, escuchando los largos tictacs de un lento reloj?

El sudor surgió por todos los poros de su piel al mismo tiempo, y con él un grito de agonía. Ahora. ¡Ahora! Intenta matarme, aulló. Inténtalo, inténtalo, ¡pero no moriré! ¡No moriré!

Había un agujero dentro de su interior. Un vacío. De repente ya no existía el dolor. Cansancio. Oscuridad. Se acabó. Se acabó. ¡Oh, Dios! Se dejó caer a plomo, golpeándose contra un vacío negro que se abría a otro vacío negro y a otro y a otro y a otro y a otro más…

Pasos. Sigilosos pasos que se aproximan. El ruido de la gente que intenta no hacer ruido.

Desde lejos, una voz dijo:

—Está dormida. No la molestéis.

Olor a franela, una pipa, cierta loción de afeitar. Sabía que David estaba de pie a su lado. Y detrás el olor inmaculado del doctor Jeffers.

No abrió los ojos.

—Estoy despierta —dijo suavemente. Fue una sorpresa, un alivio, poder hablar y no estar muerta.

—Alice —dijo alguien, y era David al otro lado de sus ojos cerrados, mientras le cogía las manos fatigadas.

¿Quieres conocer al asesino, David? pensó. Para eso estás aquí ahora, ¿no es así? Te oí decir que querías verlo, así que no tengo más remedio que mostrártelo.

David se inclinó hacia ella. Alice abrió los ojos. La habitación se aclaró. Apartó la manta con una mano fatigada.

El criminal miró a David Leiber con su pequeña carita roja y unos ojos azules y calmos. Su mirada era profunda y chispeante.

—¡Vaya! —exclamó David Leiber, sonriente—. ¡Vaya si es un bebé hermoso!

El doctor Jeffers esperaba a David Leiber el día que fue al hospital a buscar a su mujer y al recién nacido. Le dijo que se sentara en una silla de su oficina, le ofreció un cigarrillo, encendió otro para él, se sentó en el borde de la mesa, fumando solemnemente durante un buen rato. Luego se aclaró la garganta, miró a David Leiber a los ojos y dijo:

—Tu esposa no quiere al niño, Dave.

—¿Qué?

—Ha sido muy duro para ella. Todo el proceso. Necesitará mucho amor este año próximo. No he querido hablar antes del asunto, pero en la sala de partos se puso histérica. Dijo cosas extrañas. No las repetiré. Tan sólo diré que no se siente unida al niño. Es posible que podamos aclarar todo este asunto con un par de preguntas —dio una calada al cigarrillo y luego prosiguió—: ¿Es un niño «deseado», Dave?

—¿Por qué lo dices?

—Es muy importante.

—Sí, sí. Es un niño «deseado». Estaba planeado. Lo hicimos juntos. Alice estaba tan feliz hace un año, cuando…

—Mmm… eso complica el asunto. Porque si el niño no hubiera sido planeado, sería un simple caso de mujer que rechaza la maternidad. Y eso no cuadra con Alice —el doctor Jeffers se quitó el cigarrillo de los labios, se acarició el mentón con la mano y chasqueó la lengua—. Tiene que haber algo más, entonces. A lo mejor se trata de algo oculto desde la niñez y que ahora sale a flote. O pueden ser las simples dudas y desconfianzas pasajeras de cualquier madre que haya soportado los dolores insólitos del parto y se haya visto tan cerca de la muerte como Alice. Si es eso, el tiempo acabará curándola. Pensé que era mi obligación decírtelo, Dave. Te ayudará a ser condescendiente y tolerante con ella. Si dice algo acerca de… bueno… acerca de que le hubiera gustado que el bebé naciera muerto, no hagas mucho caso, ¿de acuerdo, hijo? Y si las cosas no marchan bien, venid los tres a verme. Siempre me gusta ver a los viejos amigos, ¿eh? Bien, toma otro cigarro por… mmm… por el bebé.

Era una resplandeciente tarde de primavera. El coche zumbaba a lo largo de las anchas avenidas perfiladas de árboles. El cielo azul, las flores, una brisa cálida. Dave no paraba de hablar, encendió un cigarrillo, siguió hablando. Alice le contestaba directamente, en voz baja, tranquilizándose a medida que avanzaban. Pero no abrazaba al bebé con fuerza, ni calidez, ni tan maternalmente como para mitigar el extraño dolor que Dave sentía en la mente. Parecía llevar encima una simple figurita de porcelana.

Intentó mostrar alegría.

—¿Cómo le llamaremos? —preguntó.

Alice Leiber miraba los verdes árboles al pasar.

—Todavía no —dijo—. Prefiero esperar un poco hasta dar con un nombre especial. No le eches el humo en la cara.

Ambas frases surgieron juntas, sin pausas ni modulación del tono entre ambas. La última frase no era un reproche de madre, no mostraba interés ni irritación. Le había venido a los labios y se limitó a soltarla.

El marido, nervioso, arrojó el cigarro por la ventanilla.

—Lo siento —dijo.

El bebé dormía en el regazo de la madre, los reflejos del sol y las sombras de los árboles le cambiaban el rostro continuamente. Abrió los ojos con un brillar de flores azules de primavera. Unos sonidos húmedos brotaron de la boca pequeña, rosada y elástica.

Alice le echó una mirada rápida. Su marido sintió cómo temblaba.

—¿Frío? —preguntó.

—Un escalofrío. Mejor cierra la ventanilla, Dave.

