Flota en la oscuridad. Una carcasa silenciosa de pálidos
destellos metálicos se sostiene en el aire mediante hilos de
antigravedad. Debajo, el planeta, rodeado de noche, le da la espalda
a la luna. En la superficie, barrida por la oscuridad, un animal
levanta los ojos, que brillan de terror, y observa el globo
fosforescente suspendido sobre él. Se crispa. Huye. La tierra dura
resuena bajo sus patas. De nuevo, el silencio solitario sembrado de
viento. Horas. Horas negras que se vuelven grises y después
rosáceas. La luz del sol baña el globo metálico, que centellea con
luz sobrenatural.
Era como meter la
mano en un horno.
—Dios mío, cómo
quema. —Con una mueca, apartó la mano y volvió a ponerla con
delicadeza en el volante sudado.
—Imaginaciones
tuyas.
Marian estaba
arrellanada en el asiento caliente cubierto de plástico. Hacía
kilómetro y medio que había sacado por la ventanilla los pies
calzados con sandalias. Tenía los ojos cerrados, los labios resecos
y el aliento corto y acelerado. El viento abrasador le daba en el
rostro y le alborotaba el pelo rubio y corto.
—No hace calor
—añadió. Se removió incómoda en el asiento y se tiró del
estrecho cinturón de los pantalones cortos—. Estamos más frescos
que una lechuga.
—¡Ja! —gruñó
Les. Se inclinó un poco hacia delante y apretó los dientes al
sentir que la camiseta empapada se le pegaba a la espalda—. ¡Vaya
mes para viajar!
Habían salido de
Los Ángeles tres días atrás con destino a Nueva York, para visitar
a la familia de Marian. El tiempo había sido tórrido desde el
principio; tres días de sol abrasador que los habían dejado
exhaustos.
El ritmo que
intentaban llevar no hacía sino empeorar las cosas. Sobre el papel,
seiscientos cincuenta kilómetros al día no parecían muchos, pero
en la práctica resultaban excesivos. Tenían que conducir por atajos
sin asfaltar donde levantaban sofocantes remolinos de polvo o por
tramos de autopista en obras y llenos de baches. No pasaban de
cincuenta por hora por miedo a que se rompiera un eje o les salieran
los sesos volando.
Lo peor eran las
cuestas de más de treinta kilómetros, porque el agua del radiador
hervía cada media hora y tenían que parar un buen rato para echar
agua fresca en el depósito hasta que el motor se enfriara, mientras
se cocían dentro de aquel horno.
—Ya estoy hecho de
este lado —dijo Les, sin aliento—. Venga, dame la vuelta.
—¡Ja! Tú también
eres muy gracioso —rezongó Marian por lo bajo.
—¿Queda agua?
Marian bajó la mano
izquierda y tiró de la pesada tapa de la nevera portátil. Tanteó
el interior fresco, sacó el termo y lo agitó.
—Está vacío.
—Igual que mi
cabeza —dijo él, fastidiado—. ¿Por qué dejé que me
convencieras para ir en coche hasta Nueva York en pleno agosto?
—Bueno, bueno
—repuso Marian, aunque sus zalamerías empezaban a perder fuerza—,
no te calientes.
—¡Maldita sea!
—exclamó, irritado—. ¿Cuándo va a volver este maldito atajo a
la maldita autopista?
—Maldita, maldito,
maldita —murmuró ella, divertida.
Les no dijo nada.
Agarró el volante con más fuerza. Autopista 66, ruta alternativa.
Hacía horas que se habían desviado por ahí porque un tramo de la
autopista principal estaba en obras. Les ni siquiera sabía si
seguían circulando por esa ruta. Habían pasado por cinco cruces en
las últimas dos horas. Urgido por las ganas de salir del desierto,
había estado más pendiente de pisar el acelerador que de atender a
las señales.
—Mira, cariño,
ahí hay una gasolinera —dijo Marian—. A ver si tienen agua.
—Y gasolina
—añadió él, tras echar un vistazo al indicador de combustible—,
y a ver si nos indican cómo volver a la autopista.
—A la maldita
autopista —lo corrigió ella.
Una sonrisa débil
le asomó a las comisuras de los labios mientras salía de la
carretera. Detuvo el Ford junto a dos surtidores de gasolina con la
pintura desconchada que había frente a una casucha desmoronadiza.
—Un lugar en auge
—comentó en tono inexpresivo—. Una inversión de futuro.
—Para gente
emprendedora.
Marian volvió a
cerrar los ojos y tragó una bocanada de aire.
Nadie salió de la
casa.
—Por favor, no me
digas que está abandonada —dijo Les, disgustado, mirando a su
alrededor.
Marian bajó las
largas piernas y abrió los ojos.
—¿No hay nadie?
—Eso parece.
Les abrió la puerta
del coche y se apeó. Al erguirse, el cuerpo le protestó y casi se
le doblaron las rodillas. Parecía que le hubieran echado en la
cabeza una montaña de calor.
—¡Dios! —exclamó,
parpadeando para disipar las olas negras que le lamían los tobillos.
—¿Qué pasa?
—El calor. —Pasó
entre los dos surtidores de boca oxidada, El suelo ardiente y
agrietado crujió bajo sus pies cuando se encaminó a la puerta de la
casucha—. Y no llevamos ni un tercio del camino… —murmuró para
sí, desalentado.
Oyó cerrarse la
puerta de Marian y el chancleteo de sus sandalias.
La penumbra le
ofreció la ilusión de frescura apenas un segundo. De inmediato, el
aire bochornoso y húmedo de la casucha lo aplastó, y siseó
disgustado.
No había nadie.
Recorrió el pequeño local con la mirada: la mesa coja con la
superficie arañada, la silla sin respaldo, la máquina de refrescos
llena de telarañas, la lista de precios y los calendarios en la
pared, la raída persiana bajada hasta el alféizar del ventanuco y
los punzantes rayos de luz que entraban por los desgarrones.
El suelo de madera
crujió cuando regresó para salir bajo el sol achicharrante.
—¿Nadie? —le
preguntó Marian, y él negó con la cabeza. Se miraron un momento,
desconcertados. Ella se pasó por la frente un pañuelo mojado—.
Bueno, pues sigamos —dijo en tono irónico.
Entonces oyeron un
vehículo que se acercaba traqueteando por la pista que se adentraba
en el desierto desde la carretera. Fueron hasta un lado de la casa y
vieron un camión grúa de fabricación casera que se acercaba
ruidosamente a la gasolinera. A lo lejos, siguiendo la pista, se
distinguía la silueta baja de la casa de la que procedía.
—Al rescate —dijo
Marian—. Espero que tenga agua.
El camión se paró
con un quejido junto a la casucha. Al volante iba un hombre muy
bronceado, de unos treinta años y aspecto rudo, con camiseta y un
mono azul desteñido y remendado. El pelo lacio le caía por debajo
del ala de un sombrero vaquero manchado de grasa.
Lo que esbozó
cuando salió del camión no fue precisamente una sonrisa, sino más
bien una contracción refleja de la boca fina y arisca. Se acercó a
ellos a zancadas espasmódicas mientras los estudiaba a ambos con sus
ojos oscuros.
—¿Quieren
gasolina? —le preguntó a Les con voz dura y profunda.
—Sí por favor.
El tipo miró un
instante a Les como si no lo hubiese entendido. Luego gruñó y se
acercó al Ford, al tiempo que se metía la mano en el bolsillo
trasero del mono para sacar la llave del surtidor. Al pasar junto al
parachoques delantero del coche, echó un vistazo a la matrícula.
Luego se quedó embobado mirando la tapa del depósito mientras
trataba en vano de desenroscarla con sus manos callosas.
—Está cerrada
—dijo Les, y se acercó a toda prisa con las llaves.
El hombre las cogió
sin decir palabra, abrió la tapa y la dejó encima del maletero.
—¿Quiere etanol?
—Había levantado la mirada, pero la sombra del ala ancha del
sombrero le ocultaba los ojos.
—Sí, por favor
—contestó Les.
—¿Cuánto?
—Lleno.
El capó quemaba.
Reprimiendo un grito, Les apartó los dedos. Sacó un pañuelo, se lo
enrolló en la mano y levantó el capó. Cuando desenroscó el tapón
del radiador, salieron burbujas de agua hirviendo que salpicaron el
suelo agrietado y se convirtieron en vapor.
—Genial —murmuró
para sí.
El agua de la
manguera estaba casi igual de caliente. Marian se acercó y puso un
dedo bajo el fino chorro con el que Les llenaba el radiador.
—¡Uf, vaya!
—dijo, decepcionada, y miró al tipo del mono—. ¿Tiene agua
fresca? —le preguntó.
El individuo no
levantó la cabeza y mantuvo la boca apretada en una delgada
medialuna curvada hacia abajo. Marian volvió a preguntárselo, en
balde.
—El típico hombre
de Arizona, de temperamento sanguíneo… —le susurró a Les y se
acercó más al tipo—. Perdone.
El hombre levantó
la cabeza de golpe, sobresaltado, echando fuego por los ojos.
