Asunto tan imperfecto como vergonzoso el que viene a continuación.
El 12 de mayo de 1849, en la antigua plaza de toros de Madrid, se
enfrentaron un tigre de Bengala y un toro de lidia para entretener a
un público que, lejos de merecer el adjetivo de respetable, se
pirraba por estos espectáculos sangrientos de luchas de fieras
contra toros.
Aquella tarde ganó
el toro, y lo malo es que se merendó a la fiera tan rápido que se
lio una muy gorda. El público quería sangre y que el sufrimiento de
los animales se alargara cuanto más tiempo, mejor. Pagaban por ver
matarse a zarpazos y cornadas a dos bichos poderosos.
Por eso cabe
preguntarse qué pasa por la cabeza de un supuesto ser humano que
disfruta viendo cómo se enzarzan en una pelea a muerte dos animales
solo para entretenimiento de alimañas de dos patas. Da igual que
sean dos gallos, dos perros, un tigre y un toro, un toro y un
elefante… o uno oso, una pantera y un león contra un toro…
Porque todas estas circunstancias se han dado desde hace cuatro
siglos y hasta principios del XX en España. Tenemos la barbarie
incrustada en los genes.
Los animales solo
luchan cuando es estrictamente necesario; por su territorio, por
aparearse o por la comida… Hasta que entran en el juego otros
animales, los humanos, y deciden que tienen que pegarse porque sí,
por disfrute. Lo que ocurrió aquel 12 de mayo de 1849 entre un toro
de nombre Señorito, y un tigre de Bengala sirve para conocernos un
poquito mejor.
Como era costumbre,
aquella tarde se levantó en el centro del ruedo una jaula para
encerrar a los dos animales. Porque la barrera de una plaza sirve
para frenar a los toros, y no siempre, pero un tigre se la salta a la
torera y se puede zampar a dos espectadores sin miramientos. Y en
aquella jaula se juntaron Señorito, de la ganadería sevillana de
José María Benjumea, con divisa azul y rosa, y un real tigre de
Bengala sin divisa. Los dos bichos se miraron, Señorito se fue a por
el tigre y diez minutos después, el de Bengala ya era historia. Gran
mosqueo en los tendidos porque el espectáculo se había quedado en
nada. El público se amotinó, a Señorito se lo llevaron a punta de
capote a chiqueros y el empresario tuvo que prometer otro encierro de
toro y fiera para que no le quemaran la plaza.
Meses después se
organizó otro espectáculo en desagravio por el frustrado de mayo,
porque no era fácil montar estos saraos. En España no había
ganaderías de tigres y no era tan fácil conseguir otro. Tampoco
interesaba que volviera a salir Señorito, porque era más fiero que
las fieras, así que hubo que tentar a otras reses que estuvieran más
por la labor de dar espectáculo. Se eligió a Caramelo, un cinqueño
colorado y bragado, y como enemigo se optó por un león de nombre
Julio y un tigre que hizo de sobrero. Al final, el toro también
ganó, pero hubo espectáculo y, sobre todo, duró más. Caramelo
volvió a chiqueros entre aplausos. No lo sacaron a hombros.
Este asunto se
registró a mediados del siglo XIX, pero no era ninguna modernez. El
gusto de enfrentar a toros contra fieras ya le pirraba a Felipe II, y
era una de las principales aficiones del rey y su mujer de entonces,
Isabel de Valois: ver enfrentamientos de toros y fieras. Al rey le
enviaban como regalo bichos exóticos y en el Alcázar de Madrid, lo
que hoy es el Palacio Real, había un patio que llamaban la leonera,
donde los guardaban hasta que se organizaba algún espectáculo con
toros. El entretenimiento continuó con Felipe III y alcanzó su
máximo apogeo con Felipe IV, cuya afición merece atención
especial.
Visualicemos la
siguiente escena: una plaza atestada de un público vociferante,
excitadísimo, encaramado en gradas y protegido por talanqueras; en
el centro de la plaza, encerrados todos juntos, un león, un tigre,
un oso, una zorra, dos gatos monteses, una mona, un camello salvaje,
un caballo desbocado, una mula, un toro y dos gallos (lo de los
gallos es lo más desconcertante). Los trece animales, despistados
perdidos porque no entienden qué hacen allí con esa fauna y entre
tanta bestia de dos patas, están siendo azuzados por seis hombres
armados con pinchos que los hostigan para que se enfrenten entre
ellos.
Adivinen cuál de
los animales se hizo el dueño de la plaza y mató a todos los demás.
El toro.
Corría el año de
1631 y era uno de esos festejos sangrientos con los que los reyes
entretenían a la plebe de vez en cuando para ganarse su favor. El
espectáculo que nos ocupa, con el toro, el león, el oso, la mona,
los gallos… lo organizó el ministro conde duque de Olivares en el
Retiro de Madrid para celebrar que el príncipe de Asturias, el hijo
de su señor el rey Felipe IV, cumplía dos añitos.
Porque toros y reyes
han ido en este país íntimamente unidos, sobre todo con los
Austrias y los últimos Borbones, que eran y son taurófilos. A los
primeros, en cambio, no les gustaban nada los toros: a Felipe V le
ponían malo, a Fernando VI le horrorizaban y Carlos III no le veía
la diversión por ninguna parte, así que tan pronto financiaban una
plaza de toros como paralizaban la construcción de otra; o tan
pronto sacaban reales órdenes que prohibían las corridas como
abrían la mano y autorizaban espectáculos con la excusa de
financiar un puente, una muralla o un hospital porque los españoles
echaban de menos la sangre. Pan y circo.
