Rimma Pozniakova (Kamínskaia), seis años.
Actualmente es
obrera
Yo estaba en la
guardería… Jugando con las muñecas…
Me avisaron: «Ha
venido tu padre. ¡Ha estallado la guerra!». A mí no me apetecía
irme. Quería seguir jugando. Lloraba.
«¿Qué es eso de
la guerra? ¿Cómo que me van a matar? ¿Cómo que matarán a mi
padre?» Apareció una palabra nueva: «refugiados». Mi madre
confeccionó unos pequeños saquitos y metió en ellos nuestras
partidas de nacimiento y alguna otra información, como nuestra
dirección. Nos los hacía llevar colgados del cuello. Si la mataban,
la gente podría saber quiénes éramos.
Nos pasábamos los
días caminando. Perdimos a papá. Nos asustamos. Mi madre nos dijo
que a papá lo habían enviado a un campo de concentración, pero que
iríamos a verlo. «¿Qué es un campo de concentración?»
Conseguimos reunir un poco de comida. ¿Que qué comida había?
Manzanas asadas. Nuestra casa había ardido, también había ardido
el jardín: en los manzanos quedaron colgando manzanas asadas. Las
recogíamos y nos las comíamos.
El campo de
concentración estaba en Drozdí, cerca del estanque de Komsomólskoie
ózero. Actualmente forma parte de Minsk, pero en aquella época era
una aldea. Recuerdo la alambrada de espino de color negro; la gente
también era negra, todos parecían iguales. No reconocimos a papá,
pero él sí nos vio a nosotros. Intentó acariciarme, pero a mí me
daba miedo acercarme a la alambrada y tiraba de mi madre, le pedía
que por favor volviéramos a casa.
No recuerdo cómo ni
cuándo, pero mi padre volvió a casa. Sé que trabajaba en el
molino, y mi madre nos enviaba allí para que le llevásemos el
almuerzo, a mí y a mi hermana pequeña, Toma. Toma era chiquitita,
yo era un poco mayor, ya llevaba incluso sujetador de niña; antes de
la guerra era una prenda muy común. Mamá nos preparaba un paquetito
con el almuerzo de mi padre y me escondía debajo del sujetador unas
octavillas. Eran unas hojas pequeñas, de cuaderno escolar, escritas
a mano. Mi madre nos acompañaba hasta la puerta, lloraba y nos daba
instrucciones: «No os acerquéis a nadie, solo a vuestro padre».
Luego se quedaba allí, esperándonos, hasta que volvíamos.
No recuerdo sentir
miedo… Si mamá dice que hay que ir significa que tenemos que ir.
«Mamá dice» era lo principal. No planteábamos desobedecer a
nuestra madre, no hacer lo que ella nos pedía. La adorábamos. Ni
siquiera podíamos imaginarnos que existía la posibilidad de no
hacerle caso.
Si hacía frío,
todos nos metíamos en lo alto de la estufa; teníamos una zamarra
grande y nos metíamos debajo de ella. Para calentar la estufa
teníamos que robar carbón en la estación de tren. Avanzábamos a
gatas para burlar al centinela. Volvíamos con un cubo lleno de
carbón, parecíamos limpiachimeneas: las rodillas, los codos, la
nariz, la frente…, estábamos completamente negros.
Por la noche todos
los niños nos acostábamos juntos, nadie quería dormir solo. Éramos
cuatro: mis dos hermanitas; Borís, un niño de cuatro años al que
mi madre había adoptado, y yo. Mucho tiempo después supimos que
Borís era hijo de Lelia Revínskaia, una amiga de mamá que luchaba
en la organización clandestina. Pero en aquel momento mi madre solo
nos dijo que había un niño pequeño que a menudo se quedaba solo en
casa, que estaba asustado y que no tenía comida. Ella quería que lo
aceptáramos y le cogiéramos cariño. Era consciente de que no era
fácil, porque los niños a menudo rechazan a otros niños. Actuó
con mucha habilidad: no trajo ella a Borís a casa, sino que nos
envió a nosotras a buscarlo. «Id a buscar a ese niño, necesita
amigos.» Fuimos a por él y lo llevamos a casa.
Borís tenía muchos
libros con dibujos bonitos, quiso llevárselos todos y nosotras le
ayudamos a llevarlos. Solíamos sentarnos en lo alto de la estufa y
él nos contaba cuentos. Nos cayó tan bien que le cogimos muchísimo
cariño, tal vez por todas las cosas que sabía. En la calle les
decíamos a los demás niños: «Sed buenos con él».
Nosotras éramos
rubias, y Borís, moreno. Su madre vino un día a casa, llevaba el
cabello recogido en una gruesa trenza negra. Me regaló un espejito.
Yo escondí el espejo y decidí que si me miraba en él todas las
mañanas, me crecería una trenza como la suya.
Cuando jugábamos en
el patio, los otros niños nos gritaban:
—¿De quién es
Borís?
—Es nuestro.
—¿Y cómo es que
vosotras sois rubias y él no?
—Porque nosotras
somos niñas y él es un niño. —Mamá nos había enseñado esa
respuesta.
Estaba claro que
Borís era nuestro porque a su mamá y a su papá los habían matado
y a él por poco lo enviaban al gueto. De alguna manera, ya lo
sabíamos. Nuestra madre temía que lo reconociesen y se lo llevaran.
Cuando salíamos todos juntos, nosotras llamábamos a nuestra madre
«mamá», pero Borís la llamaba «tía». Ella le pedía:
—Llámame «mamá».
—Y le daba un trocito de pan.
Él cogía el pan,
se alejaba unos pasos y decía:
—Gracias, tía.
Las lágrimas, una
tras otra, corrían por su cara…
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, 1985.
No hay comentarios:
Publicar un comentario