—¿Sí, señora?
—respondió rápidamente.
—¿Sería posible
conseguir agua fresca para beber?
La garganta curtida
del hombre se movió al tragar saliva.
—Aquí no, señora,
pero… —Se le quebró la voz y la miró con ojos vacuos—. Son…
Son de California, ¿no?
—Sí.
—¿Van… lejos?
—A Nueva York
—respondió ella, impaciente—. ¿Qué me decía del…?
—Nueva York
—repitió el hombre, y juntó las cejas—. Eso está lejos.
—¿Qué me dice
del agua? —le preguntó Marian.
—Bueno, aquí no
tengo. —Torció los labios en un amago de sonrisa—. Pero si
quieren acercarse a casa en el coche, mi esposa les dará.
—Ah. —Marian se
encogió de hombros—. De acuerdo.
—Mientras tanto
pueden ver mi zoo —les propuso, y enseguida se agachó junto al
parachoques para oír si el depósito estaba llenándose.
—Tenemos que ir a
su casa si queremos agua —le dijo Marian a Les, que estaba
desenroscando una tapa de la batería.
—Ah, vale.
El hombre apagó el
surtidor y cerró la tapa del depósito.
—Nueva York, ¿eh?
—repitió, mirándolos.
Marian sonrió por
cortesía y asintió.
En cuanto Les cerró
el capó, se metieron en el coche y siguieron al camión hasta la
casa.
—Tiene un zoo
—dijo Marian en tono anodino.
—Qué bien
—respondió Les. Soltó el embrague y bajó por la ladera del
montículo encima del cual estaba la gasolinera.
—Me ponen enferma
—dijo Marian.
Habían visto
montones de zoos desde que habían salido de Los Ángeles. Solían
estar en las estaciones de servicio, pensados para atraer a más
clientes. Eran, invariablemente, una colección lamentable de
cubículos inhóspitos en los que se acurrucaban zorros esqueléticos
de ojos vidriosos y enfermizos, serpientes de cascabel enroscadas en
su letargo y quizá algún águila desplumada de mirada sombría,
encogida en el rincón oscuro de una jaula. En el centro del supuesto
zoo solía haber un lobo o un coyote encadenado, una criatura
desaliñada y aterrada de patas finas como tallos que caminaba sin
cesar en círculos del mismo radio que la longitud de su cadena y que
nunca miraba a las personas, sino hacia delante, con los ojos fijos
inyectados en sangre.
—Los detesto
—añadió Marian con acritud.
—Ya lo sé,
preciosa.
—Si no
necesitáramos agua, no iría a esa maldita casa vieja.
—Vale, chata
—susurró Les con una sonrisa. Intentaba esquivar los baches—.
¡Oh! —añadió, chasqueando los dedos—. Se me ha olvidado
preguntarle cómo volver a la autopista.
—Pregúntaselo
cuando lleguemos.
La casa era un
edificio marrón de madera gastada de dos pisos con pinta de tener
cien años. Detrás había una hilera de cabañas bajas más o menos
cuadradas.
—El zoo —dijo
Les—. Leones, tigres y mucho más.
—El despiporren.
Aparcó delante de
la casa silenciosa y vio que el hombre del sombrero salía del
asiento polvoriento del camión y saltaba del estribo.
—Les traeré agua
—dijo enseguida, y se encaminó a la casa. Se detuvo un momento y
se volvió—. El zoo está detrás —añadió, haciendo un gesto
con la cabeza.
Lo observaron subir
los escalones de la vieja casa. Les se desperezó y parpadeó ante la
luz del sol.
—¿Vamos a ver el
zoo? —preguntó, reprimiendo una sonrisa.
—No.
—¡Venga, va!
—No, no quiero ver
esa… cosa.
—Pues yo voy a
echar un vistazo.
—Bueno, de acuerdo
—cedió ella—, pero voy a ponerme enferma.
Rodearon la casa y
siguieron por el lado que estaba a la sombra.
—¡Ay, qué bien!
—dijo Marian.
—Oye, se le ha
olvidado cobrarnos.
—Ya se acordará.
Se acercaron a la
primera jaula y escudriñaron el interior penumbroso por la ventana
cuadrada de sesenta centímetros de lado protegida por gruesos
barrotes.
—Vacía —dijo
Les.
—Bien.
—Pues vaya zoo.
Caminaron despacio
hasta la siguiente jaula.
—Mira qué
pequeñas son —dijo Marian con tristeza—. A ver qué gracia le
hacía si lo encerraran a él en una. —Se detuvo, enfadada—. No,
no voy a mirar. No quiero ver cómo sufren esas pobres criaturas.
—Echaré un
vistazo rápido.
—Eres un demonio.
Lo oyó reírse
entre dientes y lo siguió con la mirada mientras se acercaba a la
segunda jaula y se asomaba.
—¡Marian! —Su
grito le heló la sangre.
—¿Qué pasa?
—Marian se acercó corriendo.
—Mira.
Contemplaba la jaula
con los ojos como platos.
—¡Dios mío!
—susurró Marian con voz temblorosa.
Había un hombre en
la jaula.
Lo miró, incrédula,
ajena a las gotas de sudor que le caían por la frente y las sienes.
El hombre estaba
tirado en el suelo como una muñeca rota, tumbado sobre una manta
sucia del ejército. Tenía los ojos abiertos y las pupilas
dilatadas, pero no veía nada; parecía drogado. Sus manos mugrientas
descansaban inertes como garras inmóviles sobre el suelo cubierto de
briznas de paja. La boca abierta parecía una herida de dientes
amarillos rodeada por unos labios resecos y agrietados.
Cuando Les se
volvió, vio que Marian lo observaba anonadada, con la piel de las
mejillas tirante y pálida.
—¿Qué es esto?
—le preguntó con la voz agitada por un leve temblor.
—No lo sé
—respondió él, y miró otra vez la jaula, como si dudara de lo
que había visto. Después se volvió de nuevo a Marian—. No lo sé
—repitió. El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho.
Intercambiaron una
mirada de desconcierto absoluto.
—¿Qué vamos a
hacer? —dijo Marian, casi en un susurro.
Les tragó saliva y
volvió a mirar la jaula.
—Hola… —se oyó
decir—. ¿Puede…? —Calló y tragó saliva. El hombre estaba
inconsciente.
—Les, ¿y si…?
La miró y se le
erizó el vello, porque Marian miraba con aprensión la siguiente
jaula. Los pasos apresurados de Les resonaron en la tierra seca entre
nubes de polvo.
—¡No! —gimió
en cuanto miró dentro. Temblaba sin control.
Marian se le acercó
a toda prisa.
—¡Dios mío!
¡Esto es espantoso! —gritó, mirando horrorizada al segundo
enjaulado.
Los dos dieron un
respingo cuando el hombre los miró con los ojos vidriosos e inertes.
Se incorporó unos centímetros, muy débil, y la boca le tembló
como si quisiese hablar. Un hilo de saliva le cayó por la comisura
de los labios secos y le resbaló por la barba negra. Una súplica
impotente se le reflejó en la cara sudorosa y sucia. Luego dejó
caer la cabeza y puso los ojos en blanco.
Marian se apartó de
la jaula con una mano crispada en la mejilla.
—Ese tipo está
loco —murmuró y se giró de golpe hacia la casa silenciosa.
Les se volvió
también, y la existencia del hombre de la casa, el que les habías
dicho que fuesen a ver su zoo, se les impuso con todo su peso.
—Les, ¿qué vamos
a hacer? —A Marian, cada vez más histérica, le temblaba la voz.
Les estaba aturdido,
destrozado por lo que acababan de ver. No era capaz más que de
temblar y mirar a su mujer. Le parecía estar viviendo una pesadilla.
Entonces cerró los
labios y lo invadió una oleada de calor.
—Tenemos que salir
de aquí —dijo por fin, y la cogió de la mano.
Los únicos sonidos
eran los de sus jadeos y las sandalias de Marian en el suelo duro. El
intenso calor formaba ondas en el aire, que los sofocaba y les
empapaba la cara y el cuerpo de sudor.
—Más deprisa.
—Les tiró de ella.
Cuando doblaron la
esquina de la casa, frenaron de golpe, con los músculos contraídos.
—¡No! —El grito
de Marian le transformó la cara en una máscara de terror.
El hombre se
interponía entre el coche y ellos, y los apuntaba con una escopeta
de dos cañones.
Les no supo por qué
en aquel momento le vino la idea a la cabeza, pero de improviso fue
consciente de que nadie sabía dónde estaban Marian y él. Nadie
sabría ni por dónde empezar a buscarlos. Cada vez más asustado, se
acordó de que les había preguntado adonde iban y se había fijado
en la matrícula de California.
Y entonces oyó al
hombre, oyó su voz dura y fría.
—Volved atrás, al
zoo.
Después de encerrar
a la pareja en una jaula, Merv Ketter regresó despacio a la casa,
notando el peso de la escopeta en la mano derecha. No había sentido
ningún placer; solo un alivio que había calmado unos momentos la
tensión que encadenaba su cuerpo, pero ya volvía a estar rígido
otra vez. El respiro no duraba más que los pocos minutos que tardaba
en atrapar a una persona y enjaularla.
