martes, 19 de enero de 2021

Cruchette. Marcel Schwob.

A W. G. C. Byvanck


-¿Tienes todavía un poco de agua en el escondite, compañero?... Me muero... -dijo Pata-floja.
-Ni una gota -respondió Silo-; pero Cruchette vendrá pronto.
El sol ensangretaba los ojos hasta el punto de que los guijarros parecían rojos. El brezal estaba seco, las campanillas azules se vencían sobre el musgo quemado. Había un bosquecillo de matas de roble, al final de la landa, donde el grito de los pájaros sonaba fresco. Sentados entre las pilas de piedras, Silo y Pata-floja, agotados por el calor, golpeaban sin fuerza las piedras con sus mazas de plomo.
-Beno, si hubieras sido el Alegre, Patita -dijo Silo-, habrías reventado en el camino o en el fondo de un hoyo. Adelante, el pelotón va a replegarse; pobre hombrecito, tienes los brazos de leche. Mira, voy a partir tu condenada piedra. Cuidado, que golpeo en el montón.
-Me siento mal -dijo Pata-floja, levantando apenas su pálida cabeza.
-Venga, soldado -continuó Silo-, ¿quién se va a morir en los campos de piedras? Ahí está Cruchette; no hay desertores, todo está limpio como el oro; por fin vamos a beber.
Detrás de los montones de guijarros apareció la cara tímida de una muchacha morena; espió los alrededores, se secó las mejillas y llevó un cántaro a la sombra del montón donde trabajaban Silo y Pata-floja.
-Cruchette, Cruchette -dijo Silo-, mi compañero está enfermo. Dale un trago de agua fresca; es un buen muchacho, está triste. Voy a dejarlos; si viene el sargento, escapad por la cuneta; yo voy a arreglar el mango de mi mazo.
Cruchette se deslizó tímidamente hasta las piedras. Con el blusón levantado sobre el cántaro, Pata-floja bebió largo rato; luego miró los ojos de la chica. "¿Esto es todo?", dijo.
-Como quieras -respondió Cruchette.
No los vigilaban mucho. Los guardias pasaban cada hora, sabiendo que los hombres castigados con prisión prefieren picar piedras al pelotón de castigo. Desde el pase de lista de la mañana a la lista de la tarde, con el gorro calado hasta los ojos, manejaban la maza de plomo y volvían a la prisión por la noche. Silo, que había servido en África, conocía las compañías en las que se sufre bajo la amenaza del revólver. Tenía la cara huesuda y curtida, largos miembros y ojos feroces. No se sabe de dónde venía Pata-floja. Es débil, perezoso y cobarde. Pero tenía la sonrisa tierna, los ojos llenos de encanto y un andar muy indolente.
Silo y Pata-floja llegaron a ser como dos hermanos. El viejo, que había sudado en los pozos en el país del sol, demostraba una gran solicitud con el joven. Por lo general, doblaba su trabajo picando las piedras de Pata-floja. Y cuando aquella a la que habían llamado Cruchette aparecía, hacia mediodía, Silo la llevaba hacia "el hermanito que no tenía redaños".
-Ahí llega Cruchette -decía, y, escupiendo de lado-: "Pequeño, aquí tienes que beber, olvida tu pena".
¿Y de dónde venía Cruchette? Como una mariposa que vuela alrededor de una vela, la chica del cántaro vagaba entre los prisioneros. Les tendía la vasija y la boca; apenas hablaba, y lloraba con los más jóvenes. Muchas veces, tenía retamas en el pelo, las manos con tierra, los senos perfumados de heno. Si se notaba rojas las mejillas, las apoyaba en el vientre oscuro de su cántaro para empalidecerlas. Parecía amar su tierra y las pedregosas landas.
-Cruchette -le dijo Pata-floja, echado en la cuneta, con una mano detrás de la cabeza-, esto no es vida. Todavía me quedan cuarenta días. ¿Quieres que nos vayamos?
Cruchette lo miró con los ojos muy abiertos.
-Sí -continuó Pata-floja-, ya lo he hablado con Silo. El mar no está lejos y él lo conoce. Hay por allí una cala. Soltaremos una canoa. Nos iremos a Inglaterra. En los muelles de allí encontraremos trabajo. Aprenderé el oficio. Eso nos llevará a la India, donde los hombres son de color cobre. Si tenemos suerte, iremos a sus montañas, que están llenas de oro, y haremos lo que queramos.
Cruchette movió la cabeza. Dos gotitas transparentes rodaron por sus mejillas. Pata-floja le acarició el pelo. "Déjame llorar -dijo ella-, me sentará bien. ¿Cómo quieres que vaya? Mis pies están descalzos. Me echarán de todos los barcos. No sé lo que es la India; aquí amo mis flores amarillas y mis hombres que trabajan en las piedras, y les doy de beber. Pero tú no te irás, ¿verdad, amiguito?".
Pata-floja se encogió de hombros.
Pasaba la hora del calor. Silo silbó ligeramente para advertir que llegaba el sargento. Los dos, en cuclillas, levantaron la maza y la descargaron con un estruendo de piedras. Luego las sombras se alargaron. Se oyeron voces. A un aorden, unos hombres con blusones se levantaron y fueron en fila a depositar a los pies del jefe de escuadra sus martillos de plomo. Luego se formó la columna de a cuatro para regresar al cuartel. No pasaron lista antes de meter a los soldados en la prisión, donde las escudillas llenas estaban colocadas en los tabiques. Pero por la noche, cuando el comandatnte de puesto, linterna en mano, contó sus prisioneros en la sala embaldosada, le faltaban dos hombres: Pata-floja y Silo.
Habían enrollado sus blusones y sus gorros debajo de las piedras. Sin nada en la cabeza, la camisa abierta, seguían la linde del camino hacia el mar. Soplaba la brisa nocturna. Pata-floja caminaba más despacio.
-Vamos -dijo Silo-; ya has dejado atrás las penalidades, amigo; tienes plumas en las patas, como las lechuzas que vuelan de noche.
El aire era salado. Ya no dijeron nada, mientras sus borceguíes hacían crujir la tierra seca. Los setos blancos de bruma ennegrecían tras ellos. En el horizonte, unos oscuros molinos de viento hacían girar sus aspas, todavía algo enrojecidas por el sol.
-¿Y Cruchette? -dijo de pronto Silo-. Bueno.. en la India encontraremos Cruchettes de ojos dulces. Pero ahora, amigo, ya no sufres penalidades, y habrá que compartirlas.
Pata-floja no respondió; tal vez estaba cansado. La landa descendía, gris, hacia el mar, se oía romper las olas. Por el camino de ronda, Silo llevó a su camarada a la pequeña cala donde una barca, con los remos recogidos, estaba acostada en la arena. Cuando se acercaban, del interior de la barca surgió una voz femenina:
-Me voy con vosotros -dijo riendo entre lágrimas.
-Cruchette -dijo Pata-floja-, ¡viene con nosotros! ¡Cruchette ha venido!
-Para mí, muchacho -respondió Silo con una voz profunda.
-Para mí, viejo -gritó Pata-floja.
-Cuidado, que ya no estamos en las piedras.
-Uno hace lo que quiere; y ya no te necesito.
-Cruchette -dijo Silo.
-Cruchette -dijo Pata-floja.
Y ella corrió a interponerse entre los dos; porque, frente a frente, cerca de la barca y de las olas que temblaban, a la luza de la luna que salía, habían sacado sus navajas.

El rey de la máscara de oro, 1892.
 

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