jueves, 7 de enero de 2021

El ser. Richard Matheson.

Flota en la oscuridad. Una carcasa silenciosa de pálidos destellos metálicos se sostiene en el aire mediante hilos de antigravedad. Debajo, el planeta, rodeado de noche, le da la espalda a la luna. En la superficie, barrida por la oscuridad, un animal levanta los ojos, que brillan de terror, y observa el globo fosforescente suspendido sobre él. Se crispa. Huye. La tierra dura resuena bajo sus patas. De nuevo, el silencio solitario sembrado de viento. Horas. Horas negras que se vuelven grises y después rosáceas. La luz del sol baña el globo metálico, que centellea con luz sobrenatural.


Era como meter la mano en un horno.
—Dios mío, cómo quema. —Con una mueca, apartó la mano y volvió a ponerla con delicadeza en el volante sudado.
—Imaginaciones tuyas.
Marian estaba arrellanada en el asiento caliente cubierto de plástico. Hacía kilómetro y medio que había sacado por la ventanilla los pies calzados con sandalias. Tenía los ojos cerrados, los labios resecos y el aliento corto y acelerado. El viento abrasador le daba en el rostro y le alborotaba el pelo rubio y corto.
—No hace calor —añadió. Se removió incómoda en el asiento y se tiró del estrecho cinturón de los pantalones cortos—. Estamos más frescos que una lechuga.
—¡Ja! —gruñó Les. Se inclinó un poco hacia delante y apretó los dientes al sentir que la camiseta empapada se le pegaba a la espalda—. ¡Vaya mes para viajar!
Habían salido de Los Ángeles tres días atrás con destino a Nueva York, para visitar a la familia de Marian. El tiempo había sido tórrido desde el principio; tres días de sol abrasador que los habían dejado exhaustos.
El ritmo que intentaban llevar no hacía sino empeorar las cosas. Sobre el papel, seiscientos cincuenta kilómetros al día no parecían muchos, pero en la práctica resultaban excesivos. Tenían que conducir por atajos sin asfaltar donde levantaban sofocantes remolinos de polvo o por tramos de autopista en obras y llenos de baches. No pasaban de cincuenta por hora por miedo a que se rompiera un eje o les salieran los sesos volando.
Lo peor eran las cuestas de más de treinta kilómetros, porque el agua del radiador hervía cada media hora y tenían que parar un buen rato para echar agua fresca en el depósito hasta que el motor se enfriara, mientras se cocían dentro de aquel horno.
—Ya estoy hecho de este lado —dijo Les, sin aliento—. Venga, dame la vuelta.
—¡Ja! Tú también eres muy gracioso —rezongó Marian por lo bajo.
—¿Queda agua?
Marian bajó la mano izquierda y tiró de la pesada tapa de la nevera portátil. Tanteó el interior fresco, sacó el termo y lo agitó.
—Está vacío.
—Igual que mi cabeza —dijo él, fastidiado—. ¿Por qué dejé que me convencieras para ir en coche hasta Nueva York en pleno agosto?
—Bueno, bueno —repuso Marian, aunque sus zalamerías empezaban a perder fuerza—, no te calientes.
—¡Maldita sea! —exclamó, irritado—. ¿Cuándo va a volver este maldito atajo a la maldita autopista?
—Maldita, maldito, maldita —murmuró ella, divertida.
Les no dijo nada. Agarró el volante con más fuerza. Autopista 66, ruta alternativa. Hacía horas que se habían desviado por ahí porque un tramo de la autopista principal estaba en obras. Les ni siquiera sabía si seguían circulando por esa ruta. Habían pasado por cinco cruces en las últimas dos horas. Urgido por las ganas de salir del desierto, había estado más pendiente de pisar el acelerador que de atender a las señales.
—Mira, cariño, ahí hay una gasolinera —dijo Marian—. A ver si tienen agua.
—Y gasolina —añadió él, tras echar un vistazo al indicador de combustible—, y a ver si nos indican cómo volver a la autopista.
—A la maldita autopista —lo corrigió ella.
Una sonrisa débil le asomó a las comisuras de los labios mientras salía de la carretera. Detuvo el Ford junto a dos surtidores de gasolina con la pintura desconchada que había frente a una casucha desmoronadiza.
—Un lugar en auge —comentó en tono inexpresivo—. Una inversión de futuro.
—Para gente emprendedora.
Marian volvió a cerrar los ojos y tragó una bocanada de aire.
Nadie salió de la casa.
—Por favor, no me digas que está abandonada —dijo Les, disgustado, mirando a su alrededor.
Marian bajó las largas piernas y abrió los ojos.
—¿No hay nadie?
—Eso parece.
Les abrió la puerta del coche y se apeó. Al erguirse, el cuerpo le protestó y casi se le doblaron las rodillas. Parecía que le hubieran echado en la cabeza una montaña de calor.
—¡Dios! —exclamó, parpadeando para disipar las olas negras que le lamían los tobillos.
—¿Qué pasa?
—El calor. —Pasó entre los dos surtidores de boca oxidada, El suelo ardiente y agrietado crujió bajo sus pies cuando se encaminó a la puerta de la casucha—. Y no llevamos ni un tercio del camino… —murmuró para sí, desalentado.
Oyó cerrarse la puerta de Marian y el chancleteo de sus sandalias.
La penumbra le ofreció la ilusión de frescura apenas un segundo. De inmediato, el aire bochornoso y húmedo de la casucha lo aplastó, y siseó disgustado.
No había nadie. Recorrió el pequeño local con la mirada: la mesa coja con la superficie arañada, la silla sin respaldo, la máquina de refrescos llena de telarañas, la lista de precios y los calendarios en la pared, la raída persiana bajada hasta el alféizar del ventanuco y los punzantes rayos de luz que entraban por los desgarrones.
El suelo de madera crujió cuando regresó para salir bajo el sol achicharrante.
—¿Nadie? —le preguntó Marian, y él negó con la cabeza. Se miraron un momento, desconcertados. Ella se pasó por la frente un pañuelo mojado—. Bueno, pues sigamos —dijo en tono irónico.
Entonces oyeron un vehículo que se acercaba traqueteando por la pista que se adentraba en el desierto desde la carretera. Fueron hasta un lado de la casa y vieron un camión grúa de fabricación casera que se acercaba ruidosamente a la gasolinera. A lo lejos, siguiendo la pista, se distinguía la silueta baja de la casa de la que procedía.
—Al rescate —dijo Marian—. Espero que tenga agua.
El camión se paró con un quejido junto a la casucha. Al volante iba un hombre muy bronceado, de unos treinta años y aspecto rudo, con camiseta y un mono azul desteñido y remendado. El pelo lacio le caía por debajo del ala de un sombrero vaquero manchado de grasa.
Lo que esbozó cuando salió del camión no fue precisamente una sonrisa, sino más bien una contracción refleja de la boca fina y arisca. Se acercó a ellos a zancadas espasmódicas mientras los estudiaba a ambos con sus ojos oscuros.
—¿Quieren gasolina? —le preguntó a Les con voz dura y profunda.
—Sí por favor.
El tipo miró un instante a Les como si no lo hubiese entendido. Luego gruñó y se acercó al Ford, al tiempo que se metía la mano en el bolsillo trasero del mono para sacar la llave del surtidor. Al pasar junto al parachoques delantero del coche, echó un vistazo a la matrícula. Luego se quedó embobado mirando la tapa del depósito mientras trataba en vano de desenroscarla con sus manos callosas.
—Está cerrada —dijo Les, y se acercó a toda prisa con las llaves.
El hombre las cogió sin decir palabra, abrió la tapa y la dejó encima del maletero.
—¿Quiere etanol? —Había levantado la mirada, pero la sombra del ala ancha del sombrero le ocultaba los ojos.
—Sí, por favor —contestó Les.
—¿Cuánto?
—Lleno.
El capó quemaba. Reprimiendo un grito, Les apartó los dedos. Sacó un pañuelo, se lo enrolló en la mano y levantó el capó. Cuando desenroscó el tapón del radiador, salieron burbujas de agua hirviendo que salpicaron el suelo agrietado y se convirtieron en vapor.
—Genial —murmuró para sí.
El agua de la manguera estaba casi igual de caliente. Marian se acercó y puso un dedo bajo el fino chorro con el que Les llenaba el radiador.
—¡Uf, vaya! —dijo, decepcionada, y miró al tipo del mono—. ¿Tiene agua fresca? —le preguntó.
El individuo no levantó la cabeza y mantuvo la boca apretada en una delgada medialuna curvada hacia abajo. Marian volvió a preguntárselo, en balde.
—El típico hombre de Arizona, de temperamento sanguíneo… —le susurró a Les y se acercó más al tipo—. Perdone.
El hombre levantó la cabeza de golpe, sobresaltado, echando fuego por los ojos.
—¿Sí, señora? —respondió rápidamente.
—¿Sería posible conseguir agua fresca para beber?
La garganta curtida del hombre se movió al tragar saliva.
—Aquí no, señora, pero… —Se le quebró la voz y la miró con ojos vacuos—. Son… Son de California, ¿no?
—Sí.
—¿Van… lejos?
—A Nueva York —respondió ella, impaciente—. ¿Qué me decía del…?
—Nueva York —repitió el hombre, y juntó las cejas—. Eso está lejos.
—¿Qué me dice del agua? —le preguntó Marian.
—Bueno, aquí no tengo. —Torció los labios en un amago de sonrisa—. Pero si quieren acercarse a casa en el coche, mi esposa les dará.
—Ah. —Marian se encogió de hombros—. De acuerdo.
—Mientras tanto pueden ver mi zoo —les propuso, y enseguida se agachó junto al parachoques para oír si el depósito estaba llenándose.
—Tenemos que ir a su casa si queremos agua —le dijo Marian a Les, que estaba desenroscando una tapa de la batería.
—Ah, vale.
El hombre apagó el surtidor y cerró la tapa del depósito.
—Nueva York, ¿eh? —repitió, mirándolos.
Marian sonrió por cortesía y asintió.
En cuanto Les cerró el capó, se metieron en el coche y siguieron al camión hasta la casa.
—Tiene un zoo —dijo Marian en tono anodino.
—Qué bien —respondió Les. Soltó el embrague y bajó por la ladera del montículo encima del cual estaba la gasolinera.
—Me ponen enferma —dijo Marian.