Si acaso, la tensión
había aumentado. Era la primera vez que metía a una mujer en una
jaula. Sintió un nudo de fría desesperación en el pecho.
Una mujer. Había
metido a una mujer en una jaula. Un suspiro entrecortado le
estremeció el pecho mientras subía los desvencijados escalones del
porche trasero.
La puerta de
mosquitera se cerró con un portazo. Apretó los labios. Bueno, ¿qué
podía hacer? Dejó la escopeta sobre el hule amarillo de la mesa de
la cocina. Le costaba respirar. «¿Qué otra cosa puedo hacer?», se
preguntó, desafiante. El taconeo de las botas en el linóleo gastado
lo acompañó hasta el soleado y silencioso salón.
Decaído, se
desplomó en una vieja butaca, de la que se levantó una nube de
polvo. ¿Qué se suponía que debía hacer? No tenía elección.
Por enésima vez se
miró el bulto rojizo que tenía en el antebrazo izquierdo, justo
debajo del codo. Bajo la piel, el diminuto cono metálico zumbaba
discretamente. Lo sabía sin necesidad de escuchar. La vibración era
constante.
Estaba exhausto. Se
arrellanó en la butaca con un gruñido y apoyó la cabeza en el alto
respaldo. Su mirada apagada atravesó la habitación, siguiendo la
larga franja de sol en la que bailaban motas de polvo, hasta la
chimenea.
Contempló el fusil
Mauser, la Luger, el proyectil de bazuca, la granada de mano. Todo
estaba sin desactivar. Por su cerebro atormentado asomaron varias
ideas: llevarse la Luger a la sien, apoyarse el Mauser en el costado,
incluso sacar la anilla de la granada y apretársela contra el
vientre.
Héroe de guerra. La
expresión le clavaba las zarpas en el cerebro. Hacía mucho tiempo
que había perdido el sentido, que ya no era un consuelo. Tiempo
atrás sí que había sido importante para él ser un soldado
condecorado, loado y admirado.
Pero después Elsie
había muerto; después, las batallas y el orgullo habían
desaparecido. Estaba solo en el desierto sin más compañía que la
de sus trofeos.
Un día salió al
desierto a cazar.
Cerró los ojos y
tragó saliva. Tenía la garganta seca. ¿Qué sentido tenía pensar?
¿Qué sentido tenía lamentarse? Todavía deseaba seguir vivo. Quizá
fuese un deseo estúpido e irracional, pero allí estaba. No pudo
librarse de él tras haber acabado con dos hombres, ni con cinco. No,
ni siquiera después de haber acabado con siete.
Se clavó las uñas
ennegrecidas en las palmas de las manos hasta rasgarse la piel. «Pero
una mujer, una mujer». La idea lo atravesaba como un cuchillo. Nunca
se había planteado enjaular a una mujer.
Se golpeó la pierna
con el puño, furioso e impotente. No le había quedado más remedio.
Claro que había visto la matrícula de California. Pero no iba a
hacerlo. Pero la mujer le había pedido agua y entonces había sabido
que no tenía elección, que tenía que hacerlo.
Solo le quedaban dos
hombres.
Se había enterado
de que la pareja iba a Nueva York, y la tensión le iba y le venía,
lo soltaba y lo apresaba a espasmos rítmicos, puesto que, en lo más
hondo, sabía que les diría que fuesen a ver el zoo.
«Tendría que
haberles puesto una inyección —pensó—. Puede que empiecen a
gritar». Que gritara el hombre no le importaba; ya estaba
acostumbrado a gritos de hombre. Pero la mujer…
Merv Ketter abrió
los ojos y miró con desesperanza la repisa de la chimenea: la
fotografía de su mujer muerta y las armas que habían sido su gloria
y que ya no tenían sentido, que no eran más que acero y madera sin
valor, sin sustancia.
Héroe.
La palabra le
revolvía el estómago.
La pegajosa
pulsación se hizo más lenta y cesó una fracción de segundo antes
de reanudarse y llenar la carcasa con su sonido sibilante y espumoso.
Una ola flácida de agitación recorrió las hileras de músculos
enroscados. El ser despertó. Había llegado el momento.
Pensamiento. La
burbuja de aire informe y vaporoso se fusionó y lo envolvió. El ser
se movió, una ondulación, un serpenteo gelatinoso dentro de la
burbuja reluciente. Una sacudida, un deslizamiento, un vaivén, una
corriente de tejidos viscosos.
Otro pensamiento.
Una onda dirigida. El susurro de entrada en la atmósfera, el
balanceo silencioso del metal. Se abre. Se cierra con un clic. La
puesta del sol tiñe de sangre el horizonte. Un balón incoloro lleno
de algo informe, de algo vivo, se hunde en el aire despacio, en
silencio.
Tierra,
enfriamiento. El ser la toca, se posa. Se desplaza por el suelo y
todos los seres vivos huyen al verlo acercarse. Deja a su paso una
estela viscosa iridiscente, verde y amarilla.
—Cuidado.
El repentino susurro
de Marian casi hizo que se le cayera la lima de uñas. Escondió la
mano, se le contrajo la mejilla sucia y sudorosa, y se refugió
aprisa en la oscuridad. El sol casi se había puesto.
—¿Viene hacia
aquí? —preguntó Marian, con la voz ronca a causa de la sed.
—No lo sé.
Con los sentidos
alerta, Les observó acercarse al hombre del mono. Oía el crujido de
los tacones de las botas en la tierra árida. Intentó tragar saliva,
pero el calor de la tarde lo había dejado seco, de modo que la
garganta solo resonó con un inútil chasquido. Pensó en qué
pasaría si el hombre veía el barrote de la ventana limado.
El hombre caminaba
rápido. Iba tocado con su sombrero vaquero, sus facciones eran duras
e inexpresivas, y balanceaba los brazos rígidos a los costados.
—¿Qué va a
hacer? —preguntó Marian con voz áspera y nerviosa. Había
olvidado su malestar con el súbito regreso del miedo.
Les sacudió la
cabeza. Llevaba haciéndose la misma pregunta toda la tarde: después
de que los encerrara y regresara a la casa, en los aterradores
minutos posteriores al encierro, durante el rato transcurrido desde
que Marian había encontrado la lima en el bolsillo de sus pantalones
cortos y el pánico se había transformado en esperanza de huir.
Durante todo ese tiempo, la pregunta había estado atormentándolo.
¿Qué iba a hacer aquel hombre con ellos?
Pero no era a su
jaula adonde se dirigía. El alivio los dejó sin fuerzas a los dos.
El hombre ni siquiera había mirado hacia su jaula. Más bien parecía
evitarlo.
Desapareció de su
campo de visión y lo oyeron abrir otra jaula. A Les se le encogió
el estómago con el chirrido de las bisagras oxidadas.
El hombre
reapareció.
Marian contuvo la
respiración. Los dos observaron como arrastraba por el suelo al
hombre inconsciente, cuyos talones abrían estrechos surcos en el
polvo.
A unos cuantos
metros, soltó los brazos flácidos de su víctima y el cuerpo cayó
al suelo como un saco. Volvió la cabeza de súbito y miró algo que
había detrás. Vieron que tragó saliva involuntariamente. Movía
los ojos con rapidez, mirando hacia todas partes.
—¿Qué está
buscando? —preguntó Marian con un susurro tembloroso.
—No lo sé,
Marian.
—¡Va a dejarlo
ahí! —Fue casi un gemido.
Observaron
atemorizados y confusos al hombre del mono, que regresaba a la casa a
paso rápido, sin dejar de mirar a derecha y a izquierda, muy
nervioso.
«Santo cielo, ¿qué
estará buscando?», pensó Les, cada vez más atemorizado.
De repente, a media
zancada, el hombre se dobló y se agarró el brazo izquierdo. Echó a
correr como alma que lleva el diablo y subió los escalones del
porche de dos en dos. La mosquitera se cerró a su espalda de un
portazo y todo quedó en silencio.
Marian contuvo un
sollozo.
—Tengo miedo —dijo
con un hilo de voz.
Les también; no
sabía de qué, pero estaba muy asustado. Un escalofrío de inquietud
le recorrió la espalda y le erizó el vello de la nuca. No apartaba
la vista del cuerpo del hombre tendido en el suelo, de la cara
inmóvil y pálida que miraba el cielo oscuro sin verlo.
Dio un respingo
cuando oyó que echaban la llave en la puerta trasera de la casa.
Silencio. Una gran
cortina de silencio pesaba sobre ellos como plomo. El hombre seguía
inmóvil en el suelo. Tenían la respiración agitada, los labios
temblorosos, los ojos anclados en el hombre, casi hipnotizados.
Marian se llevó un
puño a la boca y se mordió los nudillos. El sol ribeteaba el
horizonte con una cinta escarlata. Silencio absoluto. Silencio
opresivo y absoluto.
Silencio absoluto.
Un ruido.
