La madre se encargó de decirles a
todos que cuando llegara la hora de su muerte, encontrarían su
mortaja envuelta en una funda de plástico en el primer cajón de su
armario.
Rotos
de dolor sus hijos se apresuraron a cumplir el último deseo de la
difunta. Abrieron la gaveta y en ella encontraron un envuelto que les
llenó de asombro. Un traje de faralaes de color rojo y lunares
blancos, acompañado de mantoncillo, pendientes, peineta y tocado de
flores. Se miraron un poco asombrados, pero enseguida una gran
sonrisa iluminó sus rostros. Su madre había sido una mujer alegre y
vitalista, amante de la feria de abril y del camino rociero. Si ella
así lo había dispuesto, no había lugar a vacilaciones.
Vistieron
a la fallecida con la bata de volantes y la ataviaron con todos los
adornos. Algunos dijeron que, con el fin de evitar habladurías,
sería mejor mantener cerrada la tapa del ataúd. Los demás no
estuvieron de acuerdo y la madre lució en su funeral más flamenca
que nunca.
Al
mes del entierro, los afligidos herederos recibieron una llamada que
les dejó perplejos. Una amiga de la madre les reclamaba el traje de
lunares. Con voz meliflua les contó que se lo había prometido al
amadrinarla en su bautizo rociero diez años antes.
Abrieron
el cajón del armario y ante su estupor apareció una bolsa de
tintorería. Envolvía un vestido de lana marrón de factura simple y
basta con un escapulario conocido por todos. Y entonces se miraron
consternados. Comprendieron que la última voluntad de su madre había
sido ser enterrada con el hábito de la Virgen del Carmen para lograr
ciertas indulgencias. Y en vez eso, había llamado a la puerta de San
Pedro ataviada como Marujita Díaz.
El arte de freír patatas, 2013.
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