A W. G. C. Byvanck
-¿Tienes todavía
un poco de agua en el escondite, compañero?... Me muero... -dijo
Pata-floja.
-Ni una gota
-respondió Silo-; pero Cruchette vendrá pronto.
El sol ensangretaba
los ojos hasta el punto de que los guijarros parecían rojos. El
brezal estaba seco, las campanillas azules se vencían sobre el musgo
quemado. Había un bosquecillo de matas de roble, al final de la
landa, donde el grito de los pájaros sonaba fresco. Sentados entre
las pilas de piedras, Silo y Pata-floja, agotados por el calor,
golpeaban sin fuerza las piedras con sus mazas de plomo.
-Beno, si hubieras
sido el Alegre, Patita -dijo Silo-, habrías reventado en el camino o
en el fondo de un hoyo. Adelante, el pelotón va a replegarse; pobre
hombrecito, tienes los brazos de leche. Mira, voy a partir tu
condenada piedra. Cuidado, que golpeo en el montón.
-Me siento mal -dijo
Pata-floja, levantando apenas su pálida cabeza.
-Venga, soldado
-continuó Silo-, ¿quién se va a morir en los campos de piedras?
Ahí está Cruchette; no hay desertores, todo está limpio como el
oro; por fin vamos a beber.
Detrás de los
montones de guijarros apareció la cara tímida de una muchacha
morena; espió los alrededores, se secó las mejillas y llevó un
cántaro a la sombra del montón donde trabajaban Silo y Pata-floja.
-Cruchette,
Cruchette -dijo Silo-, mi compañero está enfermo. Dale un trago de
agua fresca; es un buen muchacho, está triste. Voy a dejarlos; si
viene el sargento, escapad por la cuneta; yo voy a arreglar el mango
de mi mazo.
Cruchette se deslizó
tímidamente hasta las piedras. Con el blusón levantado sobre el
cántaro, Pata-floja bebió largo rato; luego miró los ojos de la
chica. "¿Esto es todo?", dijo.
-Como quieras
-respondió Cruchette.
No los vigilaban
mucho. Los guardias pasaban cada hora, sabiendo que los hombres
castigados con prisión prefieren picar piedras al pelotón de
castigo. Desde el pase de lista de la mañana a la lista de la tarde,
con el gorro calado hasta los ojos, manejaban la maza de plomo y
volvían a la prisión por la noche. Silo, que había servido en
África, conocía las compañías en las que se sufre bajo la amenaza
del revólver. Tenía la cara huesuda y curtida, largos miembros y
ojos feroces. No se sabe de dónde venía Pata-floja. Es débil,
perezoso y cobarde. Pero tenía la sonrisa tierna, los ojos llenos de
encanto y un andar muy indolente.
Silo y Pata-floja
llegaron a ser como dos hermanos. El viejo, que había sudado en los
pozos en el país del sol, demostraba una gran solicitud con el
joven. Por lo general, doblaba su trabajo picando las piedras de
Pata-floja. Y cuando aquella a la que habían llamado Cruchette
aparecía, hacia mediodía, Silo la llevaba hacia "el hermanito
que no tenía redaños".
-Ahí llega
Cruchette -decía, y, escupiendo de lado-: "Pequeño, aquí
tienes que beber, olvida tu pena".
¿Y de dónde venía
Cruchette? Como una mariposa que vuela alrededor de una vela, la
chica del cántaro vagaba entre los prisioneros. Les tendía la
vasija y la boca; apenas hablaba, y lloraba con los más jóvenes.
Muchas veces, tenía retamas en el pelo, las manos con tierra, los
senos perfumados de heno. Si se notaba rojas las mejillas, las
apoyaba en el vientre oscuro de su cántaro para empalidecerlas.
Parecía amar su tierra y las pedregosas landas.
-Cruchette -le dijo
Pata-floja, echado en la cuneta, con una mano detrás de la cabeza-,
esto no es vida. Todavía me quedan cuarenta días. ¿Quieres que nos
vayamos?