Era algo más que un escalofrío. Cerró amablemente la ventanilla hasta el tope.

La hora de la cena.

La luz de las velas ejecutaba extrañas danzas de luz y sombras sobre la mesa grande del comedor. Era bueno y familiar comer juntos de nuevo; la amistad, la dicha de compartir la última tostada y pasarse el salero, o comentar los distintos sabores.

David Leiber había traído al niño desde su cuarto, sosteniéndole en un ángulo raro, sujeto por un montón de almohadones, en la recién comprada silla alta.

Alice miraba los movimientos de su cuchillo y tenedor.

—No es lo suficientemente mayor para esa silla —dijo.

—Pero es bonito tenerle aquí con nosotros —dijo Leiber, contento—. Todo es divertido. Incluso en la oficina. Los pedidos me llegan hasta la nariz. Si no me ando con ojo haré otros quince mil este año. ¡Eh! ¡Mira al pequeñajo! ¡Se le cae la baba por los mofletes!

Se inclinó un poco para limpiarle la saliva con su servilleta. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que Alice ni tan siquiera miraba. Terminó de limpiarle.

—Supongo que no era demasiado interesante —dijo, volviendo a la comida. Un pequeño enfado comenzó a brotar en su interior—. Pero cualquiera pensaría que a una madre le interesan las cosas de su hijo, ¿no?

Alice levantó el mentón con brusquedad.

—No hables de ese modo. ¡No delante de él! Más tarde, si quieres.

—¿Más tarde? —gritó—. Delante, detrás de él, ¿cuál es la diferencia?

Se calló de repente, tragó saliva, se arrepintió.

—Está bien. Vale. Sé lo que sucede.

Después de la cena, ella le dejó que llevara al bebé arriba. No se lo dijo. Simplemente le dejó.

Al bajar la encontró al lado de la radio, escuchando música. Tenía los ojos cerrados y una expresión ausente, pensativa. Dio un respingo cuando él apareció.

De pronto estaba sobre él, encima de él, dulce, suave; la misma mujer de siempre. Nada había cambiado. Sus labios lo buscaron y lo retuvieron. Se quedó atónito. Rió, inesperada, profundamente. Algo helado en su interior comenzó a derretirse, como el miedo del invierno que desaparece con la primavera, así sus propios miedos se desvanecían. Ahora que el bebé no estaba en la habitación sino en el cuarto de arriba, ella empezó de nuevo a respirar, a vivir. Era libre. Y este hecho hizo que él volviera a preocuparse, pero se contuvo, quería disfrutar de su contacto. Ella susurraba, precipitadamente, sin dejar de hablar.

—Gracias, gracias, querido. Por ser tú mismo siempre. ¡Tú mismo, tú, y nadie más! ¡Alguien digno de confianza, siempre tan digno de confianza!

Tuvo que reírse.

—Ya me lo decía mi padre: «¡Hijo, cuida de tu familia!»

Fatigada, Alice dejó que su cabello negro descansara sobre la mejilla de él.

—Y lo has hecho con creces. A veces me gustaría que todo fuera como cuando estábamos recién casados. Sin responsabilidades, sólo nosotros dos. Sin… sin bebés.

Le apretó las manos con una extraña palidez en el rostro, demasiado intensa. Daba la sensación de que quería contar un montón de cosas pero que no se atrevía a hacerlo, así que dijo lo primero que se le vino a la mente.

—En nuestras vidas ha entrado un tercer elemento. Antes sólo éramos tú y yo. Nos protegíamos el uno al otro, y ahora protegemos al bebé, pero él no nos protege. ¿Lo entiendes? Cuando estaba en el hospital tuve tiempo para pensar en muchas cosas. El mundo es algo maligno…

—¿Lo es?

—Sí. Pero las leyes nos protegen. Y cuando no existen leyes, entonces el amor nos protege. Mi amor te protege de mí, para que no te haga daño. Nadie es más vulnerable a mí que tú mismo, pero el amor te ampara. Yo no te temo, porque el amor aplaca tus iras, tus instintos antinaturales, tus odios y tus tonterías. Pero… ¿qué ocurre con el bebé? Es demasiado pequeño para saber lo que es el amor, las leyes del amor, o cualquier otra cosa, hasta que le enseñemos.

—Entonces le enseñaremos.

—¡Y mientras tanto seremos vulnerables!

—¡Vulnerables! ¿A un bebé?

Se apartó de ella y rió suavemente.

—¿Acaso un bebé conoce la diferencia entre el bien y el mal? —preguntó ella.

—No. Pero la aprenderá.

—Pero un bebé es algo tan nuevo, tan amoral, tan falto de toda conciencia —insistió.

Se detuvo. Dejó de abrazarle y se volvió bruscamente.

—Ese ruido. ¿Qué ha sido ese ruido?

Leiber miró alrededor de la habitación.

—No he oído nada.

Alice se quedó mirando la puerta de la biblioteca.

—Ahí dentro —dijo lentamente.

Leiber cruzó la sala, abrió la puerta y encendió todas las luces.

—No hay nada —dijo. Volvió a su lado—. Estás agotada. A la cama ahora mismo.

Juntos apagaron las luces y subieron despacio por la escalera silenciosa, sin hablar. Cuando llegaron arriba, ella se disculpó.

—Todas las tonterías que he dicho, querido. Perdóname. Estoy agotada.

Él lo entendía, y se lo hizo saber.