Habían visto montones de zoos desde que habían salido de Los Ángeles. Solían estar en las estaciones de servicio, pensados para atraer a más clientes. Eran, invariablemente, una colección lamentable de cubículos inhóspitos en los que se acurrucaban zorros esqueléticos de ojos vidriosos y enfermizos, serpientes de cascabel enroscadas en su letargo y quizá algún águila desplumada de mirada sombría, encogida en el rincón oscuro de una jaula. En el centro del supuesto zoo solía haber un lobo o un coyote encadenado, una criatura desaliñada y aterrada de patas finas como tallos que caminaba sin cesar en círculos del mismo radio que la longitud de su cadena y que nunca miraba a las personas, sino hacia delante, con los ojos fijos inyectados en sangre.
—Los detesto —añadió Marian con acritud.
—Ya lo sé, preciosa.
—Si no necesitáramos agua, no iría a esa maldita casa vieja.
—Vale, chata —susurró Les con una sonrisa. Intentaba esquivar los baches—. ¡Oh! —añadió, chasqueando los dedos—. Se me ha olvidado preguntarle cómo volver a la autopista.
—Pregúntaselo cuando lleguemos.
La casa era un edificio marrón de madera gastada de dos pisos con pinta de tener cien años. Detrás había una hilera de cabañas bajas más o menos cuadradas.
—El zoo —dijo Les—. Leones, tigres y mucho más.
—El despiporren.
Aparcó delante de la casa silenciosa y vio que el hombre del sombrero salía del asiento polvoriento del camión y saltaba del estribo.
—Les traeré agua —dijo enseguida, y se encaminó a la casa. Se detuvo un momento y se volvió—. El zoo está detrás —añadió, haciendo un gesto con la cabeza.
Lo observaron subir los escalones de la vieja casa. Les se desperezó y parpadeó ante la luz del sol.
—¿Vamos a ver el zoo? —preguntó, reprimiendo una sonrisa.
—No.
—¡Venga, va!
—No, no quiero ver esa… cosa.
—Pues yo voy a echar un vistazo.
—Bueno, de acuerdo —cedió ella—, pero voy a ponerme enferma.
Rodearon la casa y siguieron por el lado que estaba a la sombra.
—¡Ay, qué bien! —dijo Marian.
—Oye, se le ha olvidado cobrarnos.
—Ya se acordará.
Se acercaron a la primera jaula y escudriñaron el interior penumbroso por la ventana cuadrada de sesenta centímetros de lado protegida por gruesos barrotes.
—Vacía —dijo Les.
—Bien.
—Pues vaya zoo.
Caminaron despacio hasta la siguiente jaula.
—Mira qué pequeñas son —dijo Marian con tristeza—. A ver qué gracia le hacía si lo encerraran a él en una. —Se detuvo, enfadada—. No, no voy a mirar. No quiero ver cómo sufren esas pobres criaturas.
—Echaré un vistazo rápido.
—Eres un demonio.
Lo oyó reírse entre dientes y lo siguió con la mirada mientras se acercaba a la segunda jaula y se asomaba.
—¡Marian! —Su grito le heló la sangre.
—¿Qué pasa? —Marian se acercó corriendo.
—Mira.
Contemplaba la jaula con los ojos como platos.
—¡Dios mío! —susurró Marian con voz temblorosa.
Había un hombre en la jaula.
Lo miró, incrédula, ajena a las gotas de sudor que le caían por la frente y las sienes.
El hombre estaba tirado en el suelo como una muñeca rota, tumbado sobre una manta sucia del ejército. Tenía los ojos abiertos y las pupilas dilatadas, pero no veía nada; parecía drogado. Sus manos mugrientas descansaban inertes como garras inmóviles sobre el suelo cubierto de briznas de paja. La boca abierta parecía una herida de dientes amarillos rodeada por unos labios resecos y agrietados.
Cuando Les se volvió, vio que Marian lo observaba anonadada, con la piel de las mejillas tirante y pálida.
—¿Qué es esto? —le preguntó con la voz agitada por un leve temblor.
—No lo sé —respondió él, y miró otra vez la jaula, como si dudara de lo que había visto. Después se volvió de nuevo a Marian—. No lo sé —repitió. El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho.
Intercambiaron una mirada de desconcierto absoluto.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Marian, casi en un susurro.
Les tragó saliva y volvió a mirar la jaula.
—Hola… —se oyó decir—. ¿Puede…? —Calló y tragó saliva. El hombre estaba inconsciente.
—Les, ¿y si…?
La miró y se le erizó el vello, porque Marian miraba con aprensión la siguiente jaula. Los pasos apresurados de Les resonaron en la tierra seca entre nubes de polvo.
—¡No! —gimió en cuanto miró dentro. Temblaba sin control.
Marian se le acercó a toda prisa.
—¡Dios mío! ¡Esto es espantoso! —gritó, mirando horrorizada al segundo enjaulado.
Los dos dieron un respingo cuando el hombre los miró con los ojos vidriosos e inertes. Se incorporó unos centímetros, muy débil, y la boca le tembló como si quisiese hablar. Un hilo de saliva le cayó por la comisura de los labios secos y le resbaló por la barba negra. Una súplica impotente se le reflejó en la cara sudorosa y sucia. Luego dejó caer la cabeza y puso los ojos en blanco.
Marian se apartó de la jaula con una mano crispada en la mejilla.
—Ese tipo está loco —murmuró y se giró de golpe hacia la casa silenciosa.
Les se volvió también, y la existencia del hombre de la casa, el que les habías dicho que fuesen a ver su zoo, se les impuso con todo su peso.
—Les, ¿qué vamos a hacer? —A Marian, cada vez más histérica, le temblaba la voz.
Les estaba aturdido, destrozado por lo que acababan de ver. No era capaz más que de temblar y mirar a su mujer. Le parecía estar viviendo una pesadilla.
Entonces cerró los labios y lo invadió una oleada de calor.
—Tenemos que salir de aquí —dijo por fin, y la cogió de la mano.
Los únicos sonidos eran los de sus jadeos y las sandalias de Marian en el suelo duro. El intenso calor formaba ondas en el aire, que los sofocaba y les empapaba la cara y el cuerpo de sudor.
—Más deprisa. —Les tiró de ella.
Cuando doblaron la esquina de la casa, frenaron de golpe, con los músculos contraídos.
—¡No! —El grito de Marian le transformó la cara en una máscara de terror.
El hombre se interponía entre el coche y ellos, y los apuntaba con una escopeta de dos cañones.
Les no supo por qué en aquel momento le vino la idea a la cabeza, pero de improviso fue consciente de que nadie sabía dónde estaban Marian y él. Nadie sabría ni por dónde empezar a buscarlos. Cada vez más asustado, se acordó de que les había preguntado adonde iban y se había fijado en la matrícula de California.
Y entonces oyó al hombre, oyó su voz dura y fría.
—Volved atrás, al zoo.
Después de encerrar a la pareja en una jaula, Merv Ketter regresó despacio a la casa, notando el peso de la escopeta en la mano derecha. No había sentido ningún placer; solo un alivio que había calmado unos momentos la tensión que encadenaba su cuerpo, pero ya volvía a estar rígido otra vez. El respiro no duraba más que los pocos minutos que tardaba en atrapar a una persona y enjaularla.
Si acaso, la tensión había aumentado. Era la primera vez que metía a una mujer en una jaula. Sintió un nudo de fría desesperación en el pecho.
Una mujer. Había metido a una mujer en una jaula. Un suspiro entrecortado le estremeció el pecho mientras subía los desvencijados escalones del porche trasero.
La puerta de mosquitera se cerró con un portazo. Apretó los labios. Bueno, ¿qué podía hacer? Dejó la escopeta sobre el hule amarillo de la mesa de la cocina. Le costaba respirar. «¿Qué otra cosa puedo hacer?», se preguntó, desafiante. El taconeo de las botas en el linóleo gastado lo acompañó hasta el soleado y silencioso salón.
Decaído, se desplomó en una vieja butaca, de la que se levantó una nube de polvo. ¿Qué se suponía que debía hacer? No tenía elección.
Por enésima vez se miró el bulto rojizo que tenía en el antebrazo izquierdo, justo debajo del codo. Bajo la piel, el diminuto cono metálico zumbaba discretamente. Lo sabía sin necesidad de escuchar. La vibración era constante.
Estaba exhausto. Se arrellanó en la butaca con un gruñido y apoyó la cabeza en el alto respaldo. Su mirada apagada atravesó la habitación, siguiendo la larga franja de sol en la que bailaban motas de polvo, hasta la chimenea.
Contempló el fusil Mauser, la Luger, el proyectil de bazuca, la granada de mano. Todo estaba sin desactivar. Por su cerebro atormentado asomaron varias ideas: llevarse la Luger a la sien, apoyarse el Mauser en el costado, incluso sacar la anilla de la granada y apretársela contra el vientre.
Héroe de guerra. La expresión le clavaba las zarpas en el cerebro. Hacía mucho tiempo que había perdido el sentido, que ya no era un consuelo. Tiempo atrás sí que había sido importante para él ser un soldado condecorado, loado y admirado.
Pero después Elsie había muerto; después, las batallas y el orgullo habían desaparecido. Estaba solo en el desierto sin más compañía que la de sus trofeos.
Un día salió al desierto a cazar.
Cerró los ojos y tragó saliva. Tenía la garganta seca. ¿Qué sentido tenía pensar? ¿Qué sentido tenía lamentarse? Todavía deseaba seguir vivo. Quizá fuese un deseo estúpido e irracional, pero allí estaba. No pudo librarse de él tras haber acabado con dos hombres, ni con cinco. No, ni siquiera después de haber acabado con siete.
Se clavó las uñas ennegrecidas en las palmas de las manos hasta rasgarse la piel. «Pero una mujer, una mujer». La idea lo atravesaba como un cuchillo. Nunca se había planteado enjaular a una mujer.
Se golpeó la pierna con el puño, furioso e impotente. No le había quedado más remedio. Claro que había visto la matrícula de California. Pero no iba a hacerlo. Pero la mujer le había pedido agua y entonces había sabido que no tenía elección, que tenía que hacerlo.
Solo le quedaban dos hombres.
Se había enterado de que la pareja iba a Nueva York, y la tensión le iba y le venía, lo soltaba y lo apresaba a espasmos rítmicos, puesto que, en lo más hondo, sabía que les diría que fuesen a ver el zoo.
«Tendría que haberles puesto una inyección —pensó—. Puede que empiecen a gritar». Que gritara el hombre no le importaba; ya estaba acostumbrado a gritos de hombre. Pero la mujer…
Merv Ketter abrió los ojos y miró con desesperanza la repisa de la chimenea: la fotografía de su mujer muerta y las armas que habían sido su gloria y que ya no tenían sentido, que no eran más que acero y madera sin valor, sin sustancia.
Héroe.
La palabra le revolvía el estómago.