Pero volvamos al
jolgorio del Retiro con el rey disfrutón Felipe IV, que consiguió
reunir en un solo espectáculo dos de sus grandes pasiones, los toros
y la caza (las otras dos eran las mujeres y el teatro). En aquel
espectáculo que le montó su valido el conde duque de Olivares se
convocó al personal en el parque del Retiro de Madrid, y todos se lo
pasaron en grande gracias a la carnicería que montó el toro. Lo
malo es que cuando el astado quedó dueño del coso no había quien
se hiciera con él. Menos mal que allí estaba Felipe IV, que
solucionó el asunto en un pispás. La crónica de la época no tiene
desperdicio: «Viendo nuestro César [el rey] que era imposible
despejar el circo de aquel monstruo español [el toro] pidió el
arcabuz y sin perder la mesura real ni alterar la majestad del
semblante, hizo la puntería con tanta destreza que la muerte del
toro fue instantánea».
¡Qué tío!
Porque fue Felipe IV
el que innovó la fiesta introduciendo esa variante de disparar al
toro, al oso o al león desde el palco real cada vez que acudía a un
festejo a lo largo y ancho de todos sus reinos. Se convirtió en un
lucimiento personal para hacer alarde de su puntería, y se hizo
costumbre que el respetable se lo pidiera como remate del
espectáculo. Algunos poetas, como Lope de Vega sin ir más lejos (y
pelota como él solo), ensalzaban al toro por haber tenido el enorme
privilegio de haber sido fulminado por el mismísimo monarca:
Dichosa y
desdichada fue tu suerte,
pues, como no te
dio razón la vida,
no sabes lo que
debes a tu muerte.
Ahí está ese Lope,
encima tratando como estúpido al toro por no enterarse de que lo ha
matado todo un rey.
Y era el conde duque
de Olivares, el mayor mangoneador del reino, el que no paraba de
organizarle a Felipe IV corridas de toros o luchas de toros con
fieras. Sabía que la debilidad del rey era cazar, y si lo mantenía
entretenido en el campo o en la plaza, disparando a jabalíes o a
toros, a Felipe IV solo le quedaría tiempo para firmar lo que le
ponían delante. De este detalle se percató todo el mundo. El
embajador de Venecia escribió en una ocasión que Felipe IV mostraba
tanto gusto por la equitación y la caza, «que el conde de Olivares
procura entregarle todo el día a esos ejercicios, no dejándole sino
el tiempo necesario para firmar las decisiones del Consejo».
Pero llegó el
momento en el que al valido se le acabó el chollo porque todo el
mundo acabo calándolo. Ahora bien, tiene guasa que cuando el rey lo
apartó de su lado, lo desterrara a una bonita ciudad de Zamora. A
Toro. Qué cosas…
Y una curiosidad:
los animales salvajes que le regalaban a Felipe IV se guardaban en el
Real Sitio del Retiro, en lo que se llamaba la Casa de Fieras, que
acabó siendo el germen del primer zoo de Madrid. Allí había osos,
elefantes, panteras, tigres, leones… y cada vez que el rey quería
juerga porque se ganaba una batalla o porque nacía una infantita o
un principito, utilizaban a esas fieras para montar espectáculos y
contentar a la plebe.
Hay infinidad de
festejos documentados en los que se enfrentaban fieras contra toros,
y fueron los reyes los que pusieron estos espectáculos de moda para
que el populacho se fuera aficionando. Por eso esta salvajada llegó
hasta el siglo XX y se continuaron celebrando, oficialmente, hasta
1904.
Ese año, en plena
Semana Grande de San Sebastián, y después de una novillada de la
feria, se organizó un espectáculo añadido que consistió en
enfrentar a un toro de la ganadería sevillana de Antonio López
Plata con un tigre de Bengala. El festejo se anunciaba así en la
prensa: «Mañana tendrá lugar en la plaza de toros el
sugestionador, atrayente y esperado espectáculo de la lucha del
tigre y el toro». El toro se llamaba Hurón, cárdeno, astifino y
con trapío; el tigre, César; rayado, bajo de agujas y bien armado.
Comenzó la lucha y Hurón se fue a por César; le arreó y el tigre,
un poco manso, tras recibir la primera embestida se hizo el muerto
pegado a los barrotes de la jaula. Al público le supo a poco la
pelea y protestó, así que los asistentes en el albero azuzaron a
César para que se levantara y plantara cara a Hurón. César se fue
a por el toro y el toro volvió a arrearle, con tan mala fortuna que
el golpe del tigre justo contra la puerta de la jaula, la abrió.
El tigre y el toro
salieron al ruedo y allí siguió la pelea ante el espanto de los
donostiarras. Tuvo que intervenir la autoridad armada, los
miqueletes, que acabó con las dos fieras a tiros en mitad de un caos
impresionante. Entre los nervios, el rebote de los disparos, el
pánico en los tendidos y que algunos espectadores también sacaron
sus armas, aquella tarde cayeron bajo las balas el toro Hurón, el
tigre César y el humano Juan Pedro Lizarriturry. Otros veinte
acabaron heridos por disparos o pisoteados y aquello sirvió para que
la autoridad competente prohibiera atrocidades de este calibre.
Pero el público
siguió reclamando sangre. Todavía en los años sesenta del siglo
pasado exigían poder ver toros contra osos, panteras y elefantes…
El respetable, la mayor parte de las veces, es, simplemente, la peor
de las alimañas.
Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo, 2018
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