Alice se detuvo delante de la puerta del cuarto del bebé, indecisa. Luego abrió el pomo de bronce con resolución, entrando dentro. Dave contempló cómo se acercaba a la cuna poco a poco, con mucho cuidado, miraba dentro del capazo y se ponía rígida, como si la hubieran golpeado en el rostro.

—¡David!

Leiber entró, se acercó a la cuna y miró dentro.

La carita del bebé estaba muy roja, brillante y húmeda. Hacía gestos con la diminuta boquita rosa. Los relucientes ojos azules parecían querer salirse de las órbitas. Agitaba las manos en el aíre.

—Oh —dijo Dave—, ha estado llorando.

—¿Sí? —Alice tuvo que sujetarse a la cuna para no caer—. Yo no le he oído.

—La puerta estaba cerrada.

—¿Por eso respira con tanta dificultad? ¿Por eso tiene el rostro tan colorado?

—Claro. Pobre pequeñín. Ha estado llorando solo en la oscuridad. Si sigue llorando podría dormir en nuestra habitación.

—Le vas a malcriar —dijo su esposa.

Leiber sintió su mirada mientras transportaba el capazo al dormitorio. Dave se desvistió lentamente, sentado en el borde de la cama. De pronto levantó la cabeza, juró en voz baja, chasqueó los dedos.

—¡Maldita sea! Olvidé decírtelo. Tengo que volar a Chicago el viernes.

—Oh, David —parecía una niña pequeña que acabara de perderse—. Me da miedo quedarme sola. Tengo miedo. No sé de qué. No me creerías si te lo contase. Supongo que estoy loca.

—Los criados te harán compañía —razonó Dave—. Lo único que tienes que hacer es llamarlos. He ido retrasando este viaje desde hace dos meses y ya no puedo postergarlo más.

Dave se había acostado. Alice apagó las luces; él la oyó caminar alrededor de la cama, apartar la colcha y meterse dentro. Olió el cálido aroma de mujer a su lado. Habló.

—Si quieres que lo retrase unos días más, a lo mejor podría…

—No —dijo ella, poco convencida—. Vete. Sé que es importante. Es que no puedo dejar de pensar en lo que te acabo de decir. Lo de las leyes y el amor y la protección. El amor te proteje de mí. Pero el bebé…

Tomó aliento.

—¿Qué te protege de él, David?

Antes de que pudiera responder, antes de que pudiera decirle que todo aquello eran tonterías, tratándose de niños pequeños, ella encendió la luz bruscamente.

El bebé estaba completamente despierto dentro del capazo, mirando fijamente a Dave con sus ojos profundos, azules y vivarachos. Los cerró.

Las luces se apagaron de nuevo. Ella se acurrucó al lado de Dave, temblorosa.

—No está bien tener miedo de tu propio hijo —los susurros de Alice se hicieron más agudos, rápidos y fieros—. ¡Intentó matarme! Ahora está aquí, escuchando lo que decimos, ¡esperando a que te vayas para volver a intentarlo! ¡Lo juro!

Dave no pudo contener los sollozos de su esposa.

—Por favor —acertó a decir, intentando tranquilizarla—. Basta. Basta. Por favor.

Lloró en la oscuridad largo rato. Consiguió serenarse mucho más tarde, acurrucada a su lado. Su respiración se hizo más suave, cálida y regular; los músculos del cuerpo se relajaron y cayó dormida. Dave se adormiló.

Y justo cuando sus párpados empezaban a cerrarse lentamente, hundiéndose en las profundidades del sueño, escuchó unos sonidos extraños y suaves, vigilantes.

El ruidito producido por unos labios elásticos, diminutos y húmedos.

El bebé.

Y luego… Dave se durmió.


Capítulo 2. Sonidos del corazón

A la mañana siguiente el sol resplandecía. Alice sonrió y David Leiber hizo oscilar su reloj sobre la cuna.

—Mira al bebé. Qué vivaracho. Qué cosita más bonita. Claro. Claro. Vivaracho y bonito.

Alice sonrió. Le dijo que no se entretuviera y que cogiera el avión a Chicago. Intentaría ser una chica valiente. No tenía que preocuparse. Cuidaría al niño. Oh, sí, claro que sí, lo haría. Dijo esta última frase con un acento peculiar que David Leiber ignoró.

El avión se dirigió al este con el joven Leiber dentro. Hubo un montón de cielo, un montón de nubes y sol, y luego Chicago apareció por el horizonte. Leiber cayó en un torbellino de ventas, planes, banquetes, reuniones, llamadas telefónicas y conferencias, tomando de cuando en cuando algún vaso de café hirviendo. Pero todos los días escribía cartas y enviaba telegramas repletos de cosas bonitas para Alice y el bebé.

La tarde del sexto día que llevaba lejos de casa, recibió una llamada de larga distancia. Los Ángeles.

—¿Alice?

—No, Dave. Soy Jeffers.

—¡Doctor!

—Cálmate, hijo. Alice está enferma. Será mejor que regreses en el siguiente avión. Tiene neumonía. Haré todo lo que pueda, hijo. Si hubiera pasado un poco más de tiempo desde el parto… Necesita recuperar fuerzas.

Leiber colgó el teléfono abatido. Se levantó tambaleándose. La habitación del hotel se difuminó hasta desaparecer.

—Alice —dijo acercándose a la puerta—. Alice. ¡Espérame!