La pegajosa pulsación se hizo más lenta y cesó una fracción de segundo antes de reanudarse y llenar la carcasa con su sonido sibilante y espumoso. Una ola flácida de agitación recorrió las hileras de músculos enroscados. El ser despertó. Había llegado el momento.
Pensamiento. La burbuja de aire informe y vaporoso se fusionó y lo envolvió. El ser se movió, una ondulación, un serpenteo gelatinoso dentro de la burbuja reluciente. Una sacudida, un deslizamiento, un vaivén, una corriente de tejidos viscosos.
Otro pensamiento. Una onda dirigida. El susurro de entrada en la atmósfera, el balanceo silencioso del metal. Se abre. Se cierra con un clic. La puesta del sol tiñe de sangre el horizonte. Un balón incoloro lleno de algo informe, de algo vivo, se hunde en el aire despacio, en silencio.
Tierra, enfriamiento. El ser la toca, se posa. Se desplaza por el suelo y todos los seres vivos huyen al verlo acercarse. Deja a su paso una estela viscosa iridiscente, verde y amarilla.


—Cuidado.
El repentino susurro de Marian casi hizo que se le cayera la lima de uñas. Escondió la mano, se le contrajo la mejilla sucia y sudorosa, y se refugió aprisa en la oscuridad. El sol casi se había puesto.
—¿Viene hacia aquí? —preguntó Marian, con la voz ronca a causa de la sed.
—No lo sé.
Con los sentidos alerta, Les observó acercarse al hombre del mono. Oía el crujido de los tacones de las botas en la tierra árida. Intentó tragar saliva, pero el calor de la tarde lo había dejado seco, de modo que la garganta solo resonó con un inútil chasquido. Pensó en qué pasaría si el hombre veía el barrote de la ventana limado.
El hombre caminaba rápido. Iba tocado con su sombrero vaquero, sus facciones eran duras e inexpresivas, y balanceaba los brazos rígidos a los costados.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Marian con voz áspera y nerviosa. Había olvidado su malestar con el súbito regreso del miedo.
Les sacudió la cabeza. Llevaba haciéndose la misma pregunta toda la tarde: después de que los encerrara y regresara a la casa, en los aterradores minutos posteriores al encierro, durante el rato transcurrido desde que Marian había encontrado la lima en el bolsillo de sus pantalones cortos y el pánico se había transformado en esperanza de huir. Durante todo ese tiempo, la pregunta había estado atormentándolo. ¿Qué iba a hacer aquel hombre con ellos?
Pero no era a su jaula adonde se dirigía. El alivio los dejó sin fuerzas a los dos. El hombre ni siquiera había mirado hacia su jaula. Más bien parecía evitarlo.
Desapareció de su campo de visión y lo oyeron abrir otra jaula. A Les se le encogió el estómago con el chirrido de las bisagras oxidadas.
El hombre reapareció.
Marian contuvo la respiración. Los dos observaron como arrastraba por el suelo al hombre inconsciente, cuyos talones abrían estrechos surcos en el polvo.
A unos cuantos metros, soltó los brazos flácidos de su víctima y el cuerpo cayó al suelo como un saco. Volvió la cabeza de súbito y miró algo que había detrás. Vieron que tragó saliva involuntariamente. Movía los ojos con rapidez, mirando hacia todas partes.
—¿Qué está buscando? —preguntó Marian con un susurro tembloroso.
—No lo sé, Marian.
—¡Va a dejarlo ahí! —Fue casi un gemido.
Observaron atemorizados y confusos al hombre del mono, que regresaba a la casa a paso rápido, sin dejar de mirar a derecha y a izquierda, muy nervioso.
«Santo cielo, ¿qué estará buscando?», pensó Les, cada vez más atemorizado.
De repente, a media zancada, el hombre se dobló y se agarró el brazo izquierdo. Echó a correr como alma que lleva el diablo y subió los escalones del porche de dos en dos. La mosquitera se cerró a su espalda de un portazo y todo quedó en silencio.
Marian contuvo un sollozo.
—Tengo miedo —dijo con un hilo de voz.
Les también; no sabía de qué, pero estaba muy asustado. Un escalofrío de inquietud le recorrió la espalda y le erizó el vello de la nuca. No apartaba la vista del cuerpo del hombre tendido en el suelo, de la cara inmóvil y pálida que miraba el cielo oscuro sin verlo.
Dio un respingo cuando oyó que echaban la llave en la puerta trasera de la casa.
Silencio. Una gran cortina de silencio pesaba sobre ellos como plomo. El hombre seguía inmóvil en el suelo. Tenían la respiración agitada, los labios temblorosos, los ojos anclados en el hombre, casi hipnotizados.
Marian se llevó un puño a la boca y se mordió los nudillos. El sol ribeteaba el horizonte con una cinta escarlata. Silencio absoluto. Silencio opresivo y absoluto.
Silencio absoluto.
Un ruido.
Se les cortó la respiración. Boquiabiertos, aguzaron el oído para tratar de captar un sonido que no habían oído nunca. El cuerpo se les puso rígido mientras escuchaban…
Una sacudida, un deslizamiento, un vaivén, una corriente de…
—¡Dios mío! —Marian no pudo contener la exclamación de terror, y se giró de espaldas y se tapó los ojos con las manos.
Empezaba a oscurecer y Les no estaba muy seguro de lo que veía. Se quedó paralizado en el fétido aire de la jaula, pálido, observando la cosa que se arrastraba por el suelo hacia el cuerpo del hombre, una cosa que tenía forma pero no la tenía, que reptaba como una corriente de gelatina trémula.
El pánico le provocó arcadas. Trató de retroceder, pero no pudo. No quería verlo. No quería oír aquel gorgoteo horrible, como de agua tragada por un gran sumidero, aquel borboteo turbio como de tinajas de sebo hirviente.
«No —se repetía una y otra vez, incapaz de aceptarlo—. ¡No, no, no, no!».
Un grito los sacudió como si fueran seres sin huesos, y Marian se lanzó contra una pared de la jaula, temblando de asco.
Y el hombre desapareció de la tierra. Les contempló el espacio donde había estado y la masa luminosa que palpitaba en aquel lugar como un gran montículo de plancton encerrado en un globo cuyos pálidos fluidos ondulaban.
Siguió mirando la cosa hasta que se hubo comido por completo al hombre.
Después, con las piernas insensibles, se reunió con Marian. Ella le clavó los dedos en la espalda y Les sintió su rostro húmedo y desencajado apretado contra su hombro. La abrazó, insensible, con la cara paralizada por el horror. Vagamente, más allá del pavor que le atenazaba el cuerpo, sintió la necesidad de consolarla, de borrar su miedo.
Pero no podía. Era como si un par de garras invisibles le hubieran penetrado en el pecho y le destrozaran las entrañas. No quedaba nada dentro de él, solo un vacío de bordes helados. Y un cuchillo afilado clavaba la punta en ese vacío cada vez que pensaba en por qué los habían encerrado.
Cuando llegó el grito, Merv se llevó las manos a los oídos con tanta fuerza que se hizo daño en la cabeza.
Ya no conseguía ahogar el sonido. Las puertas no cerraban lo bastante bien, las ventanas no lo aislaban del mundo, las paredes eran demasiado porosas… Los gritos siempre llegaban hasta él.
Quizá fuese porque en realidad estaban en su cabeza, donde no había puertas que cerrar, ni ventanas tras las que amortiguar los gritos de terror. Sí, quizá estuviesen en su cabeza. Eso explicaría por qué seguía oyéndolos en sueños.
Cuando enmudeció el grito y Merv supo que la cosa se había ido, fue a la cocina arrastrando los pies y abrió la puerta. Como un robot impulsado por engranajes implacables, se acercó al calendario y rodeó la fecha con un círculo. Domingo, 22 de agosto.
El octavo hombre.
El lápiz se le escurrió de los dedos flácidos y rodó por el linóleo.