Se les cortó la
respiración. Boquiabiertos, aguzaron el oído para tratar de captar
un sonido que no habían oído nunca. El cuerpo se les puso rígido
mientras escuchaban…
Una sacudida, un
deslizamiento, un vaivén, una corriente de…
—¡Dios mío!
—Marian no pudo contener la exclamación de terror, y se giró de
espaldas y se tapó los ojos con las manos.
Empezaba a oscurecer
y Les no estaba muy seguro de lo que veía. Se quedó paralizado en
el fétido aire de la jaula, pálido, observando la cosa que se
arrastraba por el suelo hacia el cuerpo del hombre, una cosa que
tenía forma pero no la tenía, que reptaba como una corriente de
gelatina trémula.
El pánico le
provocó arcadas. Trató de retroceder, pero no pudo. No quería
verlo. No quería oír aquel gorgoteo horrible, como de agua tragada
por un gran sumidero, aquel borboteo turbio como de tinajas de sebo
hirviente.
«No —se repetía
una y otra vez, incapaz de aceptarlo—. ¡No, no, no, no!».
Un grito los sacudió
como si fueran seres sin huesos, y Marian se lanzó contra una pared
de la jaula, temblando de asco.
Y el hombre
desapareció de la tierra. Les contempló el espacio donde había
estado y la masa luminosa que palpitaba en aquel lugar como un gran
montículo de plancton encerrado en un globo cuyos pálidos fluidos
ondulaban.
Siguió mirando la
cosa hasta que se hubo comido por completo al hombre.
Después, con las
piernas insensibles, se reunió con Marian. Ella le clavó los dedos
en la espalda y Les sintió su rostro húmedo y desencajado apretado
contra su hombro. La abrazó, insensible, con la cara paralizada por
el horror. Vagamente, más allá del pavor que le atenazaba el
cuerpo, sintió la necesidad de consolarla, de borrar su miedo.
Pero no podía. Era
como si un par de garras invisibles le hubieran penetrado en el pecho
y le destrozaran las entrañas. No quedaba nada dentro de él, solo
un vacío de bordes helados. Y un cuchillo afilado clavaba la punta
en ese vacío cada vez que pensaba en por qué los habían encerrado.
Cuando llegó el
grito, Merv se llevó las manos a los oídos con tanta fuerza que se
hizo daño en la cabeza.
Ya no conseguía
ahogar el sonido. Las puertas no cerraban lo bastante bien, las
ventanas no lo aislaban del mundo, las paredes eran demasiado
porosas… Los gritos siempre llegaban hasta él.
Quizá fuese porque
en realidad estaban en su cabeza, donde no había puertas que cerrar,
ni ventanas tras las que amortiguar los gritos de terror. Sí, quizá
estuviesen en su cabeza. Eso explicaría por qué seguía oyéndolos
en sueños.
Cuando enmudeció el
grito y Merv supo que la cosa se había ido, fue a la cocina
arrastrando los pies y abrió la puerta. Como un robot impulsado por
engranajes implacables, se acercó al calendario y rodeó la fecha
con un círculo. Domingo, 22 de agosto.
El octavo hombre.
El lápiz se le
escurrió de los dedos flácidos y rodó por el linóleo.
Dieciséis días. Un
hombre cada dos días durante dieciséis días. El cálculo era muy
simple, pero la realidad no.
Caminó por la sala
de estar. Entraba y salía del círculo de luz de la lámpara que
confería un brillo mantecoso a sus facciones exhaustas y desaparecía
cuando pasaba a la sombra. Dieciséis días. Parecían dieciséis
años desde el día en que había salido a cazar liebres al desierto.
¿Solo habían pasado dieciséis días?
Revivió la escena
una vez más; nunca lo abandonaba. Caminaba por la arena, a última
hora de la tarde, arrastrando los pies, moviendo despacio la cabeza,
con la escopeta apoyada en la cadera y los ojos escrutadores bajo el
ala del sombrero.
Se encaramó a una
duna cubierta de maleza y se detuvo asombrado frente a un globo que
brillaba como una luz sumergida en agua. Con el corazón en la boca,
sintió que todos los músculos se le tensaban.
Se acercó hasta
ponerse casi debajo de la esfera luminiscente que reflejaba en tonos
rojos los últimos rayos de sol.
Ahogó un grito
cuando una cavidad circular apareció en la superficie del globo. De
la cavidad salió flotando…
Le dio la espalda y
echó a correr. Subió la duna a cuatro patas, jadeando, presa del
pavor. Los tacones de las botas se le hundían en la arena. Al llegar
a la cima, echó a correr a zancadas largas, empujado por el pánico.
La escopeta, bien sujeta en la mano derecha, le rebotaba contra la
pierna.
Oyó un sonido
similar a un escape de gas por encima de la cabeza. Se volvió, fuera
de sí, y el grito que soltó le retorció el rostro y lo convirtió
en la viva imagen del horror.
El brillo bulboso
flotaba tres metros por encima de él.
Merv se arrojó
hacia delante. Un calor fétido le sopló en la espalda. Miró de
nuevo hacia arriba, aterrado, y vio que la cosa descendía. Estaba a
dos metros y medio de él… A dos… A uno y medio…
Merv Ketter se puso
de rodillas, se volvió y apuntó con la escopeta. El disparo rompió
el silencio del desierto.
Un grito ahogado le
desgarró la garganta al ver que los balines rebotaban en la burbuja
luminosa como guijarros contra una bola de goma. Algunos se le
clavaron en el hombro y el brazo. Se tiró al suelo, a un lado, y la
escopeta se le escapó de la mano. Un metro… Medio metro… El
calor lo envolvió y el hedor asfixiante formaba ondas en el aire.
Levantó los brazos.
—¡No!
Una vez se había
lanzado al agua sin mirar y se había quedado atrapado en el limo
caliente del fondo. Así se sentía en ese momento, pero en esa
ocasión era el cieno lo que se echaba sobre él. Sus gritos se
perdieron en el reptante globo gaseoso, y las extremidades, que no
dejaba de mover, quedaron presas en el tejido pegajoso. Helado de
horror, vio cómo lo rodeaba una gelatina temblorosa llena de
remolinos de lentejuelas. El pánico lo oprimió y sintió que la
muerte le chupaba la vida.
Pero no murió.
Inspiró. Había
aire, aunque contaminado por un olor que le revolvió el estómago.
Respiraba con dificultad y se ahogaba.
Entonces algo se
movió en su cerebro.
Intentó revolverse
e intentó gritar, pero no pudo. Era como si unas víboras le
recorrieran los sesos y le mordieran con dientes venenosos los
tejidos del pensamiento.
Las serpientes se
enroscaban y se erguían.
«Podría matarte».
Las palabras le quemaron como ácido. Los músculos de la cara se le
contrajeron, pero no pudieron moverse en aquel pegamento putrefacto.
Se formaron más
palabras que ardían y se le marcaban a fuego, indelebles, en el
cerebro.
«Me traerás
comida».
Todavía temblaba al
recordarlo, allí, delante del calendario, con la mirada perdida en
los círculos a lápiz.
¿Qué otra cosa
podría haber hecho? Se lo preguntaba suplicante, como un pecador
atormentado. El ser se lo había sacado todo. Lo sabía todo acerca
de su casa, su gasolinera, su mujer, su pasado. Le dijo lo que tenía
que hacer, sin dejarle otra opción. Tenía que hacerlo. ¿Alguien se
habría dejado matar de aquella manera de tener alternativa? ¿De
verdad? ¿Acaso no habría prometido cualquiera el mundo entero por
verse libre de tal espanto?
Tembloroso y
sombrío, subió las escaleras. Le flaqueaban las piernas, y a pesar
de saber que no dormiría, entró en su habitación. Se dejó caer en
la cama, se quitó un zapato y miró con apatía el suelo, la
alfombra torcida que Elsie había tejido hacía tanto tiempo.
Sí, había
prometido obedecer al ser. Y el ser le había introducido el diminuto
cono zumbador en el brazo, muy profundamente, para que solo pudiera
escapar si se abría la carne y moría.
Luego aquel puré
asqueroso lo había vomitado en la arena del desierto y él se había
quedado allí, mudo y paralizado, mientras el ser se alzaba despacio
del suelo. Y había oído mentalmente la última advertencia: «Dentro
de dos días».
Así había empezado
aquel ciclo interminable y destructor de atrapar personas inocentes
para librarse del destino que lo aguardaba.
Y lo más horrible,
lo realmente espantoso era saber que lo haría de nuevo. Sabía que
haría cualquier cosa por mantener alejado al ser. Incluso si
significaba que la mujer…
Apretó los labios,
cerró los ojos y se sentó en la cama, temblando, sin control.
¿Qué haría cuando
terminara con la pareja? ¿Qué haría si nadie más llegaba a la
gasolinera? ¿Qué haría si la policía le preguntaba por la
desaparición de once personas?
Un escalofrío le
sacudió los hombros y un sollozo de angustia le latió en la
garganta.
Tomó un buen trago
de la botella de whisky medio vacía antes de acostarse. A oscuras,
encogido y con los nervios de punta, esperó. El escaso calor del
alcohol en el estómago no podía paliar el frío ni el vacío de su
interior.