El avión voló hacia el Oeste y California fue aproximándose, y a través de las hélices que no paraban de girar se fue materializando el cuerpo de Alice tendido sobre la cama de su cuarto, la figura del doctor Jeffers resaltando contra la ventana por donde se ponía el sol, y los sentidos de Leiber mientras caminaba lentamente, acercándose a la cama, se hicieron cada vez más reales hasta que todo quedó perfectamente definido, intacto, claro.

Nadie dijo nada. Alice sonreía débilmente. Jeffers comenzó a hablar, pero David apenas se enteró de nada.

—Tu mujer es una excelente madre, hijo. Está más preocupada por el bebé que por sí misma…

Un músculo de la mejilla de Alice se contrajo y en seguida se puso tenso.

Alice empezó a hablar. Lo hizo como cualquier otra madre. ¿O no? ¿No había un cierto matiz de rabia, miedo y repugnancia en su tono? El doctor Jeffers no se dio cuenta, pero tampoco estaba atento.

—El bebé no se dormía —dijo Alice—. Creía que estaba enfermo. Simplemente descansaba en la cuna, observando. Bien entrada la noche se puso a llorar. Muy fuerte. Estuvo llorando toda la noche. No podía calmarle. No podía dormir.

El doctor Jeffers asintió.

—Estaba agotada a causa de la neumonía. Pero le he administrado sulfamida y ya está a salvo.

Leiber podía verlo.

—¿Y el bebé?

—Sigue tan fuerte y alegre como un toro.

—Gracias, doctor.

El doctor salió de la habitación, bajó las escaleras, abrió la puerta de entrada sigilosamente y se marchó. Leiber escuchó cómo se iba.

—¡David! —se volvió hacia el susurro de ella—. Ha sido el bebé, otra vez. Intenté mentirme a mí misma… convencerme de que era una tonta. Pero el niño sabe que estoy recién salida del hospital. Así que se puso a llorar toda la noche. Y cuando no lo hacía se quedaba demasiado tranquilo. Si encendía la luz, allí estaba él, observándome.

Leiber se sobresaltó. Recordaba que él también había visto al bebé, despierto en medio de la oscuridad. Bien entrada la noche, cuando todos los bebés deberían estar durmiendo profundamente. Se quitó la idea de la cabeza. Era una completa locura.

Alice siguió.

—Iba a matar al niño. Sí, iba a matarlo. Tan sólo una hora después de que te fuiste me acerqué a su habitación y puse mis manos alrededor de su cuello, y estuve así, mucho rato, pensando, asustada. Luego le eché la manta encima y le di la vuelta y le apreté, y luego le dejé así y salí corriendo de la habitación.

Dave intentó hacerla parar.

—No, déjame terminar —dijo, con la voz quebrada y la mirada perdida—. Cuando salí del cuarto pensé: «Es muy fácil». Todos los días muere algún bebé de asfixia. Nadie lo sabría. Pero cuando volví a ver si estaba muerto, David, no fue así. Vivía, sí, y se había dado la vuelta de nuevo, y sonreía y respiraba. Después de aquello, no pude volver a tocarle. Le dejé allí y ya no volví, ni para alimentarle, ni verle, ni hacer nada. A lo mejor la cocinera se encargó de él. No lo sé. Todo lo que sé es que su llanto no me dejaba dormir y que me quedaba pensando la noche entera, paseando de una habitación a otra, y que ahora estoy enferma —casi había acabado—. El bebé está recostado en su capazo y piensa en la manera de matarme. De una forma simple. Porque sabe que yo lo sé todo acerca de él. No le amo, no hay protección entre nosotros, ni la habrá jamás.

Dejó de hablar. Sufrió un desmayo y cayó dormida. David Leiber permaneció largo rato a su lado, incapaz de moverse. Tenía el cerebro congelado dentro de la cabeza.

Sólo se podía hacer una cosa al día siguiente. Y la hizo. Fue hasta la oficina del doctor Jeffers y le contó todo lo que había pasado, escuchando las pausadas respuestas del doctor.

—Tienes que tomarte todo esto con mucha calma, hijo. Es muy normal que las madres odien a sus retoños algunas veces. Nosotros lo llamamos ambivalencia. La habilidad de odiar mientras se ama. Los amantes se odian el uno al otro con frecuencia. Los niños detestan a sus madres…

Leiber le interrumpió. Jamás había odiado a su madre.

—Tú no lo admitirías, claro. La gente detesta admitir que odia a una persona querida.

—Así que Alice odia al bebé…

—Como mejor se podría definir es que se trata de una obsesión. Ha ido un paso más delante de la simple ambivalencia. La operación de cesárea trajo al bebé al mundo, y casi hizo que Alice lo abandonara. Ella culpa al niño de haber estado tan cerca de la muerte y, ahora, de su neumonía. Está proyectando sus problemas, achacándolos al único objeto que tiene a mano. Todos lo hacemos. Nos tropezamos con una silla y echamos la culpa al mueble, no a nuestra torpeza. Erramos un golpe de golf y decimos que es por culpa del césped del club, o de una bola mal hecha. Si el negocio va mal culpamos a Dios, al tiempo, a la suerte. Todo esto demuestra lo que ya te he dicho. Ámala. Es la mejor medicina del mundo. Haz todo lo posible por mostrar tu cariño, dale seguridad. Busca la manera de hacerle ver lo inofensivo e inocente que es el niño. Haz que sienta que el nacimiento del bebé ha merecido la pena. Al poco tiempo, ella se tranquilizará, olvidará todas esas cosas sobre la muerte y empezará a amar a su retoño. Si no es así, ven lo antes que puedas y yo te recomendaré un buen psiquiatra. Vete tranquilo, y borra esa expresión del rostro.