Dieciséis días. Un hombre cada dos días durante dieciséis días. El cálculo era muy simple, pero la realidad no.
Caminó por la sala de estar. Entraba y salía del círculo de luz de la lámpara que confería un brillo mantecoso a sus facciones exhaustas y desaparecía cuando pasaba a la sombra. Dieciséis días. Parecían dieciséis años desde el día en que había salido a cazar liebres al desierto. ¿Solo habían pasado dieciséis días?
Revivió la escena una vez más; nunca lo abandonaba. Caminaba por la arena, a última hora de la tarde, arrastrando los pies, moviendo despacio la cabeza, con la escopeta apoyada en la cadera y los ojos escrutadores bajo el ala del sombrero.
Se encaramó a una duna cubierta de maleza y se detuvo asombrado frente a un globo que brillaba como una luz sumergida en agua. Con el corazón en la boca, sintió que todos los músculos se le tensaban.
Se acercó hasta ponerse casi debajo de la esfera luminiscente que reflejaba en tonos rojos los últimos rayos de sol.
Ahogó un grito cuando una cavidad circular apareció en la superficie del globo. De la cavidad salió flotando…
Le dio la espalda y echó a correr. Subió la duna a cuatro patas, jadeando, presa del pavor. Los tacones de las botas se le hundían en la arena. Al llegar a la cima, echó a correr a zancadas largas, empujado por el pánico. La escopeta, bien sujeta en la mano derecha, le rebotaba contra la pierna.
Oyó un sonido similar a un escape de gas por encima de la cabeza. Se volvió, fuera de sí, y el grito que soltó le retorció el rostro y lo convirtió en la viva imagen del horror.
El brillo bulboso flotaba tres metros por encima de él.
Merv se arrojó hacia delante. Un calor fétido le sopló en la espalda. Miró de nuevo hacia arriba, aterrado, y vio que la cosa descendía. Estaba a dos metros y medio de él… A dos… A uno y medio…
Merv Ketter se puso de rodillas, se volvió y apuntó con la escopeta. El disparo rompió el silencio del desierto.
Un grito ahogado le desgarró la garganta al ver que los balines rebotaban en la burbuja luminosa como guijarros contra una bola de goma. Algunos se le clavaron en el hombro y el brazo. Se tiró al suelo, a un lado, y la escopeta se le escapó de la mano. Un metro… Medio metro… El calor lo envolvió y el hedor asfixiante formaba ondas en el aire. Levantó los brazos.
—¡No!
Una vez se había lanzado al agua sin mirar y se había quedado atrapado en el limo caliente del fondo. Así se sentía en ese momento, pero en esa ocasión era el cieno lo que se echaba sobre él. Sus gritos se perdieron en el reptante globo gaseoso, y las extremidades, que no dejaba de mover, quedaron presas en el tejido pegajoso. Helado de horror, vio cómo lo rodeaba una gelatina temblorosa llena de remolinos de lentejuelas. El pánico lo oprimió y sintió que la muerte le chupaba la vida.
Pero no murió.
Inspiró. Había aire, aunque contaminado por un olor que le revolvió el estómago. Respiraba con dificultad y se ahogaba.
Entonces algo se movió en su cerebro.
Intentó revolverse e intentó gritar, pero no pudo. Era como si unas víboras le recorrieran los sesos y le mordieran con dientes venenosos los tejidos del pensamiento.
Las serpientes se enroscaban y se erguían.
«Podría matarte». Las palabras le quemaron como ácido. Los músculos de la cara se le contrajeron, pero no pudieron moverse en aquel pegamento putrefacto.
Se formaron más palabras que ardían y se le marcaban a fuego, indelebles, en el cerebro.
«Me traerás comida».
Todavía temblaba al recordarlo, allí, delante del calendario, con la mirada perdida en los círculos a lápiz.
¿Qué otra cosa podría haber hecho? Se lo preguntaba suplicante, como un pecador atormentado. El ser se lo había sacado todo. Lo sabía todo acerca de su casa, su gasolinera, su mujer, su pasado. Le dijo lo que tenía que hacer, sin dejarle otra opción. Tenía que hacerlo. ¿Alguien se habría dejado matar de aquella manera de tener alternativa? ¿De verdad? ¿Acaso no habría prometido cualquiera el mundo entero por verse libre de tal espanto?
Tembloroso y sombrío, subió las escaleras. Le flaqueaban las piernas, y a pesar de saber que no dormiría, entró en su habitación. Se dejó caer en la cama, se quitó un zapato y miró con apatía el suelo, la alfombra torcida que Elsie había tejido hacía tanto tiempo.
Sí, había prometido obedecer al ser. Y el ser le había introducido el diminuto cono zumbador en el brazo, muy profundamente, para que solo pudiera escapar si se abría la carne y moría.
Luego aquel puré asqueroso lo había vomitado en la arena del desierto y él se había quedado allí, mudo y paralizado, mientras el ser se alzaba despacio del suelo. Y había oído mentalmente la última advertencia: «Dentro de dos días».
Así había empezado aquel ciclo interminable y destructor de atrapar personas inocentes para librarse del destino que lo aguardaba.
Y lo más horrible, lo realmente espantoso era saber que lo haría de nuevo. Sabía que haría cualquier cosa por mantener alejado al ser. Incluso si significaba que la mujer…
Apretó los labios, cerró los ojos y se sentó en la cama, temblando, sin control.
¿Qué haría cuando terminara con la pareja? ¿Qué haría si nadie más llegaba a la gasolinera? ¿Qué haría si la policía le preguntaba por la desaparición de once personas?
Un escalofrío le sacudió los hombros y un sollozo de angustia le latió en la garganta.
Tomó un buen trago de la botella de whisky medio vacía antes de acostarse. A oscuras, encogido y con los nervios de punta, esperó. El escaso calor del alcohol en el estómago no podía paliar el frío ni el vacío de su interior.
El cono le giraba en el brazo.
Les arrancó el último barrote y se quedó un instante con la barbilla pegada al pecho, resoplando con los dientes apretados y el cuerpo agitado al ritmo de los jadeos. Los músculos de la espalda, los hombros y los brazos le latían de dolor.
Entonces tomó aire con un ruido áspero.
—Vamos. —Le temblaban los brazos cuando ayudó a Marian a salir por la ventana—. No hagas ruido.
Casi no podía ni hablar de lo agotado que estaba por la sed, el hambre, el calor y los calambres de los músculos que le había provocado el interminable limado.
No pudo alcanzar la abertura de bordes irregulares con la pierna y tuvo que salir con la cabeza por delante. Se empujó, se retorció y notó que se le clavaban esquirlas en la piel sudorosa y grasienta. Cuando cayó al suelo, el dolor del impacto le recorrió los brazos extendidos y la oscuridad se llenó unos momentos de agujas de luz. Marian lo ayudó a levantarse.
—Vamos —la urgió él entonces, sin aliento, y echaron a correr hacia la parte delantera de la casa.
De repente, Les le cogió la muñeca y la detuvo de un tirón.
—Quítate las sandalias —le ordenó con voz ronca.
Marian se agachó de inmediato y se las desabrochó.
La casa estaba a oscuras. Doblaron la esquina trasera y corrieron agazapados por debajo de las ventanas, que reflejaban la luz de luna. Marian hizo una mueca al pisar un guijarro afilado.
—Gracias a Dios —susurró Les para sí cuando llegaron al frente de la vivienda.
El coche seguía allí. Mientras corrían hacia él, se sacó la cartera del bolsillo de atrás del pantalón. Metió los dedos temblorosos en el monedero y sintió la fría llave de repuesto. Estaba seguro de que las otras llaves no estarían en el coche.
Lo alcanzaron.
—Deprisa.