El cono le giraba en
el brazo.
Les arrancó el
último barrote y se quedó un instante con la barbilla pegada al
pecho, resoplando con los dientes apretados y el cuerpo agitado al
ritmo de los jadeos. Los músculos de la espalda, los hombros y los
brazos le latían de dolor.
Entonces tomó aire
con un ruido áspero.
—Vamos. —Le
temblaban los brazos cuando ayudó a Marian a salir por la ventana—.
No hagas ruido.
Casi no podía ni
hablar de lo agotado que estaba por la sed, el hambre, el calor y los
calambres de los músculos que le había provocado el interminable
limado.
No pudo alcanzar la
abertura de bordes irregulares con la pierna y tuvo que salir con la
cabeza por delante. Se empujó, se retorció y notó que se le
clavaban esquirlas en la piel sudorosa y grasienta. Cuando cayó al
suelo, el dolor del impacto le recorrió los brazos extendidos y la
oscuridad se llenó unos momentos de agujas de luz. Marian lo ayudó
a levantarse.
—Vamos —la urgió
él entonces, sin aliento, y echaron a correr hacia la parte
delantera de la casa.
De repente, Les le
cogió la muñeca y la detuvo de un tirón.
—Quítate las
sandalias —le ordenó con voz ronca.
Marian se agachó de
inmediato y se las desabrochó.
La casa estaba a
oscuras. Doblaron la esquina trasera y corrieron agazapados por
debajo de las ventanas, que reflejaban la luz de luna. Marian hizo
una mueca al pisar un guijarro afilado.
—Gracias a Dios
—susurró Les para sí cuando llegaron al frente de la vivienda.
El coche seguía
allí. Mientras corrían hacia él, se sacó la cartera del bolsillo
de atrás del pantalón. Metió los dedos temblorosos en el monedero
y sintió la fría llave de repuesto. Estaba seguro de que las otras
llaves no estarían en el coche.
Lo alcanzaron.
—Deprisa.
Abrieron las puertas
y entraron. De repente, Les se dio cuenta de que titiritaba de frío
en el aire nocturno. Sacó la llave y buscó a tientas la ranura.
Habían dejado las puertas abiertas con la idea de cerrarlas en
cuanto arrancara el motor.
Les encontró por
fin la ranura, metió la llave y dejó escapar un suspiro tembloroso.
Si el hombre le había hecho algo al motor, estaban perdidos.
—Allá vamos
—murmuró, y apretó el botón de arranque.
El motor rugió y
estuvo a punto de arrancar. Les tragó saliva, apartó la mano de
golpe y miró con aprensión la casa oscura.
—Dios mío,
¿arrancará? —susurró Marian con la carne de gallina.
—No lo sé, espero
que sea porque está frío —se apresuró a responder.
Tomó aire, apretó
el botón de nuevo y cebó el carburador. El motor hizo un amago
perezoso de ponerse en marcha.
«¡Dios mío, le ha
hecho algo al coche! —Las palabras estallaron en la mente de Les.
Pulsó el botón con violencia, con el cuerpo rígido de miedo—.
¿Por qué no lo hemos empujado hasta la carretera?». Las arrugas de
su rostro se hicieron más profundas.
—¡Les!
Sintió la mano de
Marian que lo agarraba del brazo. Miró instintivamente hacia la
casa. Se había encendido una luz en el primer piso.
—¡Por Dios,
arranca! —exclamó, frenético, y volvió a pulsar el botón con el
pulgar rígido.
El motor cobró vida
y el alivio lo inundó. Apretó con energía el acelerador para
calentarlo, y Marian y él cerraron las puertas a la vez.
Justo cuando metía
primera, el hombre asomó la cabeza y el tronco por la ventana
iluminada. Gritó, pero no oyeron lo que decía por culpa del ruido
del motor.
El coche dio un
tirón y se caló. Furioso e impotente, Les siseó y volvió a pulsar
el botón de arranque. El motor se recobró. Soltó el embrague y los
neumáticos botaron sobre el terreno irregular. Mientras, en la
planta de arriba, el hombre desapareció de la ventana. Marian, que
no apartaba los ojos de la casa, vio que se encendía una luz de la
planta baja.
—¡Deprisa!
—suplicó.
El coche ganó
velocidad, y Les metió segunda y describieron un brusco semicírculo.
Los neumáticos patinaron en la tierra dura. Cuando ya entraban en la
carretera, Les metió tercera y tiró de la palanca para encender los
faros, que llenaron de luz la oscuridad.
Hubo un estampido a
su espalda y los dos se encogieron instintivamente. Algo había
abierto un surco en el techo del coche con un chirrido. Les pisó a
fondo el acelerador y el coche salió disparado y avanzó a
trompicones por la carretera llena de baches.
Otro tiro desgarró
la noche y reventó la mitad del parabrisas trasero. Cayó una lluvia
de esquirlas de cristal. Volvieron a encogerse y Les gimió cuando
una esquirla se le clavó en el cuello.
Dio un volantazo. El
coche se metió en una pequeña zanja y estuvieron a punto de caer
por el terraplén del lado izquierdo de la carretera. Les se aferró
al volante y, con los brazos inflexibles, llevó el coche de vuelta
al centro de la calzada.
—¿Dónde está?
—le gritó a Marian, y ella se giró.
—¡No lo veo!
—respondió ella, pálida.
Les tragaba saliva
cada vez que el coche daba un bandazo en un bache y que las luces
saltaban con violencia con las sacudidas.
«Tienes que llegar
al siguiente pueblo —pensaba Les, desquiciado—, díselo al
sheriff, intenta salvar a ese pobre diablo. —Pisó el acelerador
cuando la carretera se allanó—. Tienes que llegar al siguiente
pueblo…».
—¡Cuidado! —gritó
Marian.
No pudo detenerse a
tiempo. El Ford se estrelló contra la pesada verja que cruzaba la
carretera. El frenazo fue tan fuerte que estuvieron a punto de
partirse el cuello. Marian salió despedida contra el salpicadero y
se golpeó la cabeza contra el parabrisas. El motor se caló y los
faros se apagaron.
Les se apartó del
volante. El impacto lo había dejado aturdido y sin aliento.
—Cariño, vamos
—jadeó.
Oyó un sollozo
ahogado de Marian.
—La cabeza, la
cabeza…
Les se quedó
mirándola, inmóvil y mudo, mientras ella movía la cabeza sin poder
soportar el dolor y se apretaba la frente con una mano. Luego Les
abrió la puerta de su lado y la cogió de la otra mano.
—Marian, ¡tenemos
que salir de aquí!
Ella siguió
llorando impotente mientras Les la sacó casi a rastras del coche y
le pasó un brazo por la cintura para sostenerla. Oyó el ruido de
unas botas pesadas que corrían por la carretera y, al volverse, vio
el balanceo del brillante haz de una linterna.
Marian se desmayó
en la verja. Les la sujetó, temblando de impotencia, mientras el
hombre se acercaba corriendo con una 45 en la mano derecha y una
linterna en la izquierda. Les entornó los ojos cuando lo enfocó el
haz.
—Andando —fue lo
único que dijo el tipo, jadeando, y Les vio que indicaba hacia la
casa con el cañón de la pistola.
—¡Mi mujer está
herida! —exclamó—. Se ha golpeado la cabeza contra el
parabrisas. ¡No puedes volver a meterla en una jaula!
—¡He dicho que
andando!
El grito sobresaltó
a Les.
—¡Pero no puede
caminar! ¡Está inconsciente!
Oyó un suspiro
ronco y entrecortado, y vio que el hombre iba desnudo de cintura para
arriba y que temblaba.
—Pues llévala tú.
—Pero…
—¿Quieres que te
vuele los sesos aquí mismo? —le chilló, enloquecido de rabia.
—No. No. —Negó
nervioso con la cabeza y levantó el cuerpo flácido de Marian.
El tipo se apartó y
Les echó a andar por la carretera, pendiente de la cara de Marian y
del suelo al mismo tiempo.
—Cariño
—susurró—. ¿Marian?
La cabeza de Marian
estaba apoyada en el antebrazo izquierdo de Les. El pelo corto y
rubio le acariciaba las sienes y la frente. La rabia se le fue
acumulando hasta que no pudo contener un grito.
—¿Por qué haces
esto? —estalló de repente.
No hubo respuesta;
solo el sonido rítmico de las botas del hombre contra la tierra
agrietada.
—¿Cómo puedes
hacerle una cosa así a otra persona? —le preguntó Les con la voz
rota—. Atrapar a los tuyos y dárselos a esa… ¡Sabe Dios lo que
es eso!
—¡Cállate! —le
ordenó el hombre, aunque había más derrota que ira en su voz.
—Mira —dijo Les
en un arrebato—, deja marchar a mi mujer. Quédate conmigo si no
tienes más remedio, pero… Pero déjala ir. ¡Por favor!
El hombre no dijo
nada, y Les se mordió los labios con frustración y angustia. Miró
a Marian, asustado.