Cuando llegó el verano, las cosas parecían más tranquilas y fáciles. Leiber trabajaba mucho, inmerso en sus negocios, pero jamás olvidaba ser cariñoso con Alice. Ella daba largos paseos, recuperaba las fuerzas, jugaba al bádminton de vez en cuando. Apenas volvió a sufrir un ataque de nervios. Parecía haberse deshecho de todos sus miedos. Excepto cierta medianoche en la que un súbito viento de verano azotó la casa, cálido y fuerte, sacudiendo las hojas de los árboles como si fueran los cascabeles de una pandereta. Alice se despertó, temblorosa, y se acurrucó en los brazos de su marido, dejando que la consolara mientras le preguntaba por qué estaba mal.

Ella habló.

—Hay algo en la habitación que nos vigila.

Dave encendió la luz.

—Estabas soñando otra vez —dijo—. Pero estás mejor. Hace ya tiempo que no estás tan asustada.

Alice suspiró cuando su marido volvió a apagar la luz, y se quedó dormida de repente. Él la abrazó durante un buen rato, pensando en la criatura tan dulce y extraña que era.

Escuchó cómo la puerta del dormitorio se abría unos centímetros.

No había nadie en el umbral. No existía ninguna razón para que se abriera. El viento había cesado.

Esperó. Estuvo como una hora despierto, recostado en la oscuridad.

Luego, a lo lejos, aullando como un pequeño meteoro que se hunde en las vastas y negras inmensidades del espacio, el bebé empezó a llorar en su cunita.

Era como un sonido pequeño y solitario en medio de las estrellas y la oscuridad y de la respiración de la mujer que tenía en sus brazos y del viento que empezaba a soplar de nuevo entre los árboles.

Leiber contó hasta cincuenta. El llanto continuó.

Por fin, deshaciéndose suavemente de los brazos de Alice, salió de la cama, se puso las zapatillas y la bata, y caminó de puntillas fuera de la habitación.

Iría a la planta baja, pensó con cansancio, y calentaría un poco de leche, la subiría y…

La oscuridad se arremolinaba a su alrededor. Su pie resbaló y se hundió. Resbaló en algo suave. Se hundió en la nada. Extendió las manos, agarrando desesperadamente la barandilla. Consiguió parar la caída. Se irguió. Maldijo. Esa «cosa suave» que había hecho que su pie resbalara caía escaleras abajo, dando golpes y arañazos hasta quedar quieto en el piso de abajo. Le latía la cabeza. El corazón estaba a punto de salírsele por la boca, latiendo con fuerza y asustado.

¿Por qué la gente tenía que dejar las cosas tiradas en medio de la casa? Cogió con sumo cuidado el objeto que había estado a punto de hacerle caer de cabeza por las escaleras.

Sus manos se helaron. Se le cortó la respiración. El corazón dejó de latirle un par de segundos.

La cosa que tenía en las manos era un juguete. Una muñeca de trapo grande y pesada que había comprado, casi en broma, para…

Para el bebé.

Alice le llevó en coche al trabajo a la mañana siguiente.

Paró el auto sin previo aviso, lo acercó a la cuneta y paró. Luego se volvió en el asiento y miró a su marido.

—Quiero irme de vacaciones. No sé si tú puedes ahora, querido, pero, si no puedes, por favor déjame ir sola. Podemos contratar a alguien para que cuide al niño, estoy segura. Pero tengo que salir. Pensé que lo estaba superando, esta… sensación. Pero no, y no puedo permanecer en la habitación con él. Me mira como si también me odiase. No puedo ni tocarle. Sólo quiero irme lejos antes de que algo suceda.

Dave salió del coche, dio la vuelta hasta el asiento de ella, y la hizo callar.

—Lo único que vas a hacer es ir a un buen psiquiatra. Y si él está de acuerdo con lo de las vacaciones, entonces vale. Pero esto no puede seguir así. Siempre tengo el estómago hecho un nudo.

La apartó del asiento y arrancó el coche.

—Conduciré el resto del camino.

Alice agachó la cabeza, estaba intentando contener las lágrimas. Levantó los ojos cuando llegaron a la oficina.

—Está bien. Concierta la cita. Hablaré con quien quieras, David.

La besó.

—Eso es hablar con sentido común, querida. ¿Crees que puedes conducir de vuelta a casa?

—Claro, tonto.

—Hasta la cena, entonces. Ve con cuidado.

—¿No lo hago siempre? Adiós.

El coche desapareció. Dave permaneció en la cuneta, viéndola partir, mientras el viento arremolinaba su cabello largo, oscuro y sedoso. En el piso de arriba, un minuto después, telefoneó a Jeffers y ambos concertaron una cita con un psiquiatra de toda confianza. Eso es lo que hizo.

Estuvo inquieto en el trabajo durante toda la jornada. Todo parecía complicarse y no dejaba de pensar en Alice, cuyo rostro se mezclaba con todo lo que hacía. Se le habían pegado muchos de sus miedos. Ahora él también estaba casi convencido de que el bebé no era del todo normal.

Dictó cartas muy largas y poco inspiradas. Tenía que revisar unos envíos en el piso de abajo. Necesitaba hacer ciertas preguntas a los dependientes, y así todo. Al final de la jornada, lo único que quedaba era un profundo cansancio. La cabeza le latía con fuerza. Estaba deseando llegar a casa.