Abrieron las puertas y entraron. De repente, Les se dio cuenta de que titiritaba de frío en el aire nocturno. Sacó la llave y buscó a tientas la ranura. Habían dejado las puertas abiertas con la idea de cerrarlas en cuanto arrancara el motor.
Les encontró por fin la ranura, metió la llave y dejó escapar un suspiro tembloroso. Si el hombre le había hecho algo al motor, estaban perdidos.
—Allá vamos —murmuró, y apretó el botón de arranque.
El motor rugió y estuvo a punto de arrancar. Les tragó saliva, apartó la mano de golpe y miró con aprensión la casa oscura.
—Dios mío, ¿arrancará? —susurró Marian con la carne de gallina.
—No lo sé, espero que sea porque está frío —se apresuró a responder.
Tomó aire, apretó el botón de nuevo y cebó el carburador. El motor hizo un amago perezoso de ponerse en marcha.
«¡Dios mío, le ha hecho algo al coche! —Las palabras estallaron en la mente de Les. Pulsó el botón con violencia, con el cuerpo rígido de miedo—. ¿Por qué no lo hemos empujado hasta la carretera?». Las arrugas de su rostro se hicieron más profundas.
—¡Les!
Sintió la mano de Marian que lo agarraba del brazo. Miró instintivamente hacia la casa. Se había encendido una luz en el primer piso.
—¡Por Dios, arranca! —exclamó, frenético, y volvió a pulsar el botón con el pulgar rígido.
El motor cobró vida y el alivio lo inundó. Apretó con energía el acelerador para calentarlo, y Marian y él cerraron las puertas a la vez.
Justo cuando metía primera, el hombre asomó la cabeza y el tronco por la ventana iluminada. Gritó, pero no oyeron lo que decía por culpa del ruido del motor.
El coche dio un tirón y se caló. Furioso e impotente, Les siseó y volvió a pulsar el botón de arranque. El motor se recobró. Soltó el embrague y los neumáticos botaron sobre el terreno irregular. Mientras, en la planta de arriba, el hombre desapareció de la ventana. Marian, que no apartaba los ojos de la casa, vio que se encendía una luz de la planta baja.
—¡Deprisa! —suplicó.
El coche ganó velocidad, y Les metió segunda y describieron un brusco semicírculo. Los neumáticos patinaron en la tierra dura. Cuando ya entraban en la carretera, Les metió tercera y tiró de la palanca para encender los faros, que llenaron de luz la oscuridad.
Hubo un estampido a su espalda y los dos se encogieron instintivamente. Algo había abierto un surco en el techo del coche con un chirrido. Les pisó a fondo el acelerador y el coche salió disparado y avanzó a trompicones por la carretera llena de baches.
Otro tiro desgarró la noche y reventó la mitad del parabrisas trasero. Cayó una lluvia de esquirlas de cristal. Volvieron a encogerse y Les gimió cuando una esquirla se le clavó en el cuello.
Dio un volantazo. El coche se metió en una pequeña zanja y estuvieron a punto de caer por el terraplén del lado izquierdo de la carretera. Les se aferró al volante y, con los brazos inflexibles, llevó el coche de vuelta al centro de la calzada.
—¿Dónde está? —le gritó a Marian, y ella se giró.
—¡No lo veo! —respondió ella, pálida.
Les tragaba saliva cada vez que el coche daba un bandazo en un bache y que las luces saltaban con violencia con las sacudidas.
«Tienes que llegar al siguiente pueblo —pensaba Les, desquiciado—, díselo al sheriff, intenta salvar a ese pobre diablo. —Pisó el acelerador cuando la carretera se allanó—. Tienes que llegar al siguiente pueblo…».
—¡Cuidado! —gritó Marian.
No pudo detenerse a tiempo. El Ford se estrelló contra la pesada verja que cruzaba la carretera. El frenazo fue tan fuerte que estuvieron a punto de partirse el cuello. Marian salió despedida contra el salpicadero y se golpeó la cabeza contra el parabrisas. El motor se caló y los faros se apagaron.
Les se apartó del volante. El impacto lo había dejado aturdido y sin aliento.
—Cariño, vamos —jadeó.
Oyó un sollozo ahogado de Marian.
—La cabeza, la cabeza…
Les se quedó mirándola, inmóvil y mudo, mientras ella movía la cabeza sin poder soportar el dolor y se apretaba la frente con una mano. Luego Les abrió la puerta de su lado y la cogió de la otra mano.
—Marian, ¡tenemos que salir de aquí!
Ella siguió llorando impotente mientras Les la sacó casi a rastras del coche y le pasó un brazo por la cintura para sostenerla. Oyó el ruido de unas botas pesadas que corrían por la carretera y, al volverse, vio el balanceo del brillante haz de una linterna.
Marian se desmayó en la verja. Les la sujetó, temblando de impotencia, mientras el hombre se acercaba corriendo con una 45 en la mano derecha y una linterna en la izquierda. Les entornó los ojos cuando lo enfocó el haz.
—Andando —fue lo único que dijo el tipo, jadeando, y Les vio que indicaba hacia la casa con el cañón de la pistola.
—¡Mi mujer está herida! —exclamó—. Se ha golpeado la cabeza contra el parabrisas. ¡No puedes volver a meterla en una jaula!
—¡He dicho que andando!
El grito sobresaltó a Les.
—¡Pero no puede caminar! ¡Está inconsciente!
Oyó un suspiro ronco y entrecortado, y vio que el hombre iba desnudo de cintura para arriba y que temblaba.
—Pues llévala tú.
—Pero…
—¿Quieres que te vuele los sesos aquí mismo? —le chilló, enloquecido de rabia.
—No. No. —Negó nervioso con la cabeza y levantó el cuerpo flácido de Marian.
El tipo se apartó y Les echó a andar por la carretera, pendiente de la cara de Marian y del suelo al mismo tiempo.
—Cariño —susurró—. ¿Marian?
La cabeza de Marian estaba apoyada en el antebrazo izquierdo de Les. El pelo corto y rubio le acariciaba las sienes y la frente. La rabia se le fue acumulando hasta que no pudo contener un grito.
—¿Por qué haces esto? —estalló de repente.
No hubo respuesta; solo el sonido rítmico de las botas del hombre contra la tierra agrietada.
—¿Cómo puedes hacerle una cosa así a otra persona? —le preguntó Les con la voz rota—. Atrapar a los tuyos y dárselos a esa… ¡Sabe Dios lo que es eso!
—¡Cállate! —le ordenó el hombre, aunque había más derrota que ira en su voz.
—Mira —dijo Les en un arrebato—, deja marchar a mi mujer. Quédate conmigo si no tienes más remedio, pero… Pero déjala ir. ¡Por favor!
El hombre no dijo nada, y Les se mordió los labios con frustración y angustia. Miró a Marian, asustado.
—Marian —la llamó—. Marian.
El aire nocturno era muy frío y un escalofrío violento lo sacudió.
La casa se erguía amenazadora en el desierto llano y oscuro.
—¡Por Dios! ¡No la metas en una jaula! —gritó desesperado.
—Camina. —La voz del hombre era anodina. No expresaba nada, ni promesa ni emoción alguna.
Les se puso rígido. De haber estado solo, se habría abalanzado sobre él; lo sabía. No habría regresado por las buenas a la casa, a las jaulas, a la cosa.
Pero estaba con Marian.
Pasó por encima de la escopeta tirada en el suelo y oyó a su espalda el gruñido del hombre al agacharse para recogerla.
«Tengo que sacarla de aquí —pensó—. ¡Tengo que sacarla!». Sucedió antes de que pudiera hacer nada. Oyó que el hombre se le acercaba por detrás y sintió un pinchazo en el hombro derecho. El aguijonazo le cortó la respiración y se giró lo más deprisa que pudo, vencido por el peso de Marian.
—¿Qué estás…?
Ni siquiera pudo terminar la frase. Fue como si un licor caliente y adormecedor le corriese por las venas. Una tremenda lasitud se apoderó de sus extremidades y casi no se dio cuenta de que el hombre le cogía a Marian de los brazos.
Se tambaleó. La noche se llenó de brillantes puntos de luz. La tierra fluía como agua bajo sus pies y tenía las piernas de goma.
—No… —murmuró, aletargado, y se cayó.
Ni siquiera notó el impacto de su cuerpo contra el suelo.