—Marian —la
llamó—. Marian.
El aire nocturno era
muy frío y un escalofrío violento lo sacudió.
La casa se erguía
amenazadora en el desierto llano y oscuro.
—¡Por Dios! ¡No
la metas en una jaula! —gritó desesperado.
—Camina. —La voz
del hombre era anodina. No expresaba nada, ni promesa ni emoción
alguna.
Les se puso rígido.
De haber estado solo, se habría abalanzado sobre él; lo sabía. No
habría regresado por las buenas a la casa, a las jaulas, a la cosa.
Pero estaba con
Marian.
Pasó por encima de
la escopeta tirada en el suelo y oyó a su espalda el gruñido del
hombre al agacharse para recogerla.
«Tengo que sacarla
de aquí —pensó—. ¡Tengo que sacarla!». Sucedió antes de que
pudiera hacer nada. Oyó que el hombre se le acercaba por detrás y
sintió un pinchazo en el hombro derecho. El aguijonazo le cortó la
respiración y se giró lo más deprisa que pudo, vencido por el peso
de Marian.
—¿Qué estás…?
Ni siquiera pudo
terminar la frase. Fue como si un licor caliente y adormecedor le
corriese por las venas. Una tremenda lasitud se apoderó de sus
extremidades y casi no se dio cuenta de que el hombre le cogía a
Marian de los brazos.
Se tambaleó. La
noche se llenó de brillantes puntos de luz. La tierra fluía como
agua bajo sus pies y tenía las piernas de goma.
—No… —murmuró,
aletargado, y se cayó.
Ni siquiera notó el
impacto de su cuerpo contra el suelo.
El vientre del
globo era cálido. Se ondulaba con un calor espeso y vaporoso. En la
penumbra húmeda, el ser descansaba y su cuerpo amorfo temblaba con
las pulsaciones monótonas del sueño. Estaba satisfecho, estaba
cómodo. Acurrucado como un grotesco gato cósmico delante de la
chimenea.
Durante dos días.
Unos chillidos lo
despertaron. Se agitó a intervalos y movió los labios como si
quisiera hablar. Pero los tenía de hierro. Estaban flácidos e
inertes, y no podía moverlos. Solo con gran fuerza de voluntad
consiguió abrir los párpados, que le pesaban como el plomo.
El aire de la jaula
ondeaba y centelleaba formando extrañas corrientes. Parpadeó
despacio. Tenía los ojos vidriosos y la mirada desconcertada. Movió
las manos débilmente como si fueran peces moribundos.
Era el hombre de la
otra jaula quien gritaba. Aquel pobre diablo había salido de su
estado narcotizado y se había puesto histérico porque sabía qué
ocurría.
Les frunció la
frente sucia de sudor poco a poco. Podía pensar. Su cuerpo era como
una piedra enorme, torpe e indefensa. Pero, debajo de la superficie
pétrea e inmóvil, el cerebro le funcionaba como siempre.
Cerró los ojos. Eso
era lo peor. Saber qué estaba por venir. Estar allí, tirado en el
suelo, impotente, y saber qué le sucedería.
Le pareció que se
estremecía, pero no estaba seguro. Aquella cosa, ¿qué era? No
había nada en sus conocimientos que le sirviera para comprenderla,
no tenía ninguna base racional en la que sustentarla. Lo que había
visto esa noche iba más allá de…
¿Qué día era?
¿Dónde estaba…?
¡Marian!
Volver la cabeza fue
como empujar una roca. Tenía la garganta seca y no se daba cuenta de
que le resbalaba la saliva por las comisuras de los labios. Se obligó
a abrir los ojos de nuevo con gran esfuerzo.
El pánico le
apuñaló el cerebro, aunque la expresión de su cara no cambió en
absoluto.
Marian no estaba
allí.
Estaba tumbada en la
cama, drogada. Le había puesto otro trapo frío y húmedo en la
frente, sobre la hinchazón de la sien derecha.
La miraba de pie, en
silencio. Acababa de volver de las jaulas, donde le había puesto
otra inyección al hombre para que dejase de gritar. Se preguntó qué
habría en la droga que le había dado el ser, se preguntó qué les
haría a los hombres. Esperaba que los dejase completamente
insensibilizados.
Era el último día
de ese hombre.
«No. Es una
fantasía estúpida —se dijo de repente—. No se parece a Elsie,
no se parece en nada a Elsie».
Era su mente. Quería
que se pareciese a Elsie, eso era. Se le contrajo la garganta al
tragar saliva. «Idiota». La palabra fue un bofetón sordo en su
cerebro. No se parecía a Elsie.
Una vez más, paseó
brevemente la mirada por el cuerpo de la mujer, por la suave
elevación del pecho, por la cintura esbelta, por las piernas largas
y bien proporcionadas. Marian. Así la había llamado el otro hombre:
Marian.
Era un nombre
bonito.
Con un gesto airado
de los hombros, le dio la espalda a la cama y salió a toda prisa de
la habitación. Pero ¿qué le pasaba? ¿Qué pensaba hacer? ¿Dejarla
marchar? Había sido una estupidez meterla en la casa hacía dos
noches e instalarla en el dormitorio de invitados. Ningún sentido.
No podía permitirse sentir compasión por ella ni por nadie. Si caía
en eso, estaba perdido. Era obvio.
Mientras bajaba la
escalera intentó recordar de nuevo el horror que se sentía al ser
absorbido por la masa gelatinosa. Intentó recordar el terror que le
había desgarrado el cerebro. Pero, extrañamente, el recuerdo se
empeñaba en desaparecer como una nube arrastrada por el viento y su
pensamiento regresaba a la mujer. Marian. Sí que se parecía a
Elsie; el mismo color de pelo, la misma boca.
«¡No!».
La dejaría en el
dormitorio hasta que se le pasase el efecto de la droga y después
volvería a enjaularla.
«¡O yo, o ellos!
—se dijo con furia—. ¡No pienso morir así! Por nadie».
Siguió discutiendo
consigo mismo de aquella forma todo el camino hasta la gasolinera.
«Estoy loco. No
debería habérmela llevado a casa ni sentir lástima por ella. No
puedo permitírmelo. No puedo. No representa más que dos días más
de vida para mí, solo eso, un indulto de dos días…».
En la gasolinera no
había nadie. Reinaba el silencio. Merv paró el camión y se bajó.
La tierra caliente crujió bajo sus pies mientras caminaba inquieto
entre los surtidores.
«¡No puedo dejarla
escapar!», se flageló, con la cara contraída de furia. Se
estremeció al darse cuenta de que llevaba dos días dándole vueltas
a la idea.
—Ojalá fuera un
hombre —murmuró para sí, con los puños apretados y los nudillos
pálidos. Se miró el bulto rojizo del brazo izquierdo. ¿Por qué no
podía arrancárselo de la carne? ¿Por qué?
En aquel momento
llegó un coche. Era el coche de un vendedor, polvoriento y
recalentado.
Mientras Merv le
echaba gasolina y comprobaba el aceite y el agua, no dejaba de mirar
por debajo del ala del sombrero al hombrecito rubicundo, con traje de
lino y panamá. Sustituida. Merv intentaba reprimir la idea, pero ahí
estaba. Miró la matrícula.
Arizona.
Se le crispó la
cara. No, no. Siempre había elegido coches de otros estados; era más
seguro.
«Tendré que
dejarlo marchar —pensó con tristeza—. Debo dejarlo marchar. No
puedo permitirme…».
Pero cuando el
hombrecillo fue a coger la cartera, a Merv la mano se le fue al
bolsillo trasero del mono y cerró los dedos en torno a la culata
caliente de la 45.
El hombrecillo se
quedó mirando la enorme pistola con la boca abierta.
—¿Qué pasa?
—preguntó débilmente. Merv no se lo dijo.
La noche rozaba
con sus helados dedos negros la burbuja en movimiento. La tierra
fluía bajo su avance líquido.
¿Por qué era el
aire tan pobre en nutrientes? ¿Por qué era tan escasa la presión
de la atmósfera? Aquella tierra era débil y seca, con los gases
vitales casi agotados.
Mientras se
arrastraba, mientras barría el terreno, el ser pensó en escapar.
¿Cuánto tiempo
llevaba en aquel lugar baldío? No tenía forma de saberlo, porque el
sol del planeta aparecía y desaparecía a una velocidad demencial;
la oscuridad y la luz se alternaban con la rapidez de un parpadeo.
Los instrumentos
de cronometría de la nave estaban destrozados, eran irreparables. Ya
sin contexto, sin ninguna medida conocida por la que guiarse, el ser
estaba perdido en aquel vacío tenue de roca viva, incapaz de hacer
otra cosa que no fuese buscar comida para subsistir.
A lo lejos, en la
oscuridad, vislumbró la morada del animal del planeta, de grotescas
formas angulares y puntiagudas. Era un animal estúpido, una bestia
sin cerebro, irracional, que solo sabía emitir salvajes graznidos y
agitar los zarcillos como las plantas nocturnas de su mundo. Y tenía
el cuerpo duro, de una rigidez calcárea escasamente nutritiva. Tanta
era la energía que necesitaba para hacer la digestión que el ser se
veía obligado a comer el doble.