Mientras bajaba en el ascensor se preguntaba qué sucedería si le contaba a Alice lo que había pasado con el muñeco con el que había tropezado en las escaleras la pasada noche. ¡Dios, seguro que se hubiera puesto histérica! No, no podía contárselo. Y, después de todo, no era más que un pequeño accidente.

La luz del sol aún se demoraba en el cielo mientras volvía a casa en un taxi. Paró cerca de su casa de Brentwood y caminó sobre la acera de cemento, disfrutando de la luminosidad que teñía el cielo y los árboles. La blanca fachada colonial de la casa parecía anormalmente silenciosa y deshabitada, y luego, casi sin darse cuenta, recordó que era jueves y que los pocos criados que podía contratar de cuando en cuando tenían el día libre. También libraba la cocinera y tanto él como Alice tendrían que hacer la comida o ir a cenar a algún sitio.

Inspiró profundamente. Un pájaro cantó en alguna parte. El tráfico quedaba relegado a la gran avenida, una manzana más allá. Metió la llave en la cerradura de la puerta. El pomo giró entre sus dedos, bien aceitado y silencioso.

La puerta se abrió. Dave entró, puso el sombrero y el maletín en la silla, y empezaba a quitarse la chaqueta cuando se le ocurrió mirar hacia arriba.

Los últimos rayos del atardecer que entraban por la ventana alta lucían en la escalera. La luz del sol daba de lleno sobre una muñeca de trapo que estaba despatarrada en un ángulo extraño a los pies de la escalera.

Pero la muñeca no le importaba.

Tan sólo podía mirar a Alice, mirarla, y se sentía incapaz de moverse.

Alice, que estaba tirada en la misma posición grotesca, rota, extraña, en ese ángulo imposible. Yacía al pie de las escaleras, como una muñeca desvencijada que ya no quería jugar nunca más, nunca.

Alice estaba muerta.

Le sujetó la cabeza con las manos, le acarició los dedos. Abrazó su cuerpo. Pero ya no viviría. Ni tan siquiera podía intentarlo. Pronunció su nombre, en voz alta, muchas veces, e intentó, una y otra vez, apretándola contra su cuerpo, darle algo del calor que había perdido; pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.

Se levantó. Debió de haber llamado por teléfono. No lo recordaba. De repente se vio a sí mismo en el piso de arriba. Abrió el cuarto del bebé, caminó hasta la cuna y miró inexpresivamente en el interior. Le dolía el estómago. No dejaba de temblar.

Los ojos del bebé estaban cerrados, pero su carita estaba colorada, humedecida por el sudor, como si hubiese estado llorando muy fuerte durante largo rato.

—Está muerta —dijo Leiber al bebé—. Está muerta.


Capítulo 3. Mi hijo, Lucifer.

Luego empezó a reír, débil, suavemente, durante mucho tiempo, hasta que el doctor Jeffers vino caminando en medio de la noche y le abofeteó varias veces en las mejillas.

—¡Acaba con esto! ¡Serénate, hijo!

—Se ha caído por las escaleras, doctor. Se resbaló con la muñeca de trapo y cayó. Yo también estuve a punto de caer la pasada noche. Y ahora…

El doctor le sacudió.

—Doctor, doctor, doctor. Qué divertido —dijo Leiber distraído—. Al… al fin tenía un nombre para el niño.

El doctor no dijo nada.

Leiber puso la cabeza entre sus manos y pronunció las palabras.

—Voy a bautizarle el próximo domingo. ¿Sabes qué nombre voy a ponerle? Le voy… le voy a llamar… ¡Lucifer!

Eran las once de la noche. Un montón de gente extraña había venido y luego se había ido de la casa, llevándose con ellos la llama esencial… Alice.

David estaba sentado en la biblioteca con el doctor.

—Alice no estaba loca —dijo, lentamente—. Tenía buenas razones para temer al niño.

Jeffers suspiró.

—Ahora estás siguiendo sus mismas pautas de conducta. Ella culpaba al bebé a causa de su enfermedad, y ahora tú le maldices por la muerte de ella. Se resbaló con la muñeca, recuérdalo. No puedes echarle la culpa.

—¿A Lucifer quieres decir?

—¡Deja de llamarle Lucifer!

Leiber sacudió la cabeza.

—Alice escuchaba cosas por la noche. Cosas que se movían por los pasillos. Como si alguien nos espiara. ¿Quieres saber qué eran esos ruidos, doctor? Te lo diré. ¡Los hacía el bebé! ¡Sí, mi hijo! Mi hijo de cuatro meses, mientras se arrastraba de noche por los pasillos en tinieblas, escuchando lo que hablábamos. ¡Escuchando cada palabra!

Se agarró a los brazos de la silla.

—Y si encendía las luces, el bebé es un objeto muy pequeño, se podía ocultar fácilmente detrás de los muebles, de la puerta, contra la pared… fuera de la vista.

—¡Quiero que dejes de pensar así! —gritó Jeffers.

—Déjame decir lo que pienso o me volveré loco. Cuando estuve en Chicago, ¿quién hizo que Alice no pudiera dormir, agotándola, haciendo que cogiera la neumonía? ¡El bebé! Y al ver que Alice no moría intentó matarme a mí. Fue muy sencillo. Dejó la muñeca de trapo en medio de las escaleras, luego se puso a llorar hasta que su padre se levantó, cansada de su llanto, y decidió bajar a la cocina para preparar un poco de leche caliente, y entonces resbaló. Una burda trampa, pero muy efectiva. No pudo conmigo. ¡Pero mató a Alice!