El vientre del globo era cálido. Se ondulaba con un calor espeso y vaporoso. En la penumbra húmeda, el ser descansaba y su cuerpo amorfo temblaba con las pulsaciones monótonas del sueño. Estaba satisfecho, estaba cómodo. Acurrucado como un grotesco gato cósmico delante de la chimenea.
Durante dos días.


Unos chillidos lo despertaron. Se agitó a intervalos y movió los labios como si quisiera hablar. Pero los tenía de hierro. Estaban flácidos e inertes, y no podía moverlos. Solo con gran fuerza de voluntad consiguió abrir los párpados, que le pesaban como el plomo.
El aire de la jaula ondeaba y centelleaba formando extrañas corrientes. Parpadeó despacio. Tenía los ojos vidriosos y la mirada desconcertada. Movió las manos débilmente como si fueran peces moribundos.
Era el hombre de la otra jaula quien gritaba. Aquel pobre diablo había salido de su estado narcotizado y se había puesto histérico porque sabía qué ocurría.
Les frunció la frente sucia de sudor poco a poco. Podía pensar. Su cuerpo era como una piedra enorme, torpe e indefensa. Pero, debajo de la superficie pétrea e inmóvil, el cerebro le funcionaba como siempre.
Cerró los ojos. Eso era lo peor. Saber qué estaba por venir. Estar allí, tirado en el suelo, impotente, y saber qué le sucedería.
Le pareció que se estremecía, pero no estaba seguro. Aquella cosa, ¿qué era? No había nada en sus conocimientos que le sirviera para comprenderla, no tenía ninguna base racional en la que sustentarla. Lo que había visto esa noche iba más allá de…
¿Qué día era? ¿Dónde estaba…?
¡Marian!
Volver la cabeza fue como empujar una roca. Tenía la garganta seca y no se daba cuenta de que le resbalaba la saliva por las comisuras de los labios. Se obligó a abrir los ojos de nuevo con gran esfuerzo.
El pánico le apuñaló el cerebro, aunque la expresión de su cara no cambió en absoluto.
Marian no estaba allí.
Estaba tumbada en la cama, drogada. Le había puesto otro trapo frío y húmedo en la frente, sobre la hinchazón de la sien derecha.
La miraba de pie, en silencio. Acababa de volver de las jaulas, donde le había puesto otra inyección al hombre para que dejase de gritar. Se preguntó qué habría en la droga que le había dado el ser, se preguntó qué les haría a los hombres. Esperaba que los dejase completamente insensibilizados.
Era el último día de ese hombre.
«No. Es una fantasía estúpida —se dijo de repente—. No se parece a Elsie, no se parece en nada a Elsie».
Era su mente. Quería que se pareciese a Elsie, eso era. Se le contrajo la garganta al tragar saliva. «Idiota». La palabra fue un bofetón sordo en su cerebro. No se parecía a Elsie.
Una vez más, paseó brevemente la mirada por el cuerpo de la mujer, por la suave elevación del pecho, por la cintura esbelta, por las piernas largas y bien proporcionadas. Marian. Así la había llamado el otro hombre: Marian.
Era un nombre bonito.
Con un gesto airado de los hombros, le dio la espalda a la cama y salió a toda prisa de la habitación. Pero ¿qué le pasaba? ¿Qué pensaba hacer? ¿Dejarla marchar? Había sido una estupidez meterla en la casa hacía dos noches e instalarla en el dormitorio de invitados. Ningún sentido. No podía permitirse sentir compasión por ella ni por nadie. Si caía en eso, estaba perdido. Era obvio.
Mientras bajaba la escalera intentó recordar de nuevo el horror que se sentía al ser absorbido por la masa gelatinosa. Intentó recordar el terror que le había desgarrado el cerebro. Pero, extrañamente, el recuerdo se empeñaba en desaparecer como una nube arrastrada por el viento y su pensamiento regresaba a la mujer. Marian. Sí que se parecía a Elsie; el mismo color de pelo, la misma boca.
«¡No!».
La dejaría en el dormitorio hasta que se le pasase el efecto de la droga y después volvería a enjaularla.
«¡O yo, o ellos! —se dijo con furia—. ¡No pienso morir así! Por nadie».
Siguió discutiendo consigo mismo de aquella forma todo el camino hasta la gasolinera.
«Estoy loco. No debería habérmela llevado a casa ni sentir lástima por ella. No puedo permitírmelo. No puedo. No representa más que dos días más de vida para mí, solo eso, un indulto de dos días…».
En la gasolinera no había nadie. Reinaba el silencio. Merv paró el camión y se bajó. La tierra caliente crujió bajo sus pies mientras caminaba inquieto entre los surtidores.
«¡No puedo dejarla escapar!», se flageló, con la cara contraída de furia. Se estremeció al darse cuenta de que llevaba dos días dándole vueltas a la idea.
—Ojalá fuera un hombre —murmuró para sí, con los puños apretados y los nudillos pálidos. Se miró el bulto rojizo del brazo izquierdo. ¿Por qué no podía arrancárselo de la carne? ¿Por qué?
En aquel momento llegó un coche. Era el coche de un vendedor, polvoriento y recalentado.
Mientras Merv le echaba gasolina y comprobaba el aceite y el agua, no dejaba de mirar por debajo del ala del sombrero al hombrecito rubicundo, con traje de lino y panamá. Sustituida. Merv intentaba reprimir la idea, pero ahí estaba. Miró la matrícula.
Arizona.
Se le crispó la cara. No, no. Siempre había elegido coches de otros estados; era más seguro.
«Tendré que dejarlo marchar —pensó con tristeza—. Debo dejarlo marchar. No puedo permitirme…».
Pero cuando el hombrecillo fue a coger la cartera, a Merv la mano se le fue al bolsillo trasero del mono y cerró los dedos en torno a la culata caliente de la 45.
El hombrecillo se quedó mirando la enorme pistola con la boca abierta.
—¿Qué pasa? —preguntó débilmente. Merv no se lo dijo.