Más cerca. El
chasquido subió de volumen.
El animal estaba
allí, como de costumbre, tumbado en el suelo y con los zarcillos
doblados y laxos. El ser disparó los hilos de su pensamiento y
absorbió los perezosos jugos mentales del animal. Si aquella era la
inteligencia del planeta, se trataba de un lugar en verdad primitivo.
Se acercó más, hinchándose y succionando, por la tierra barrida
por el viento.
El animal se
agitó y el ser experimentó una profunda repulsión. De no haber
estado muriéndose de hambre e indefenso, ni se le hubiera ocurrido
absorber aquella bestia temblorosa de costillas rígidas.
La burbuja tocó
el zarcillo. El ser flotó sobre la forma animal y se detuvo con un
estremecimiento. Las células visuales le revelaron que el animal
miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos. Las células auditivas
le transfirieron el ruido salvaje y ahogado que emitía el animal
moribundo. Las células táctiles captaron los débiles movimientos
de su cuerpo.
Y, en lo más
profundo, el ser percibió el repiqueteo constante que procedía de
la oscura guarida en la que se ocultaba, tembloroso, el primer
animal, el animal que llevaba el cono localizador en un zarcillo.
El ser comió.
Mientras, se preguntó si habría comida suficiente para mantenerlo
vivo…
… durante los
mil años terrestres de su vida.
Les
estaba tumbado en el suelo de la jaula, con el corazón acelerado,
mientras el hombre lo miraba.
Estaba
comprobando la solidez de las paredes de la celda cuando había oído
el golpe de la mosquitera de la puerta al cerrarse y el sonido de las
botas al bajar los escalones del porche. Se había echado al suelo
enseguida y se había puesto boca arriba, tratando de recordar,
desesperado, en qué posición había permanecido mientras estuvo
drogado. Había dejado caer las manos a los lados, había subido un
poco la pierna derecha y había cerrado los ojos. El hombre no podía
saber que estaba consciente. El hombre debía abrir confiado la
puerta.
Hizo
un esfuerzo por respirar despacio y con regularidad, aunque le daba
dolor de estómago. El hombre no hizo ningún ruido al asomarse.
«Cuando
abra la cerradura —se repetía Les—, en cuanto oiga que tira de
la puerta, saltaré sobre él».
Notó
un temblor nervioso en la garganta. ¿Se daría cuenta de que fingía?
Con los músculos en tensión, esperó a oír que se abría la
puerta. Tenía que escapar en ese momento.
No
tendría otra oportunidad. La cosa iría esa noche.
Entonces
oyó alejarse los pasos del hombre. Abrió los ojos de golpe, con el
rostro crispado por la incredulidad y el horror. ¡No iba a abrir la
jaula!
Se
quedó tumbado un buen rato más, temblando, mudo, con la mirada
clavada en la ventana enrejada a la que se había asomado el tipo.
Tenía ganas de llorar a voz en grito y golpear la puerta hasta que
le sangraran los puños.
—No,
no… —murmuró sin ánimo.
Al
fin se puso de rodillas y atisbó por el borde inferior de la
ventana. El hombre se había ido.
Se
puso en cuclillas y se rebuscó en los bolsillos una vez más.
La
cartera; ahí no llevaba nada útil. El pañuelo, un trocito de
lápiz, cuarenta y siete centavos, el peine.
Nada
más.
Sostuvo
los objetos en las palmas de las manos y los miró largo rato, como
si encerrasen la solución a su terrible necesidad. Porque tenía que
haber una solución. Era inconcebible que su vida acabase allí, en
el suelo, como aquel otro hombre, para que aquella cosa…
—¡No!
De
un manotazo repentino arrojó los objetos al suelo sucio de la jaula
y retrajo los labios en un grito sordo de rabia y terror.
«¡No
puede ser verdad! ¡Tiene que ser un sueño!».
Cayó
de rodillas, desesperado. Repasó otra vez las paredes con dedos
temblorosos, buscando una grieta, una tabla suelta, lo que fuera.
Y
mientras palpaba en vano, intentaba apartar el pensamiento de la
noche que se avecinaba y en lo que traería consigo.
Sin
embargo, no podía pensar en otra cosa.
Se
sentó de golpe, sobresaltada, cuando notó los dedos callosos del
hombre acariciándole el cabello. Lo miró, horrorizada, con los ojos
muy abiertos, y él apartó la mano de inmediato.
—Elsie
—murmuró.
El
aliento cargado de whisky le azotó la cara. Retrocedió con una
mueca y agarró con fuerza la colcha.
—Elsie
—repitió él, con voz espesa y mirada de ebrio.
La
colcha susurró mientras Marian seguía retrocediendo en la cama
hasta que se dio con la espalda en el cabecero de madera.
—Elsie,
yo no quería… —dijo el hombre. Oscuros mechones de pelo se le
pegaban a las sienes y el aliento le salía caliente de la boca
abierta—. Elsie, no… No tengas miedo de mí. Elsie.
—¿D…
dónde está mi marido?
—Elsie,
te pareces a Elsie. —Arrastraba las palabras y la miraba suplicante
con los ojos inyectados en sangre—. Te pareces a Elsie. ¡Oh. Dios!
Te pareces a Elsie.
—¡Dónde
está mi marido!
La
agarró de la muñeca y la atrajo bruscamente contra su pecho como si
se tratara de una débil muñeca. Su aliento rancio la envolvió.
—¡No!
—exclamó, y lo empujó por los hombros.
—Te
quiero, Elsie. ¡Te quiero!
—¡Les!
—Su grito retumbó en el pequeño dormitorio.
El
hombre le giró la cara de un guantazo.
—¡Está
muerto! —le gritó—. ¡Se lo comió, se lo comió! ¿Me oyes?
Marian
se dejó caer contra el cabecero de la cama con los ojos invadidos de
pavor.
—No.
—Ni siquiera fue consciente de haberlo dicho.
El
hombre se puso en pie a duras penas y, tambaleándose, miró el
rostro perplejo de Marian.
—¿Crees
que quería hacerlo? —le preguntó con la voz rota. Una lágrima le
rodó por la mejilla cubierta de barba negra—. ¿Crees que me
gustó? —Un sollozo le estremeció el pecho—. No me gustó. Pero
tú no sabes nada de nada. ¡Estuve dentro de esa cosa! ¡Dentro de
ella! Dios mío… No sabes lo que es. ¡No lo sabes! —Se sentó en
la cama y bajó la cabeza. Sollozos de impotencia le desgarraron el
pecho—. No quería hacerlo. ¡Dios! ¿Crees que quería?
Marian
se apretó los labios con el puño izquierdo. No podía respirar. No.
Luchaba por no creerlo. «No es cierto, no es cierto».
De
repente, Marian bajó las piernas de la cama y se puso de pie. Fuera,
el sol se ponía.
«No
viene hasta que anochece —razonaba con desesperación—. Hasta que
anochece no viene». Pero ¿cuánto tiempo llevaba inconsciente?
—¿Qué
haces? —El hombre la miró con los ojos rojos.
Marian
corrió a la puerta. En cuanto la abrió, el hombre se le echó
encima y los dos chocaron contra la pared. Marian se quedó sin
respiración y el dolor de cabeza la asaltó de nuevo. Él la sujetó
y notó que le manoseaba el pecho y los hombros.
—Elsie,
Elsie… —jadeaba, tratando nuevamente de besarla.
Fue
entonces cuando vio al lado la pesada jarra de la mesita de noche.
Apenas sentía la presión de los dedos del hombre ni su boca dura y
brutal aplastada contra la suya. Estiró los dedos, los cerró
alrededor del asa de la jarra, la levantó…
Una
lluvia de fragmentos de porcelana blanca cayó al suelo y el grito
del hombre resonó en la habitación.
Marian
se apoyó en la pared para recuperar el aliento. Miró el cuerpo del
suelo, los gruesos dedos que todavía se estremecían sobre la
alfombra. De repente, su mirada voló a la ventana. Casi se había
puesto el sol. Se inclinó de inmediato sobre el cuerpo inmóvil y le
registró los bolsillos hasta dar con el llavero. Cuando huía de la
habitación lo oyó gemir y, al volver la vista atrás, lo vio
ponerse despacio boca arriba.
Corrió
por el pasillo y abrió la puerta principal. La luz moribunda del sol
teñía de rojo el cielo.
Con
un jadeo ahogado, bajó de un salto los escalones del porche y corrió
alrededor de la casa, errática y desesperada, sin notar siquiera los
guijarros en los pies. Se dirigió a la silenciosa hilera de jaulas
con la vista fija en ellas.
«No
es cierto, no es cierto —no dejaba de repetirse—. Me ha mentido.
—Se le escapó un sollozo—. ¡Me ha mentido!».
La
oscuridad caía como un rápido telón. Se precipitó con las piernas
temblorosas sobre la primera jaula.
Vacía.
Con
otro sollozo en la garganta, corrió a la siguiente. ¡Tenía que
estar mintiendo!