Cruchette lo miró
con los ojos muy abiertos.
-Sí -continuó
Pata-floja-, ya lo he hablado con Silo. El mar no está lejos y él
lo conoce. Hay por allí una cala. Soltaremos una canoa. Nos iremos a
Inglaterra. En los muelles de allí encontraremos trabajo. Aprenderé
el oficio. Eso nos llevará a la India, donde los hombres son de
color cobre. Si tenemos suerte, iremos a sus montañas, que están
llenas de oro, y haremos lo que queramos.
Cruchette movió la
cabeza. Dos gotitas transparentes rodaron por sus mejillas.
Pata-floja le acarició el pelo. "Déjame llorar -dijo ella-, me
sentará bien. ¿Cómo quieres que vaya? Mis pies están descalzos.
Me echarán de todos los barcos. No sé lo que es la India; aquí amo
mis flores amarillas y mis hombres que trabajan en las piedras, y les
doy de beber. Pero tú no te irás, ¿verdad, amiguito?".
Pata-floja se
encogió de hombros.
Pasaba la hora del
calor. Silo silbó ligeramente para advertir que llegaba el sargento.
Los dos, en cuclillas, levantaron la maza y la descargaron con un
estruendo de piedras. Luego las sombras se alargaron. Se oyeron
voces. A un aorden, unos hombres con blusones se levantaron y fueron
en fila a depositar a los pies del jefe de escuadra sus martillos de
plomo. Luego se formó la columna de a cuatro para regresar al
cuartel. No pasaron lista antes de meter a los soldados en la
prisión, donde las escudillas llenas estaban colocadas en los
tabiques. Pero por la noche, cuando el comandatnte de puesto,
linterna en mano, contó sus prisioneros en la sala embaldosada, le
faltaban dos hombres: Pata-floja y Silo.
Habían enrollado
sus blusones y sus gorros debajo de las piedras. Sin nada en la
cabeza, la camisa abierta, seguían la linde del camino hacia el mar.
Soplaba la brisa nocturna. Pata-floja caminaba más despacio.
-Vamos -dijo Silo-;
ya has dejado atrás las penalidades, amigo; tienes plumas en las
patas, como las lechuzas que vuelan de noche.
El aire era salado.
Ya no dijeron nada, mientras sus borceguíes hacían crujir la tierra
seca. Los setos blancos de bruma ennegrecían tras ellos. En el
horizonte, unos oscuros molinos de viento hacían girar sus aspas,
todavía algo enrojecidas por el sol.
-¿Y Cruchette?
-dijo de pronto Silo-. Bueno.. en la India encontraremos Cruchettes
de ojos dulces. Pero ahora, amigo, ya no sufres penalidades, y habrá
que compartirlas.
Pata-floja no
respondió; tal vez estaba cansado. La landa descendía, gris, hacia
el mar, se oía romper las olas. Por el camino de ronda, Silo llevó
a su camarada a la pequeña cala donde una barca, con los remos
recogidos, estaba acostada en la arena. Cuando se acercaban, del
interior de la barca surgió una voz femenina:
-Me voy con vosotros
-dijo riendo entre lágrimas.
-Cruchette -dijo
Pata-floja-, ¡viene con nosotros! ¡Cruchette ha venido!
-Para mí, muchacho
-respondió Silo con una voz profunda.
-Para mí, viejo
-gritó Pata-floja.
-Cuidado, que ya no
estamos en las piedras.
-Uno hace lo que
quiere; y ya no te necesito.
-Cruchette -dijo
Silo.
-Cruchette -dijo
Pata-floja.
Y ella corrió a
interponerse entre los dos; porque, frente a frente, cerca de la
barca y de las olas que temblaban, a la luza de la luna que salía,
habían sacado sus navajas.
El rey de la máscara de oro, 1892.
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