Estaba firmando ejemplares de mi
última novela en unos grandes almacenes, cuando llegó una señora
con un niño en la mano derecha y mi libro en la izquierda. Me pidió
que se lo dedicara mientras el niño lloraba a voz en grito.
-¿Qué
le pasa? -pregunté.
-Nada,
que quería que le comprara el libro de Drácula y le he dicho que es
pequeño para leer esas cosas.
El
niño cesó de llorar unos segundos para gritar al universo que no
era pequeño y que le gustaba Drácula. Tendría seis o siete años,
calculo yo, y al abrir la boca dejaba ver unos colmillos
inquietantes, aunque todavía eran los de leche. Yo estaba un poco
confuso. Pensé que a un niño que defendía su derecho a leer con
tal ímpetu no se le podría negar un libro, aunque fuera de Drácula.
De modo que insinué tímidamente a la madre que se lo comprara.
-Su
hijo tiene una vocación lectora impresionante. Conviene cultivarla.
-Mi
hijo lo que tiene es un ramalazo psicópata que, como no se lo
quitemos a tiempo, puede ser un desastre.
Me
irritó que confundiera a Drácula con un psicópata y me dije que
hasta ahí habíamos llegado.
-Pues
si usted no le compra el libro de Drácula al niño, yo no le firmo
mi novela -afirmé.
-¿Cómo
que no me firma su novela? Ahora mismo voy a buscar al encargado.
Al
poco rato volvió la señora con el encargado, que me rogó que
firmara el libro, pues para eso estaba allí, para firmar libros,
dijo. El niño había dejado de llorar y nos miraba a su madre y a mí
sin saber por quién tomar partido. La gente, al oler la sangre, se
había arremolinado junto a la mesa. No quería escándalos, de modo
que cogí la novela y puse: “A la idiota de Asunción (así se
llamaba), con el afecto de Drácula.” La mujer leyó la
dedicatoria, arrancó la página, la tiró al suelo y se fue. Cuando
salían, el pequeño volvió la cabeza y me guiñó un ojo de un modo
extremadamente raro. Llevo varios días soñando con él. Quizá
llevaba razón su madre.
Articuentos escogidos, 2012.
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