Vacía.
—¡No!
¡Les!
—¡Marian!
Les
dio un salto desde el fondo de la jaula, con el rostro iluminado por
la esperanza.
—Oh,
cariño… —Su voz era un murmullo débil y tembloroso—. Me ha
dicho que…
—Marian,
abre la jaula. ¡Date prisa! Ya viene.
El
miedo volvió a aplastarla como una oleada de frío paralizante. Giró
la cabeza con un movimiento instintivo y su mirada de espanto
recorrió el desierto que se oscurecía.
—¡Marian!
No
podía dominar el temblor de las manos. Intentó abrir con una llave.
No entraba. Se mordió el labio inferior hasta sentir dolor. Probó
con otra. No entraba.
—Deprisa.
—¡Dios
mío! —gimió, probando con manos torpes la siguiente. Tampoco
entró—. No encuentro la…
De
repente se le quebró la voz y contuvo la respiración. Sintió como
se le petrificaron los miembros en un instante.
En
el silencio se oyó el débil sonido de algo enorme que siseaba y
arañaba la tierra.
—¡Oh,
no! —Miró a un lado y después de nuevo a Les.
—No
pasa nada, cielo —le dijo él—. Tranquila, no te pongas nerviosa.
Tenemos mucho tiempo. —Inspiró profundamente—. Prueba con la
siguiente llave. Vale. No, con la otra. Eso es, con esa. No, esa no
sirve. Prueba con la siguiente. —El estómago se le contraía cada
vez más en un nudo durísimo.
Marian
se mordió el labio con tanta fuerza que se lo abrió. Hizo una mueca
de dolor y se le cayó el llavero. Se agachó a recogerlo con un
gemido ahogado. El sonido susurrante y poderoso que recorría el
desierto se oía cada vez más cerca.
—¡Oh,
Les! No puedo. ¡No puedo!
—No
pasa nada, preciosa —se oyó decir de repente—. No importa. Corre
hacia la autopista.
Marian
lo miró totalmente desconcertada.
—¿Qué?
—¡Por
todos los santos, cielo, no te quedes ahí! —gritó él—. ¡Corre!
Pero
Marian dominó la respiración y se clavó los dientes en la herida
del labio inferior. Las manos dejaron de temblarle y, casi en blanco,
probó la llave siguiente, y la siguiente. Les la observaba aterrado
y echaba un vistazo de vez en cuando hacia el desierto, que se
extendía detrás de ella.
—Cielo,
no…
El
candado se abrió. Con un gruñido, Les abrió la puerta de un
empujón y agarró a Marian de la mano mientras el espumoso siseo
temblaba en el aire del crepúsculo.
—¡Corre!
—le ordenó con un grito ahogado—. ¡No mires atrás!
Corrieron
como alma que lleva el diablo para alejarse de las jaulas, de la masa
de vida temblorosa de dos metros de altura que se movía como un
pedazo de gelatina que se hubiera volcado de un gigantesco cuenco.
Intentaron no prestar atención al sonido, mantuvieron los ojos fijos
al frente, corrieron sin flaquear empujados por el pánico.
El
coche, con el morro aplastado, estaba otra vez delante de la casa.
Abrieron las puertas y se metieron dentro a toda prisa. Con mano
temblorosa, Les encontró la llave en el contacto. La giró y apretó
el botón de arranque.
—¡Les,
viene hacia aquí!
El
embrague rechinó con un chirrido áspero y el coche dio un tirón
hacia delante. No miró atrás. Metió una marcha tras otra y aceleró
hasta llegar a la carretera.
Giró
a la derecha, en dirección al pueblo por el que recordaba haber
pasado hacía solo unos días, aunque le parecían años. Pisó a
fondo el acelerador y el coche ganó velocidad. No veía bien la
carretera con los faros apagados, pero no podía levantar el pie del
pedal; parecía pegado a él. El coche rugió por la carretera oscura
y Les respiró tranquilo por primera vez en cuatro días, pero
mientras…
El ser espumeaba
y se balanceaba. La furia le hervía en los tejidos. El animal había
fallado, no había comida esperándolo; la comida se había ido. El
ser reptó en círculos rabiosos. Buscaba, examinaba el suelo con las
células visuales, arrastraba su informe masa luminosa por la tierra
desconchada. Nada. El ser gorgoteó como una marea viscosa hacia la
casa, hacia el repiqueteo de…
El
brazo de Merv Ketter se sacudió en un espasmo. Se sentó con los
ojos muy abiertos. El dolor le despertaba la conciencia a ramalazos
irregulares: dolor de cabeza, dolor en el brazo. El cono era como una
araña de patas afiladas que se abría paso por la carne para tratar
de salir. Merv se puso de rodillas con los dientes apretados y la
vista nublada por el dolor.
Acababa
de ponerse de pie cuando un estrépito hizo temblar la casa. Se
volvió de golpe, boquiabierto. El ardor que le perforaba el brazo
aumentó. De repente, lo supo. Con un gemido, salió al pasillo y
miró por el oscuro hueco de la escalera mientras…
El ser subía la
escalera ondulándose. Sus setenta ojos brillaban como lingotes, su
reluciente deformidad avanzaba a sacudidas hacia el animal.
Enloquecida de furia, la masa amorfa siseaba y burbujeaba. Subía un
peldaño tras otro deprisa y con pesadez. El animal se volvió y
corrió a…
¡La
escalera trasera! Era su única oportunidad. No podía respirar.
Notaba el aire líquido en los pulmones. Las botas resonaron a lo
largo del pasillo y en la oscuridad de su dormitorio. Oyó detrás de
él que la barandilla se doblaba y se partía. El ser había llegado
a la planta superior, se había plegado sobre sí mismo como si fuera
una vejiga en forma de U y se había dejado caer de nuevo hacia
delante.
Merv
bajó corriendo la empinada escalera, agarrándose a la barandilla
con la mano entumecida. El corazón le aporreaba el pecho como un
mazo. Soltó un grito ronco cuando volvió a sentir en el brazo un
latigazo de dolor que estuvo a punto de dejarlo inconsciente.
Al
pie de las escaleras oyó que la puerta de su dormitorio estallaba
con violencia y captó la furia que emanaba del ser cuando…
Entró a duras
penas por la puerta que daba a la escalera de atrás, destrozándola
para poder pasar. Oía abajo las pisadas del animal que huía. Perdió
adherencia y cayó rodando por los escalones, raspando la madera y
clavando las setecientas antenas en ella, que saltaba en astillas.
Llegó al último
escalón, coló por el umbral su extraña masa deforme e hirviente, y
avanzó por el suelo de la cocina mientras…
En
el salón, Merv corrió a la chimenea. Descolgó el rifle Mauser y se
volvió en el preciso momento en que el ser de cuerpo dilatado y
luminiscente entraba por la puerta en cascada.
Merv
vació el rifle en la mole que se acercaba. La habitación retumbó
con el eco de las explosiones. Las balas rebotaron impotentes en su
revestimiento. Merv retrocedió de un salto con un grito de terror.
El rifle se le cayó de las manos y sin querer derribó la foto de su
mujer de un manotazo. Oyó el estallido contra el suelo y por su
mente confusa pasó la fugaz imagen de la cara de Elsie que le
sonreía en el suelo detrás de los añicos del cristal.
Cerró
la mano en un objeto duro. De repente supo exactamente qué debía
hacer.
La
masa reluciente y líquida tomó impulso y se abalanzó contra Merv,
y él se apartó de un salto. La repisa de la chimenea se quebró y
se abrió una grieta en la pared.
Entonces,
cuando el ser volvió a prepararse para arrojarse sobre él Merv tiró
de la anilla de la granada y se la llevó al pecho.
¡Estúpido
animal! Te mataré por…
¡DOLOR!
Los tejidos
estallaron, el revestimiento se abrió, el ser se derramó por el
suelo convertido en un torrente licuado de protoplasma.
La habitación
quedó en silencio. Las mentes del ser se apagaron una a una a medida
que la tenue atmósfera iba secando los tejidos vitales. Los restos
temblaron débilmente y la agonía fluyó por las células y las
articulaciones glutinosas del ser. Los pensamientos goteaban.
Fluidos vitales
que goteaban. Haces de luz que daban calor y vida a la materia
palpitante. Organismos que se unían, células que se dividían, los
contenidos ondulantes de los contenedores de alimento que aumentaban,
cada vez más, abrumadores. ¿Dónde están? ¿Dónde están los amos
que me dieron vida para que los alimentara y nunca perdiese mi masa
ni mi energía?
Y entonces el
ser, nacido de cultivos hidropónicos tumorales, murió, habiendo
olvidado que él mismo se había comido a los amos mientras dormían
y que, además de sus cuerpos, había ingerido todo el conocimiento
de sus mentes.
El
sábado de la semana del 22 de agosto de ese año hubo una violenta
explosión en el desierto. A treinta kilómetros a la redonda, la
gente recogió trozos de metales extraños en los patios.
—Un
meteorito —dijeron, porque algo tenían que decir.
Revista If, 1954.
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