La noche rozaba con sus helados dedos negros la burbuja en movimiento. La tierra fluía bajo su avance líquido.
¿Por qué era el aire tan pobre en nutrientes? ¿Por qué era tan escasa la presión de la atmósfera? Aquella tierra era débil y seca, con los gases vitales casi agotados.
Mientras se arrastraba, mientras barría el terreno, el ser pensó en escapar.
¿Cuánto tiempo llevaba en aquel lugar baldío? No tenía forma de saberlo, porque el sol del planeta aparecía y desaparecía a una velocidad demencial; la oscuridad y la luz se alternaban con la rapidez de un parpadeo.
Los instrumentos de cronometría de la nave estaban destrozados, eran irreparables. Ya sin contexto, sin ninguna medida conocida por la que guiarse, el ser estaba perdido en aquel vacío tenue de roca viva, incapaz de hacer otra cosa que no fuese buscar comida para subsistir.
A lo lejos, en la oscuridad, vislumbró la morada del animal del planeta, de grotescas formas angulares y puntiagudas. Era un animal estúpido, una bestia sin cerebro, irracional, que solo sabía emitir salvajes graznidos y agitar los zarcillos como las plantas nocturnas de su mundo. Y tenía el cuerpo duro, de una rigidez calcárea escasamente nutritiva. Tanta era la energía que necesitaba para hacer la digestión que el ser se veía obligado a comer el doble.
Más cerca. El chasquido subió de volumen.
El animal estaba allí, como de costumbre, tumbado en el suelo y con los zarcillos doblados y laxos. El ser disparó los hilos de su pensamiento y absorbió los perezosos jugos mentales del animal. Si aquella era la inteligencia del planeta, se trataba de un lugar en verdad primitivo. Se acercó más, hinchándose y succionando, por la tierra barrida por el viento.
El animal se agitó y el ser experimentó una profunda repulsión. De no haber estado muriéndose de hambre e indefenso, ni se le hubiera ocurrido absorber aquella bestia temblorosa de costillas rígidas.
La burbuja tocó el zarcillo. El ser flotó sobre la forma animal y se detuvo con un estremecimiento. Las células visuales le revelaron que el animal miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos. Las células auditivas le transfirieron el ruido salvaje y ahogado que emitía el animal moribundo. Las células táctiles captaron los débiles movimientos de su cuerpo.
Y, en lo más profundo, el ser percibió el repiqueteo constante que procedía de la oscura guarida en la que se ocultaba, tembloroso, el primer animal, el animal que llevaba el cono localizador en un zarcillo.
El ser comió. Mientras, se preguntó si habría comida suficiente para mantenerlo vivo…
durante los mil años terrestres de su vida.


Les estaba tumbado en el suelo de la jaula, con el corazón acelerado, mientras el hombre lo miraba.
Estaba comprobando la solidez de las paredes de la celda cuando había oído el golpe de la mosquitera de la puerta al cerrarse y el sonido de las botas al bajar los escalones del porche. Se había echado al suelo enseguida y se había puesto boca arriba, tratando de recordar, desesperado, en qué posición había permanecido mientras estuvo drogado. Había dejado caer las manos a los lados, había subido un poco la pierna derecha y había cerrado los ojos. El hombre no podía saber que estaba consciente. El hombre debía abrir confiado la puerta.
Hizo un esfuerzo por respirar despacio y con regularidad, aunque le daba dolor de estómago. El hombre no hizo ningún ruido al asomarse.
«Cuando abra la cerradura —se repetía Les—, en cuanto oiga que tira de la puerta, saltaré sobre él».
Notó un temblor nervioso en la garganta. ¿Se daría cuenta de que fingía? Con los músculos en tensión, esperó a oír que se abría la puerta. Tenía que escapar en ese momento.
No tendría otra oportunidad. La cosa iría esa noche.
Entonces oyó alejarse los pasos del hombre. Abrió los ojos de golpe, con el rostro crispado por la incredulidad y el horror. ¡No iba a abrir la jaula!
Se quedó tumbado un buen rato más, temblando, mudo, con la mirada clavada en la ventana enrejada a la que se había asomado el tipo. Tenía ganas de llorar a voz en grito y golpear la puerta hasta que le sangraran los puños.
—No, no… —murmuró sin ánimo.
Al fin se puso de rodillas y atisbó por el borde inferior de la ventana. El hombre se había ido.
Se puso en cuclillas y se rebuscó en los bolsillos una vez más.
La cartera; ahí no llevaba nada útil. El pañuelo, un trocito de lápiz, cuarenta y siete centavos, el peine.
Nada más.
Sostuvo los objetos en las palmas de las manos y los miró largo rato, como si encerrasen la solución a su terrible necesidad. Porque tenía que haber una solución. Era inconcebible que su vida acabase allí, en el suelo, como aquel otro hombre, para que aquella cosa…
—¡No!
De un manotazo repentino arrojó los objetos al suelo sucio de la jaula y retrajo los labios en un grito sordo de rabia y terror.
«¡No puede ser verdad! ¡Tiene que ser un sueño!».
Cayó de rodillas, desesperado. Repasó otra vez las paredes con dedos temblorosos, buscando una grieta, una tabla suelta, lo que fuera.
Y mientras palpaba en vano, intentaba apartar el pensamiento de la noche que se avecinaba y en lo que traería consigo.
Sin embargo, no podía pensar en otra cosa.


Se sentó de golpe, sobresaltada, cuando notó los dedos callosos del hombre acariciándole el cabello. Lo miró, horrorizada, con los ojos muy abiertos, y él apartó la mano de inmediato.
—Elsie —murmuró.
El aliento cargado de whisky le azotó la cara. Retrocedió con una mueca y agarró con fuerza la colcha.
—Elsie —repitió él, con voz espesa y mirada de ebrio.
La colcha susurró mientras Marian seguía retrocediendo en la cama hasta que se dio con la espalda en el cabecero de madera.
—Elsie, yo no quería… —dijo el hombre. Oscuros mechones de pelo se le pegaban a las sienes y el aliento le salía caliente de la boca abierta—. Elsie, no… No tengas miedo de mí. Elsie.
—¿D… dónde está mi marido?
—Elsie, te pareces a Elsie. —Arrastraba las palabras y la miraba suplicante con los ojos inyectados en sangre—. Te pareces a Elsie. ¡Oh. Dios! Te pareces a Elsie.
—¡Dónde está mi marido!
La agarró de la muñeca y la atrajo bruscamente contra su pecho como si se tratara de una débil muñeca. Su aliento rancio la envolvió.
—¡No! —exclamó, y lo empujó por los hombros.
—Te quiero, Elsie. ¡Te quiero!
—¡Les! —Su grito retumbó en el pequeño dormitorio.
El hombre le giró la cara de un guantazo.
—¡Está muerto! —le gritó—. ¡Se lo comió, se lo comió! ¿Me oyes?
Marian se dejó caer contra el cabecero de la cama con los ojos invadidos de pavor.
—No. —Ni siquiera fue consciente de haberlo dicho.
El hombre se puso en pie a duras penas y, tambaleándose, miró el rostro perplejo de Marian.
—¿Crees que quería hacerlo? —le preguntó con la voz rota. Una lágrima le rodó por la mejilla cubierta de barba negra—. ¿Crees que me gustó? —Un sollozo le estremeció el pecho—. No me gustó. Pero tú no sabes nada de nada. ¡Estuve dentro de esa cosa! ¡Dentro de ella! Dios mío… No sabes lo que es. ¡No lo sabes! —Se sentó en la cama y bajó la cabeza. Sollozos de impotencia le desgarraron el pecho—. No quería hacerlo. ¡Dios! ¿Crees que quería?
Marian se apretó los labios con el puño izquierdo. No podía respirar. No. Luchaba por no creerlo. «No es cierto, no es cierto».
De repente, Marian bajó las piernas de la cama y se puso de pie. Fuera, el sol se ponía.
«No viene hasta que anochece —razonaba con desesperación—. Hasta que anochece no viene». Pero ¿cuánto tiempo llevaba inconsciente?
—¿Qué haces? —El hombre la miró con los ojos rojos.
Marian corrió a la puerta. En cuanto la abrió, el hombre se le echó encima y los dos chocaron contra la pared. Marian se quedó sin respiración y el dolor de cabeza la asaltó de nuevo. Él la sujetó y notó que le manoseaba el pecho y los hombros.
—Elsie, Elsie… —jadeaba, tratando nuevamente de besarla.
Fue entonces cuando vio al lado la pesada jarra de la mesita de noche. Apenas sentía la presión de los dedos del hombre ni su boca dura y brutal aplastada contra la suya. Estiró los dedos, los cerró alrededor del asa de la jarra, la levantó…
Una lluvia de fragmentos de porcelana blanca cayó al suelo y el grito del hombre resonó en la habitación.
Marian se apoyó en la pared para recuperar el aliento. Miró el cuerpo del suelo, los gruesos dedos que todavía se estremecían sobre la alfombra. De repente, su mirada voló a la ventana. Casi se había puesto el sol. Se inclinó de inmediato sobre el cuerpo inmóvil y le registró los bolsillos hasta dar con el llavero. Cuando huía de la habitación lo oyó gemir y, al volver la vista atrás, lo vio ponerse despacio boca arriba.
Corrió por el pasillo y abrió la puerta principal. La luz moribunda del sol teñía de rojo el cielo.
Con un jadeo ahogado, bajó de un salto los escalones del porche y corrió alrededor de la casa, errática y desesperada, sin notar siquiera los guijarros en los pies. Se dirigió a la silenciosa hilera de jaulas con la vista fija en ellas.
«No es cierto, no es cierto —no dejaba de repetirse—. Me ha mentido. —Se le escapó un sollozo—. ¡Me ha mentido!».
La oscuridad caía como un rápido telón. Se precipitó con las piernas temblorosas sobre la primera jaula.
Vacía.
Con otro sollozo en la garganta, corrió a la siguiente. ¡Tenía que estar mintiendo!
Vacía.
—¡No! ¡Les!
—¡Marian!
Les dio un salto desde el fondo de la jaula, con el rostro iluminado por la esperanza.
—Oh, cariño… —Su voz era un murmullo débil y tembloroso—. Me ha dicho que…
—Marian, abre la jaula. ¡Date prisa! Ya viene.
El miedo volvió a aplastarla como una oleada de frío paralizante. Giró la cabeza con un movimiento instintivo y su mirada de espanto recorrió el desierto que se oscurecía.
—¡Marian!
No podía dominar el temblor de las manos. Intentó abrir con una llave. No entraba. Se mordió el labio inferior hasta sentir dolor. Probó con otra. No entraba.
—Deprisa.
—¡Dios mío! —gimió, probando con manos torpes la siguiente. Tampoco entró—. No encuentro la…
De repente se le quebró la voz y contuvo la respiración. Sintió como se le petrificaron los miembros en un instante.
En el silencio se oyó el débil sonido de algo enorme que siseaba y arañaba la tierra.
—¡Oh, no! —Miró a un lado y después de nuevo a Les.
—No pasa nada, cielo —le dijo él—. Tranquila, no te pongas nerviosa. Tenemos mucho tiempo. —Inspiró profundamente—. Prueba con la siguiente llave. Vale. No, con la otra. Eso es, con esa. No, esa no sirve. Prueba con la siguiente. —El estómago se le contraía cada vez más en un nudo durísimo.
Marian se mordió el labio con tanta fuerza que se lo abrió. Hizo una mueca de dolor y se le cayó el llavero. Se agachó a recogerlo con un gemido ahogado. El sonido susurrante y poderoso que recorría el desierto se oía cada vez más cerca.
—¡Oh, Les! No puedo. ¡No puedo!
—No pasa nada, preciosa —se oyó decir de repente—. No importa. Corre hacia la autopista.
Marian lo miró totalmente desconcertada.
—¿Qué?
—¡Por todos los santos, cielo, no te quedes ahí! —gritó él—. ¡Corre!
Pero Marian dominó la respiración y se clavó los dientes en la herida del labio inferior. Las manos dejaron de temblarle y, casi en blanco, probó la llave siguiente, y la siguiente. Les la observaba aterrado y echaba un vistazo de vez en cuando hacia el desierto, que se extendía detrás de ella.
—Cielo, no…
El candado se abrió. Con un gruñido, Les abrió la puerta de un empujón y agarró a Marian de la mano mientras el espumoso siseo temblaba en el aire del crepúsculo.
—¡Corre! —le ordenó con un grito ahogado—. ¡No mires atrás!
Corrieron como alma que lleva el diablo para alejarse de las jaulas, de la masa de vida temblorosa de dos metros de altura que se movía como un pedazo de gelatina que se hubiera volcado de un gigantesco cuenco. Intentaron no prestar atención al sonido, mantuvieron los ojos fijos al frente, corrieron sin flaquear empujados por el pánico.
El coche, con el morro aplastado, estaba otra vez delante de la casa. Abrieron las puertas y se metieron dentro a toda prisa. Con mano temblorosa, Les encontró la llave en el contacto. La giró y apretó el botón de arranque.
—¡Les, viene hacia aquí!
El embrague rechinó con un chirrido áspero y el coche dio un tirón hacia delante. No miró atrás. Metió una marcha tras otra y aceleró hasta llegar a la carretera.
Giró a la derecha, en dirección al pueblo por el que recordaba haber pasado hacía solo unos días, aunque le parecían años. Pisó a fondo el acelerador y el coche ganó velocidad. No veía bien la carretera con los faros apagados, pero no podía levantar el pie del pedal; parecía pegado a él. El coche rugió por la carretera oscura y Les respiró tranquilo por primera vez en cuatro días, pero mientras…


