A.—Distraídos en razonar la
inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la
lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una
dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio
Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la
muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que
ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con
la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino
despachaba infinitamente La Cumparsita, esa pamplina
consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que
es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para
discutir sin estorbo.
Z
(burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A
(ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche
nos suicidamos.
El hacedor, 1960
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