David Leiber dejó de hablar un momento para encender un cigarrillo.

—Tendría que haber sido yo. Tendría que haber encendido las luces en medio de la noche, todas las luces, y habría descubierto al bebé, con los ojos muy abiertos. La mayoría de los niños duermen constantemente, todo el tiempo. Este no. Siempre estaba despierto… pensando.

—Los bebés no piensan —apuntó Jeffers.

—Pues entonces permanecía despierto haciendo lo que quiera que haga con su cerebro. ¿Qué diablos sabemos de las mentes de los recién nacidos? Él tenía muchas razones para odiar a Alice; ella sospechaba de él, sospechaba que no era un niño normal. Algo… diferente. ¿Qué sabes realmente de los bebés, doctor? Lo normal. Desde luego, sabes que muchos recién nacidos matan a sus madres en el parto. ¿Por qué? ¡Porque odian que les obliguen a salir a un mundo tan asqueroso como este!

Leiber se inclinó hacia el doctor, muy serio.

—Todo encaja. Supón que algunos recién nacidos, de entre todos los millones que hay, tienen la facultad de moverse nada más venir al mundo, que pueden ver, oír, pensar, de la misma manera que muchos animales e insectos pueden. Muchos insectos son autosuficientes desde el primer momento. La mayoría de los mamíferos y aves también lo son a los pocos días. Las crías de los hombres tardan años en hablar y apenas pueden sostenerse en pie hasta pasado un tiempo.

»Pero uno entre millones y millones… ¿Extraño? Completamente despierto y capaz de pensar, de manera instintiva. ¿No sería la coartada perfecta para ocultar cualquier cosa que el bebé quisiera hacer? Intentaría no llamar la atención, ser un niño normal, llorón, ignorante. Con muy poco esfuerzo podría arrastrarse por los pasillos oscuros de una casa, escuchando. Y le resultaría muy fácil colocar obstáculos en las escaleras. Le resultaría muy fácil ponerse a llorar toda la noche para que su madre enfermara de neumonía. ¡Le resultaría muy fácil, justo antes de salir al mundo, llevar a cabo una serie de maniobras para provocar una peritonitis en su progenitora!

—¡Por todos los Santos! —el doctor Jeffers se había puesto en pie—. ¡Lo que dices es repugnante!

—Sí es repugnante, sí. ¿Cuántas madres han muerto al dar a luz? ¿Cuántas han sucumbido ante pequeños accidentes? Pequeñas criaturas rosadas cuyos cerebros se rigen por una oscuridad escarlata. No podemos ni imaginarlo. Cerebros elementales y diminutos, alimentados por la memoria racial, llenos de odio y crueldad, sin otro pensamiento que la autoconservación. Y la autoconservación, en este caso, consiste en la eliminación de la madre que sabe la clase de horror que ha traído al mundo. Y yo te pregunto, ¿qué otra criatura hay en el mundo más egoísta que un recién nacido? ¡Ninguna! ¡Nadie es tan egocéntrico, asocial y egoísta, nadie!

Jeffers frunció el ceño y sacudió la cabeza, impotente.

Leiber apagó el cigarrillo.

—No digo que el bebé tenga un poder sobrehumano. Simplemente el suficiente para arrastrarse un poco. Para escuchar todo el tiempo. Para llorar a altas horas de la noche. Con eso es suficiente, más que suficiente.

Jefters intentó ridiculizarle.

—Pues entonces di que se ha cometido un asesinato. Todo asesinato tiene una motivación. Dime qué motivación puede tener un bebé.

Leiber estaba preparado para responder.

—¿Existe alguna criatura más dichosa, feliz, cómoda, bien alimentada, descansada, segura que un bebé en el vientre de su madre? Ninguna. Flota entre líquidos oscuros y soñolientos, intemporales, cálidos y silenciosos. Todo es como un sueño. Y entonces, bruscamente, se le obliga a nacer, se ve forzado a salir, siendo expulsado a un mundo ruidoso, indiferente, egoísta, frenético y despiadado donde se le obliga a moverse por sí mismo, a tener que cazar para alimentarse, a buscar un amor desaparecido que antes era incuestionable, a encontrar confusión en vez de la antigua paz interior. ¡Y al recién nacido le molesta! Lo odia con todas las fibras de su cuerpo diminuto y blando. Le molesta el aire frío, los grandes espacios, la súbita desaparición de todas las antiguas cosas familiares. Y en los nimios filamentos de su cerebro lo único que el recién nacido siente es egoísmo y odio porque el encantamiento se ha hecho añicos de repente. ¿Y quién es la responsable de que este hechizo se haya hecho pedazos bruscamente? La madre, por supuesto. Y el bebé ya tiene a alguien a quien odiar, y odia con todos y cada uno de los tejidos de su cerebro. La madre le ha expulsado, le ha rechazado. Y el padre tampoco es mejor. Mátale de igual modo. Él también es responsable.

Jeffers le interrumpió.

—Si lo que dices es cierto, entonces todas las mujeres del mundo temerían a sus hijos recién nacidos, los rechazarían, los odiarían.