El ser espumeaba y se balanceaba. La furia le hervía en los tejidos. El animal había fallado, no había comida esperándolo; la comida se había ido. El ser reptó en círculos rabiosos. Buscaba, examinaba el suelo con las células visuales, arrastraba su informe masa luminosa por la tierra desconchada. Nada. El ser gorgoteó como una marea viscosa hacia la casa, hacia el repiqueteo de…


El brazo de Merv Ketter se sacudió en un espasmo. Se sentó con los ojos muy abiertos. El dolor le despertaba la conciencia a ramalazos irregulares: dolor de cabeza, dolor en el brazo. El cono era como una araña de patas afiladas que se abría paso por la carne para tratar de salir. Merv se puso de rodillas con los dientes apretados y la vista nublada por el dolor.
Acababa de ponerse de pie cuando un estrépito hizo temblar la casa. Se volvió de golpe, boquiabierto. El ardor que le perforaba el brazo aumentó. De repente, lo supo. Con un gemido, salió al pasillo y miró por el oscuro hueco de la escalera mientras…


El ser subía la escalera ondulándose. Sus setenta ojos brillaban como lingotes, su reluciente deformidad avanzaba a sacudidas hacia el animal. Enloquecida de furia, la masa amorfa siseaba y burbujeaba. Subía un peldaño tras otro deprisa y con pesadez. El animal se volvió y corrió a…


¡La escalera trasera! Era su única oportunidad. No podía respirar. Notaba el aire líquido en los pulmones. Las botas resonaron a lo largo del pasillo y en la oscuridad de su dormitorio. Oyó detrás de él que la barandilla se doblaba y se partía. El ser había llegado a la planta superior, se había plegado sobre sí mismo como si fuera una vejiga en forma de U y se había dejado caer de nuevo hacia delante.
Merv bajó corriendo la empinada escalera, agarrándose a la barandilla con la mano entumecida. El corazón le aporreaba el pecho como un mazo. Soltó un grito ronco cuando volvió a sentir en el brazo un latigazo de dolor que estuvo a punto de dejarlo inconsciente.
Al pie de las escaleras oyó que la puerta de su dormitorio estallaba con violencia y captó la furia que emanaba del ser cuando…


Entró a duras penas por la puerta que daba a la escalera de atrás, destrozándola para poder pasar. Oía abajo las pisadas del animal que huía. Perdió adherencia y cayó rodando por los escalones, raspando la madera y clavando las setecientas antenas en ella, que saltaba en astillas.
Llegó al último escalón, coló por el umbral su extraña masa deforme e hirviente, y avanzó por el suelo de la cocina mientras…


En el salón, Merv corrió a la chimenea. Descolgó el rifle Mauser y se volvió en el preciso momento en que el ser de cuerpo dilatado y luminiscente entraba por la puerta en cascada.
Merv vació el rifle en la mole que se acercaba. La habitación retumbó con el eco de las explosiones. Las balas rebotaron impotentes en su revestimiento. Merv retrocedió de un salto con un grito de terror. El rifle se le cayó de las manos y sin querer derribó la foto de su mujer de un manotazo. Oyó el estallido contra el suelo y por su mente confusa pasó la fugaz imagen de la cara de Elsie que le sonreía en el suelo detrás de los añicos del cristal.
Cerró la mano en un objeto duro. De repente supo exactamente qué debía hacer.
La masa reluciente y líquida tomó impulso y se abalanzó contra Merv, y él se apartó de un salto. La repisa de la chimenea se quebró y se abrió una grieta en la pared.
Entonces, cuando el ser volvió a prepararse para arrojarse sobre él Merv tiró de la anilla de la granada y se la llevó al pecho.


¡Estúpido animal! Te mataré por…
¡DOLOR!
Los tejidos estallaron, el revestimiento se abrió, el ser se derramó por el suelo convertido en un torrente licuado de protoplasma.
La habitación quedó en silencio. Las mentes del ser se apagaron una a una a medida que la tenue atmósfera iba secando los tejidos vitales. Los restos temblaron débilmente y la agonía fluyó por las células y las articulaciones glutinosas del ser. Los pensamientos goteaban.
Fluidos vitales que goteaban. Haces de luz que daban calor y vida a la materia palpitante. Organismos que se unían, células que se dividían, los contenidos ondulantes de los contenedores de alimento que aumentaban, cada vez más, abrumadores. ¿Dónde están? ¿Dónde están los amos que me dieron vida para que los alimentara y nunca perdiese mi masa ni mi energía?
Y entonces el ser, nacido de cultivos hidropónicos tumorales, murió, habiendo olvidado que él mismo se había comido a los amos mientras dormían y que, además de sus cuerpos, había ingerido todo el conocimiento de sus mentes.


El sábado de la semana del 22 de agosto de ese año hubo una violenta explosión en el desierto. A treinta kilómetros a la redonda, la gente recogió trozos de metales extraños en los patios.
—Un meteorito —dijeron, porque algo tenían que decir.

Revista If, 1954.

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