miércoles, 13 de enero de 2021

Porque nosotras somos niñas y él es un niño. Svetlana Alexiévich.

Rimma Pozniakova (Kamínskaia), seis años.
Actualmente es obrera


Yo estaba en la guardería… Jugando con las muñecas…
Me avisaron: «Ha venido tu padre. ¡Ha estallado la guerra!». A mí no me apetecía irme. Quería seguir jugando. Lloraba.
«¿Qué es eso de la guerra? ¿Cómo que me van a matar? ¿Cómo que matarán a mi padre?» Apareció una palabra nueva: «refugiados». Mi madre confeccionó unos pequeños saquitos y metió en ellos nuestras partidas de nacimiento y alguna otra información, como nuestra dirección. Nos los hacía llevar colgados del cuello. Si la mataban, la gente podría saber quiénes éramos.
Nos pasábamos los días caminando. Perdimos a papá. Nos asustamos. Mi madre nos dijo que a papá lo habían enviado a un campo de concentración, pero que iríamos a verlo. «¿Qué es un campo de concentración?» Conseguimos reunir un poco de comida. ¿Que qué comida había? Manzanas asadas. Nuestra casa había ardido, también había ardido el jardín: en los manzanos quedaron colgando manzanas asadas. Las recogíamos y nos las comíamos.
El campo de concentración estaba en Drozdí, cerca del estanque de Komsomólskoie ózero. Actualmente forma parte de Minsk, pero en aquella época era una aldea. Recuerdo la alambrada de espino de color negro; la gente también era negra, todos parecían iguales. No reconocimos a papá, pero él sí nos vio a nosotros. Intentó acariciarme, pero a mí me daba miedo acercarme a la alambrada y tiraba de mi madre, le pedía que por favor volviéramos a casa.
No recuerdo cómo ni cuándo, pero mi padre volvió a casa. Sé que trabajaba en el molino, y mi madre nos enviaba allí para que le llevásemos el almuerzo, a mí y a mi hermana pequeña, Toma. Toma era chiquitita, yo era un poco mayor, ya llevaba incluso sujetador de niña; antes de la guerra era una prenda muy común. Mamá nos preparaba un paquetito con el almuerzo de mi padre y me escondía debajo del sujetador unas octavillas. Eran unas hojas pequeñas, de cuaderno escolar, escritas a mano. Mi madre nos acompañaba hasta la puerta, lloraba y nos daba instrucciones: «No os acerquéis a nadie, solo a vuestro padre». Luego se quedaba allí, esperándonos, hasta que volvíamos.
No recuerdo sentir miedo… Si mamá dice que hay que ir significa que tenemos que ir. «Mamá dice» era lo principal. No planteábamos desobedecer a nuestra madre, no hacer lo que ella nos pedía. La adorábamos. Ni siquiera podíamos imaginarnos que existía la posibilidad de no hacerle caso.
Si hacía frío, todos nos metíamos en lo alto de la estufa; teníamos una zamarra grande y nos metíamos debajo de ella. Para calentar la estufa teníamos que robar carbón en la estación de tren. Avanzábamos a gatas para burlar al centinela. Volvíamos con un cubo lleno de carbón, parecíamos limpiachimeneas: las rodillas, los codos, la nariz, la frente…, estábamos completamente negros.
Por la noche todos los niños nos acostábamos juntos, nadie quería dormir solo. Éramos cuatro: mis dos hermanitas; Borís, un niño de cuatro años al que mi madre había adoptado, y yo. Mucho tiempo después supimos que Borís era hijo de Lelia Revínskaia, una amiga de mamá que luchaba en la organización clandestina. Pero en aquel momento mi madre solo nos dijo que había un niño pequeño que a menudo se quedaba solo en casa, que estaba asustado y que no tenía comida. Ella quería que lo aceptáramos y le cogiéramos cariño. Era consciente de que no era fácil, porque los niños a menudo rechazan a otros niños. Actuó con mucha habilidad: no trajo ella a Borís a casa, sino que nos envió a nosotras a buscarlo. «Id a buscar a ese niño, necesita amigos.» Fuimos a por él y lo llevamos a casa.
Borís tenía muchos libros con dibujos bonitos, quiso llevárselos todos y nosotras le ayudamos a llevarlos. Solíamos sentarnos en lo alto de la estufa y él nos contaba cuentos. Nos cayó tan bien que le cogimos muchísimo cariño, tal vez por todas las cosas que sabía. En la calle les decíamos a los demás niños: «Sed buenos con él».
Nosotras éramos rubias, y Borís, moreno. Su madre vino un día a casa, llevaba el cabello recogido en una gruesa trenza negra. Me regaló un espejito. Yo escondí el espejo y decidí que si me miraba en él todas las mañanas, me crecería una trenza como la suya.
Cuando jugábamos en el patio, los otros niños nos gritaban:
—¿De quién es Borís?
—Es nuestro.
—¿Y cómo es que vosotras sois rubias y él no?
—Porque nosotras somos niñas y él es un niño. —Mamá nos había enseñado esa respuesta.
Estaba claro que Borís era nuestro porque a su mamá y a su papá los habían matado y a él por poco lo enviaban al gueto. De alguna manera, ya lo sabíamos. Nuestra madre temía que lo reconociesen y se lo llevaran. Cuando salíamos todos juntos, nosotras llamábamos a nuestra madre «mamá», pero Borís la llamaba «tía». Ella le pedía:
—Llámame «mamá». —Y le daba un trocito de pan.
Él cogía el pan, se alejaba unos pasos y decía:
—Gracias, tía.
Las lágrimas, una tras otra, corrían por su cara…

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, 1985.
 

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