—¿Y qué más da? ¿Acaso el bebé no dispone de la coartada perfecta? Dispone de la ciencia médica, que le protege. Se mire por donde se mire, es una criatura indefensa, sin responsabilidades. Pero el bebé nace odiando. Y las cosas suelen ir a peor con el tiempo. Al principio el niño recibe muchas atenciones y cuidados maternos. Pero, según va pasando el tiempo, las cosas cambian. Al principio tiene mucho poder. Poder para que sus padres le hagan carantoñas y tonterías, para que salten de gozo cuando él hace cualquier ruidito. Según va pasando el primer año, el niño siente que incluso ese poder ya no sirve, que desaparece para no volver jamás. ¿Por qué no sujetar ese poder que tiene? ¿Por qué no intentar mantener su posición mientras aún dispone de todas las ventajas? Cuantos más años pasen más difícil será expresar su odio. Ahora es el momento adecuado para golpear. Y después, este niño, secretamente consciente, irá ganando conocimientos día a día, aprenderá cosas nuevas… sobre el dinero, la posición, la seguridad. El niño se dará cuenta de que el dinero puede proveerle de todas las cosas confortables, cálidas y seguras. Y entonces, claro está, haría cualquier cosa para destruir al padre, cuyo seguro de vida de veinte mil dólares está puesto al nombre de la madre y el hijo. Aunque admito que el bebé todavía no es lo suficientemente mayor como para pensar en eso. El dinero aún no lo motiva. Pero sí el odio. El tema del dinero llegará más tarde, no ahora. Pero será a causa del mismo deseo, el deseo de volver a esa calidez, soledad y comodidad perdidas.

La voz de Leiber era muy baja y suave.

—Mi pequeño bebé, recostado en su cunita por las noches con el rostro humedecido, colorado, y la respiración entrecortada. ¿Por el llanto? No. Por haber gateado trabajosamente fuera de la cuna, por arrastrarse largo rato entre los pasillos oscuros. Mi bebecito. Quiero matarlo.

El doctor le dio un vaso de agua y varias pastillas.

—No vas a matar a nadie. Vas a dormir durante veinticuatro horas. El sueño hará que cambie tu forma de pensar. Tómate esto.

Leiber se tragó las píldoras y dejó que le llevaran a la cama, llorando mientras sentía cómo le acostaban.

El doctor le dio las buenas noches y abandonó la casa.

Leiber, solo, se vio empujado al sueño.

Escuchó un ruido.

—¿Qué… qué ha sido eso? —dijo, apenas sin energía.

Algo se movía en el pasillo.

David Leiber se durmió.

A la mañana siguiente, el doctor Leiber fue en coche hasta la casa de Leiber. Era una mañana deliciosa, y se había acercado para decirle a David que se tomara unos días en el campo para descansar. Leiber debería estar aún durmiendo en el piso de arriba. Jeffers le había suministrado los suficientes sedantes como para hacer que permaneciese inconsciente al menos quince horas.

Llamó al timbre. No obtuvo respuesta. Los criados aún no habían vuelto pues era demasiado pronto. Jeffers fue a la puerta trasera y la encontró abierta. Entró. Dejó su maletín médico en la silla más cercana.

Algo blanquecino se desplazó fuera de su vista en la parte superior de las escaleras. Una especie de movimiento. Jeffers apenas pudo percibirlo.

La casa olía a gas.

Jeffers corrió escaleras arriba y se precipitó en el dormitorio de Leiber. Leiber yacía en la cama, sin moverse, y la habitación apestaba a gas, al gas que siseaba saliendo de una de las tuberías que había junto a la puerta. Jeffers cerró la llave, abrió todas las ventanas y corrió de vuelta a la cama.

El cuerpo estaba frío. Había muerto hacía unas horas.

Tosiendo violentamente y con los ojos lagrimosos, salió de la habitación. Leiber no podía haber abierto la llave del gas por sí mismo. No podía. Los sedantes le habían hecho efecto, no tenía que haberse despertado hasta el mediodía. No se trataba de un suicidio. Pero ¿había otra posibilidad?

Jeffers permaneció en el pasillo durante unos minutos. Luego se acercó a la puerta del dormitorio del bebé. Estaba cerrada. La abrió. Se acercó a la cuna.

Estaba vacía.

Se quedó mirando el capazo durante casi medio minuto, luego se puso a hablar, sin dirigirse a nadie en particular.

—La puerta del cuarto se cerró sola. No pudiste volver a la cuna, donde estarías a salvo. No habías planeado que la puerta se cerrase sola. Algo tan simple como una puerta puede arruinar el mejor de los planes. Te encontraré en algún lugar de la casa, escondido, pretendiendo hacer algo que realmente no es cierto.

El doctor parecía aturdido. Se pasó la mano por el rostro, sonrió.

—Estoy hablando como David y Alice. Pero no puedo correr riesgos. No estoy seguro de nada, pero no puedo correr riesgos.

Bajó las escaleras, abrió su maletín médico sobre la silla, cogió algo del interior y lo sujetó con la mano.

Algo se arrastraba por el pasillo. Algo muy pequeño y silencioso. Jeffers se volvió rápidamente.

—Tuve que operar para traerte a este mundo. Ahora supongo que también tendré que operar para sacarte de él…

Subió media docena de escalones en dirección al pasillo superior, con decisión y seguridad. Levantó su mano a la luz del sol.

—¡Mira, chiquitín, mira! ¡Una cosita brillante… una cosita bonita!

Un escalpelo.

Carnaval negro, 1947.

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